/ domingo 7 de junio de 2020

Religiosidad y ciencia en la pandemia

Lo habíamos olvidado. Leíamos en textos de archivos y bibliotecas cómo las epidemias habían marcado la historia de pueblos y ciudades, pero sabedores de que nuestros sistemas sanitarios y conocimientos científicos se habían desarrollado como nunca antes, pensábamos que todo estaba dicho, calibrado y que nunca más la humanidad padecería una pandemia. Nunca más un agente microscópico nos alteraría. ¡Qué equivocados estábamos!

La ciencia moderna demostró que no tenía el control y así reabrió la puerta para que el pensamiento religioso una vez más aflore, tal y como ocurrió en el pasado, por que cuando ella no tiene respuesta, el hombre se da a la tarea de encontrarla. Así nos lo enseña la historia: la religiosidad puede ser un bálsamo, y más cuando el ser humano no tiene dónde o de qué asirse.

Por eso la humanidad muchas veces interpreta a las grandes catástrofes como castigos de los dioses que los hombres enfrentan por sus pecados. ¿Cómo reaccionar? Pidiendo perdón, haciendo penitencia, participando en procesiones y cortejos de flagelantes, practicando devociones, realizando castigos físicos, tormentos y sacrificios de todo tipo, lo mismo de animales que humanos, según el credo proferido, en aras de obtener la misericordia divina que dé consuelo y ponga fin a la aflicción y cuando el rezo colectivo, dirigido al dios supremo, no es efectivo: recurrir a intermediarios es la solución. De ahí la aparición de nuevos santos, tal y como los siglos XVI y XVII nos lo evidencian tras haber sido centurias golpeadas poderosamente por recurrentes epidemias.

En 1584 fue canonizado san Roque como patrono de los contagiados por peste y cólera, de enfermeros y cirujanos. Un hombre cuyas acciones cobran renovado valor al haber sido reconocido en su tiempo por dar sepultura a los muertos que nadie se atrevía a inhumar. Contagiado de peste en Piacenza, cuenta la leyenda que huyó de la ciudad y fue un perro el que le dio de beber. Desde entonces fue protector también de los animales y su figura aparece acompañada de un can. En ese mismo año, falleció Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, a quien la Iglesia hizo santo en 1610 por la gran labor que realizó durante la peste que azotó desde 1576 a dicha ciudad y contra la que luchó a base de caridad y compasión, al grado de llamarse “la peste de san Carlos”.

Entre 1629 y 1631 una nueva y mortífera peste sobrevendrá en territorio italiano, devastando el norte y centro de Italia: Milán, Verona, Venecia, Turín, Mantua, Bolonia, Florencia, todas ellas sufrirán sus estragos. 300 mil personas morirán en Lombardía y el Veneto. La vida nunca volverá a ser igual para sus pobladores, a pesar de las medidas de confinamiento dictadas por la autoridad sanitaria: cuarentena, cierre de los pasos en los Apeninos, clausura de las puertas de la ciudad, empleo de salvoconductos de paso para los extranjeros, suspensión de clases, prohibición de fiestas religiosas y de todo tipo de actos públicos, comprendidas las noveles representaciones operísticas. La peste no solo acalló por muchos meses a los centenares de teatros que ya adornaban y daban vida cada noche a la ciudad dogal. Venecia, la gran “perla del Adriático” dejó de serlo al quedar devastada su hegemonía económica, pues apenas levantaba las medidas restrictivas -como el haber permitido realizar su carnaval- la tragedia revivía y con ella, a pesar de las oraciones a santa Maria della Salute, el filo de la guadaña se encarnecía mientras sus góndolas recogían por miles a los muertos.

En España la realidad no fue distinta. Málaga se enfrentó al pánico colectivo en 1637. Una crónica de la época refiere: “temerosos de la muerte unos huían de otros, no habiendo padre que en aquella aflicción y necesidad socorriesen y amparasen a sus hijos, ni hermanos a hermanos, apartándose unos de otros como quien se aparte de la muerte la cual temían y tenían por cierta si a ellos se llegaban”. Sevilla por su parte, la ciudad de mayor movimiento mercantil en Europa, padecerá a lo largo del siglo XVI cinco mortíferas epidemias. La de 1649 hará de ella una ciudad fantasma, al cobrar la vida de casi la mitad de sus pobladores. No había otra explicación para la peste que ser el producto de una maldición.

Sí, en el pasado toda peste invocó a un santo: san Sebastián, san Lázaro, el Cristo de las Ampollas, san Juan Evangelista, la lista no tiene fin, y aún hoy religión y ciencia coexisten, no solo en el imaginario colectivo popular. En tiempos aciagos como los actuales, vemos al Papa Francisco rezar ante el Cristo Crucificado que los romanos llevaron en procesión contra la peste, pero también a gobernantes que recurren a él. Cómo olvidar la reacción de nuestro presidente de la República cuando al inicio de la pandemia coronavírica invocó a un símbolo cristiano: el “detente”, recordándonos la máxima católica “detente enemigo, que Jesús está conmigo”. ¿Tendría razón Albert Einstein al decir: “la ciencia sin religión es coja y la religión sin ciencia está ciega”?


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli


Lo habíamos olvidado. Leíamos en textos de archivos y bibliotecas cómo las epidemias habían marcado la historia de pueblos y ciudades, pero sabedores de que nuestros sistemas sanitarios y conocimientos científicos se habían desarrollado como nunca antes, pensábamos que todo estaba dicho, calibrado y que nunca más la humanidad padecería una pandemia. Nunca más un agente microscópico nos alteraría. ¡Qué equivocados estábamos!

La ciencia moderna demostró que no tenía el control y así reabrió la puerta para que el pensamiento religioso una vez más aflore, tal y como ocurrió en el pasado, por que cuando ella no tiene respuesta, el hombre se da a la tarea de encontrarla. Así nos lo enseña la historia: la religiosidad puede ser un bálsamo, y más cuando el ser humano no tiene dónde o de qué asirse.

Por eso la humanidad muchas veces interpreta a las grandes catástrofes como castigos de los dioses que los hombres enfrentan por sus pecados. ¿Cómo reaccionar? Pidiendo perdón, haciendo penitencia, participando en procesiones y cortejos de flagelantes, practicando devociones, realizando castigos físicos, tormentos y sacrificios de todo tipo, lo mismo de animales que humanos, según el credo proferido, en aras de obtener la misericordia divina que dé consuelo y ponga fin a la aflicción y cuando el rezo colectivo, dirigido al dios supremo, no es efectivo: recurrir a intermediarios es la solución. De ahí la aparición de nuevos santos, tal y como los siglos XVI y XVII nos lo evidencian tras haber sido centurias golpeadas poderosamente por recurrentes epidemias.

En 1584 fue canonizado san Roque como patrono de los contagiados por peste y cólera, de enfermeros y cirujanos. Un hombre cuyas acciones cobran renovado valor al haber sido reconocido en su tiempo por dar sepultura a los muertos que nadie se atrevía a inhumar. Contagiado de peste en Piacenza, cuenta la leyenda que huyó de la ciudad y fue un perro el que le dio de beber. Desde entonces fue protector también de los animales y su figura aparece acompañada de un can. En ese mismo año, falleció Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, a quien la Iglesia hizo santo en 1610 por la gran labor que realizó durante la peste que azotó desde 1576 a dicha ciudad y contra la que luchó a base de caridad y compasión, al grado de llamarse “la peste de san Carlos”.

Entre 1629 y 1631 una nueva y mortífera peste sobrevendrá en territorio italiano, devastando el norte y centro de Italia: Milán, Verona, Venecia, Turín, Mantua, Bolonia, Florencia, todas ellas sufrirán sus estragos. 300 mil personas morirán en Lombardía y el Veneto. La vida nunca volverá a ser igual para sus pobladores, a pesar de las medidas de confinamiento dictadas por la autoridad sanitaria: cuarentena, cierre de los pasos en los Apeninos, clausura de las puertas de la ciudad, empleo de salvoconductos de paso para los extranjeros, suspensión de clases, prohibición de fiestas religiosas y de todo tipo de actos públicos, comprendidas las noveles representaciones operísticas. La peste no solo acalló por muchos meses a los centenares de teatros que ya adornaban y daban vida cada noche a la ciudad dogal. Venecia, la gran “perla del Adriático” dejó de serlo al quedar devastada su hegemonía económica, pues apenas levantaba las medidas restrictivas -como el haber permitido realizar su carnaval- la tragedia revivía y con ella, a pesar de las oraciones a santa Maria della Salute, el filo de la guadaña se encarnecía mientras sus góndolas recogían por miles a los muertos.

En España la realidad no fue distinta. Málaga se enfrentó al pánico colectivo en 1637. Una crónica de la época refiere: “temerosos de la muerte unos huían de otros, no habiendo padre que en aquella aflicción y necesidad socorriesen y amparasen a sus hijos, ni hermanos a hermanos, apartándose unos de otros como quien se aparte de la muerte la cual temían y tenían por cierta si a ellos se llegaban”. Sevilla por su parte, la ciudad de mayor movimiento mercantil en Europa, padecerá a lo largo del siglo XVI cinco mortíferas epidemias. La de 1649 hará de ella una ciudad fantasma, al cobrar la vida de casi la mitad de sus pobladores. No había otra explicación para la peste que ser el producto de una maldición.

Sí, en el pasado toda peste invocó a un santo: san Sebastián, san Lázaro, el Cristo de las Ampollas, san Juan Evangelista, la lista no tiene fin, y aún hoy religión y ciencia coexisten, no solo en el imaginario colectivo popular. En tiempos aciagos como los actuales, vemos al Papa Francisco rezar ante el Cristo Crucificado que los romanos llevaron en procesión contra la peste, pero también a gobernantes que recurren a él. Cómo olvidar la reacción de nuestro presidente de la República cuando al inicio de la pandemia coronavírica invocó a un símbolo cristiano: el “detente”, recordándonos la máxima católica “detente enemigo, que Jesús está conmigo”. ¿Tendría razón Albert Einstein al decir: “la ciencia sin religión es coja y la religión sin ciencia está ciega”?


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli