/ viernes 22 de septiembre de 2017

¿Qué sigue?

El martes 19 de septiembre, a las 13:14 horas se sacudió la tierra y se nos abrió “la piel de la memoria” -como escribió Juan Villoro- grabada en 1985 y que ya es parte de nuestro ADN. Una vez más los habitantes de esta enorme y afligida ciudad supimos que estamos hechos de un material intangible más allá de la roca y el acero, que lo resiste todo, que es incapaz de doblarse o quebrarse ante la más terrible adversidad; fuimos una enorme mano multiplicada en miles que sacaba piedras y daba agua y comida, que se alzaba con el puño cerrado para pedir el silencio que permitiera escuchar que otro respiraba, fuimos una sola voz que cantaba a todo pulmón, pulmón lleno de polvo y esperanza. No hubo diferencias de cuna, pecunio, religión, edad o ideología, fuimos UNO con un solo objetivo: dar y darnos. ¡Qué orgullo, sí, más allá del lugar común, sabernos mexicanos!

Cada uno supo qué hacer y cómo organizarse hasta desbordarse, hasta que tuvieron que decirles: “aquí ya estamos completos, aquí ya no se necesitan víveres”. Sí, completamos la patria maltrecha, volvimos a armar el rompecabezas de nuestra identidad. En esa argamasa compuesta de dolor y escombros, nos erguimos unidos desafiándolo todo. Le hemos dado una gran y conmovedora lección al mundo y a nosotros mismos. Esta enorme capacidad de respuesta para el bien, esta puesta en práctica ecuménica de la caridad (como la entiende San Pablo en su epístola 13 a los Corintios), debemos aprovecharla para construir y reconstruir no solamente las casas que la sacudida de la tierra derrumbó, sino nuestra gran casa común que es México.

Estamos ante el principio de una nueva etapa en la vida de la ciudad de México y de las otras localidades afectadas en Morelos, Puebla, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Ojalá nuestros gobernantes se unan a los héroes sin capa y sin nombre y entiendan que este país merece más esfuerzos, mejores acciones, honestidad y voluntad genuina de servicio.

La ciudad de México ya no aguanta más. Está saturada. No hay agua, no hay servicios suficientes. Vivo en la Condesa, una de las zonas más afectadas, porque a dos metros de profundidad, el subsuelo es de agua. Hace treinta años, esta era una colonia de viviendas unifamiliares que, al morir su dueños, se vendieron y hoy, en predios que muchas veces no superan los ocho metros de frente, se construyen edificios de seis o siete pisos. En un terreno donde antes vivía una familia de cuatro personas, ahora habitan cincuenta que, además, demandan agua, luz, gas, vialidades, estacionamientos,

etcétera.

La codicia y la corrupción de constructores y autoridades han llenado la ciudad de edificios inseguros, se extrae tanta agua, que el subsuelo se ha quedado vacío, los mantos friáticos no alcanzan a recargarse, donde había un jardín ahora hay cemento… Por eso en la Condesa y la Roma hay tantos edificios estructuralmente dañados.

Hay que entender el mensaje: esta ciudad no da para más. La solución no es seguir construyendo aquí, sino buscar alternativas en polos de desarrollo donde los jóvenes puedan encontrar mejores condiciones de vida. Hay que pensar en los vienen y en su derecho a una vida mejor.

Es preciso unirnos para exigir nuestro derecho a una vida más segura. Tenemos con qué. Lo acabamos de comprobar. Somos dueños de una ilimitada capacidad colectiva para el bien, hagamos uso de ella para no permitir que la codicia nos vuelva a hermanar en la tragedia.

 

andreacatano@gmail.com

El martes 19 de septiembre, a las 13:14 horas se sacudió la tierra y se nos abrió “la piel de la memoria” -como escribió Juan Villoro- grabada en 1985 y que ya es parte de nuestro ADN. Una vez más los habitantes de esta enorme y afligida ciudad supimos que estamos hechos de un material intangible más allá de la roca y el acero, que lo resiste todo, que es incapaz de doblarse o quebrarse ante la más terrible adversidad; fuimos una enorme mano multiplicada en miles que sacaba piedras y daba agua y comida, que se alzaba con el puño cerrado para pedir el silencio que permitiera escuchar que otro respiraba, fuimos una sola voz que cantaba a todo pulmón, pulmón lleno de polvo y esperanza. No hubo diferencias de cuna, pecunio, religión, edad o ideología, fuimos UNO con un solo objetivo: dar y darnos. ¡Qué orgullo, sí, más allá del lugar común, sabernos mexicanos!

Cada uno supo qué hacer y cómo organizarse hasta desbordarse, hasta que tuvieron que decirles: “aquí ya estamos completos, aquí ya no se necesitan víveres”. Sí, completamos la patria maltrecha, volvimos a armar el rompecabezas de nuestra identidad. En esa argamasa compuesta de dolor y escombros, nos erguimos unidos desafiándolo todo. Le hemos dado una gran y conmovedora lección al mundo y a nosotros mismos. Esta enorme capacidad de respuesta para el bien, esta puesta en práctica ecuménica de la caridad (como la entiende San Pablo en su epístola 13 a los Corintios), debemos aprovecharla para construir y reconstruir no solamente las casas que la sacudida de la tierra derrumbó, sino nuestra gran casa común que es México.

Estamos ante el principio de una nueva etapa en la vida de la ciudad de México y de las otras localidades afectadas en Morelos, Puebla, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Ojalá nuestros gobernantes se unan a los héroes sin capa y sin nombre y entiendan que este país merece más esfuerzos, mejores acciones, honestidad y voluntad genuina de servicio.

La ciudad de México ya no aguanta más. Está saturada. No hay agua, no hay servicios suficientes. Vivo en la Condesa, una de las zonas más afectadas, porque a dos metros de profundidad, el subsuelo es de agua. Hace treinta años, esta era una colonia de viviendas unifamiliares que, al morir su dueños, se vendieron y hoy, en predios que muchas veces no superan los ocho metros de frente, se construyen edificios de seis o siete pisos. En un terreno donde antes vivía una familia de cuatro personas, ahora habitan cincuenta que, además, demandan agua, luz, gas, vialidades, estacionamientos,

etcétera.

La codicia y la corrupción de constructores y autoridades han llenado la ciudad de edificios inseguros, se extrae tanta agua, que el subsuelo se ha quedado vacío, los mantos friáticos no alcanzan a recargarse, donde había un jardín ahora hay cemento… Por eso en la Condesa y la Roma hay tantos edificios estructuralmente dañados.

Hay que entender el mensaje: esta ciudad no da para más. La solución no es seguir construyendo aquí, sino buscar alternativas en polos de desarrollo donde los jóvenes puedan encontrar mejores condiciones de vida. Hay que pensar en los vienen y en su derecho a una vida mejor.

Es preciso unirnos para exigir nuestro derecho a una vida más segura. Tenemos con qué. Lo acabamos de comprobar. Somos dueños de una ilimitada capacidad colectiva para el bien, hagamos uso de ella para no permitir que la codicia nos vuelva a hermanar en la tragedia.

 

andreacatano@gmail.com

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