/ martes 29 de mayo de 2018

¿Puede haber democracia sin partidos democráticos?

El notable politólogo Giovanni Sartori, el más erudito y lúcido de la segunda mitad del siglo XX, recientemente fallecido con casi un siglo de edad a cuestas, en numerosas ocasiones se refirió a los partidos políticos como el elemento clave, imprescindible, de la democracia. Este postulado, muy suyo, lo escribió Sartori de diversas maneras. Quizá el más reiterado fue: “sin partidos políticos no puede haber democracia”. Es decir, que sin la existencia de partidos sencillamente no puede instaurarse y florecer el sistema democrático. Imposible, no hay.

Obviamente el notable teórico se refería a la democracia de tipo occidental y corte liberal. No por supuesto a las llamadas “democracias populares”, que además de su nombre en forma de engañoso pleonasmo son regímenes de simulación y farsa. Todo, excepto realmente democracias, al menos como las entiende quien no se autoengaña y como las define el mero sentido común.

A pesar del descrédito por el que atraviesan en nuestro país los partidos, unos más otros menos, y en general el sistema de partidos, cabe tener presente el axioma de Sartori: sin partidos no puede haber democracia. ¿Quiere decir esto entonces que sin partidos con buena imagen, reconocimiento público y razonable aceptación, realmente se carece del requisito fundamental para la existencia real y verdadera de la democracia? Sí y no.

Hasta hace relativamente poco tiempo muchos pensaban que la vía de las candidaturas independientes haría prescindibles a los partidos. Craso error. Hasta ahora esta institución de los candidatos independientes ha sido la vía de escape que han encontrado quienes no ven satisfechas sus aspiraciones al interior de los partidos.

“No me postulas, abandono tus filas y te compito”. No quiere decir que necesariamente así haya sido en todos los casos. Pero sí en los más conocidos y relevantes. Difícilmente se advierte que la figura evolucione de tal manera que venga a sustituir adecuadamente o con eficacia a los partidos.

Desde hace más de un siglo Michels planteó la que llamó la “ley de hierro de los partidos políticos”. Según ésta, al interior de los partidos tiende a formarse una camarilla que por las buenas o por las malas, de manera inexorable, fatalmente, asume el control de aquéllos, en general para su propio beneficio o al servicio de intereses muy distintos o al margen de los que el partido proclama públicamente.

Confieso que durante décadas tuve la convicción de que tal ley de Michels no era inescapable. Que los principios, ideario e ideales de algunos partidos, y más que de éstos de una gran mayoría de sus propios militantes, de madera diferente a los que el autor alemán conoció y trató en la Europa de principios del siglo XX, vendrían a hacer la diferencia.

Hoy reconozco la plena vigencia de esa maldita ley. Con una diferencia: deja de ser aplicable cuando los propios partidos, obviamente sus militantes, hacen lo necesario para que las prácticas democráticas tengan vigencia al interior de los mismos. De no ser así, lo que frecuentemente ocurre, es precisamente cuando hace su aparición esa malhadada ley.

El notable politólogo Giovanni Sartori, el más erudito y lúcido de la segunda mitad del siglo XX, recientemente fallecido con casi un siglo de edad a cuestas, en numerosas ocasiones se refirió a los partidos políticos como el elemento clave, imprescindible, de la democracia. Este postulado, muy suyo, lo escribió Sartori de diversas maneras. Quizá el más reiterado fue: “sin partidos políticos no puede haber democracia”. Es decir, que sin la existencia de partidos sencillamente no puede instaurarse y florecer el sistema democrático. Imposible, no hay.

Obviamente el notable teórico se refería a la democracia de tipo occidental y corte liberal. No por supuesto a las llamadas “democracias populares”, que además de su nombre en forma de engañoso pleonasmo son regímenes de simulación y farsa. Todo, excepto realmente democracias, al menos como las entiende quien no se autoengaña y como las define el mero sentido común.

A pesar del descrédito por el que atraviesan en nuestro país los partidos, unos más otros menos, y en general el sistema de partidos, cabe tener presente el axioma de Sartori: sin partidos no puede haber democracia. ¿Quiere decir esto entonces que sin partidos con buena imagen, reconocimiento público y razonable aceptación, realmente se carece del requisito fundamental para la existencia real y verdadera de la democracia? Sí y no.

Hasta hace relativamente poco tiempo muchos pensaban que la vía de las candidaturas independientes haría prescindibles a los partidos. Craso error. Hasta ahora esta institución de los candidatos independientes ha sido la vía de escape que han encontrado quienes no ven satisfechas sus aspiraciones al interior de los partidos.

“No me postulas, abandono tus filas y te compito”. No quiere decir que necesariamente así haya sido en todos los casos. Pero sí en los más conocidos y relevantes. Difícilmente se advierte que la figura evolucione de tal manera que venga a sustituir adecuadamente o con eficacia a los partidos.

Desde hace más de un siglo Michels planteó la que llamó la “ley de hierro de los partidos políticos”. Según ésta, al interior de los partidos tiende a formarse una camarilla que por las buenas o por las malas, de manera inexorable, fatalmente, asume el control de aquéllos, en general para su propio beneficio o al servicio de intereses muy distintos o al margen de los que el partido proclama públicamente.

Confieso que durante décadas tuve la convicción de que tal ley de Michels no era inescapable. Que los principios, ideario e ideales de algunos partidos, y más que de éstos de una gran mayoría de sus propios militantes, de madera diferente a los que el autor alemán conoció y trató en la Europa de principios del siglo XX, vendrían a hacer la diferencia.

Hoy reconozco la plena vigencia de esa maldita ley. Con una diferencia: deja de ser aplicable cuando los propios partidos, obviamente sus militantes, hacen lo necesario para que las prácticas democráticas tengan vigencia al interior de los mismos. De no ser así, lo que frecuentemente ocurre, es precisamente cuando hace su aparición esa malhadada ley.