/ domingo 23 de junio de 2019

Revocación de mandato y antidemocracia

Etimológicamente hablando, el vocablo revocar se integra por el verbo latino vocare (vocar, llamar), que procede de vox, vocis (voz, grito), y la partícula re, prefijo que lo mismo implica un volver atrás, que un volver a hacer o bien una oposición. Razón por la cual revocar puede interpretarse como un retroceder en el llamado, un llamar de nuevo o un retiro del llamado. Mandato, por su parte, nace de las constituciones imperiales romanas en tanto instrucciones del Emperador dadas a los funcionarios del Estado Romano.

Con el paso de los siglos y ante los excesos del antiguo régimen, a finales del siglo XVIII la naciente democracia contemporánea recurrió a la vía del mandato para denominar al acto por el cual ahora la voluntad popular era transmitida hacia sus representantes, en aras de que estos fueran quienes tomaran las decisiones atendiendo al interés general. No obstante, dicha representatividad se fue distorsionando conforme los partidos políticos, ávidos de poder, se corrompieron. Derivado de ello y ante la creciente necesidad social de una mayor y más directa participación política, la revocación del mandato comenzó a agitar las agendas políticas y México no fue la excepción.

Desde 1857 Ignacio Ramírez ya exigía su reconocimiento como un derecho constitucional. Lo mismo ocurrió a principios de 1900 con el Partido Liberal Mexicano, con Rafael Nieto -gobernador de San Luis Potosí- y Vicente Lombardo Toledano, pero fue Felipe Carrillo Puerto, como gobernador de Yucatán, quien habría de promulgar formalmente en diciembre de 1923 la primera “Ley de Revocación del Mandato Público”, al reformar la fracción XLIII del artículo 30 del texto constitucional estatal. Decreto notable que, a un siglo de distancia, tal pareciera escrito ayer al referir: “los mandatarios públicos no representan al pueblo sino al partido, grupo político detentador de la soberanía o del imperium”. Así, “cuando el mandatario deja de cumplir voluntariamente con las obligaciones que se impuso, el mandato puede y debe ser revocado, [si] los representantes dejan de sentir y pensar como sus representados”.

De esta manera, la revocación de mandato que podría afectar lo mismo a representantes populares (gobernador, diputados, concejales y presidentes municipales) que a funcionarios de elección indirecta como los magistrados estatales, conlleva desde entonces una grave problemática para efectos de su aplicación. Y es que más allá de los cuestionamientos manifestados por los que hoy se erigen en sus detractores -fincados por cuanto a su potencial influencia en el resultado de las elecciones con las que pudiera coincidir-, la efímera ley yucateca nos enfrenta con un hecho por demás delicado, desde el momento de establecer que el mandato público confiado al gobernador, podría solo ser revocado “a petición de los ciudadanos que concurrieron a elegirlo”. Esto es, “los que tuvieron otro candidato o no concurrieron a los comicios”, no podrían “pedir revocación” (art. 1º). Menudo desafío.

Si lo analizamos, esto es justo y la disposición legal tiene razón, pues aunque la potestad de dicho representante popular se ejerce sobre todos los ciudadanos del Estado, el mandato en estricto sentido solo le fue conferido por la mayoría de quienes votaron por él. Lo mismo ocurre con los diputados (art. 2º), cuya revocación estaría restringida a los “ciudadanos del Distrito Electoral respectivo”, bastando en ambos casos que el 75% de ellos lo solicitaran a la legislatura estatal (art. 4º) y el 60% por cuanto a los presidentes municipales y concejales, lo cual se solicitaría en el primer caso al Congreso estatal y al Ayuntamiento respecto de los últimos (art. 6º). A los magistrados, en cambio, solo podría revocarlos el Congreso (art. 3º).

Sin embargo, si bien esta figura separa de su encargo al mandatario que falte o traicione al mandato otorgado, al final termina quebrantando la voluntad popular de todos los electores, al transmutar a la democracia directa en indirecta cuando el sustituto del revocado no es electo por los mismos votantes sino por sus representantes, entre los que podría haber representantes de otras fuerzas políticas y con intereses opuestos. Ahora bien, si lo que se busca es una sanción ejemplar, comprendido el incoar un proceso por responsabilidad contra el funcionario revocado, el juicio político está en espera de ser rescatado y antepuesto como vía idónea, y no ser lo que hasta ahora ha sido: una quimérica, utópica y lamentable figura jurídica atrapada, como letra muerta, en el texto constitucional.

Lo lamentable es que aún hoy se pretenda regular de manera antidemocrática a la revocación de mandato. Para que no fuera lesiva, debería regularse implicando un volver atrás, un llamar de nuevo a las urnas y la realización de un nuevo e inmediato proceso de elección abierto a todos los electores. Mientras ello no ocurra, constituirá una desnaturalización y violación flagrante a la soberanía popular.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

Etimológicamente hablando, el vocablo revocar se integra por el verbo latino vocare (vocar, llamar), que procede de vox, vocis (voz, grito), y la partícula re, prefijo que lo mismo implica un volver atrás, que un volver a hacer o bien una oposición. Razón por la cual revocar puede interpretarse como un retroceder en el llamado, un llamar de nuevo o un retiro del llamado. Mandato, por su parte, nace de las constituciones imperiales romanas en tanto instrucciones del Emperador dadas a los funcionarios del Estado Romano.

Con el paso de los siglos y ante los excesos del antiguo régimen, a finales del siglo XVIII la naciente democracia contemporánea recurrió a la vía del mandato para denominar al acto por el cual ahora la voluntad popular era transmitida hacia sus representantes, en aras de que estos fueran quienes tomaran las decisiones atendiendo al interés general. No obstante, dicha representatividad se fue distorsionando conforme los partidos políticos, ávidos de poder, se corrompieron. Derivado de ello y ante la creciente necesidad social de una mayor y más directa participación política, la revocación del mandato comenzó a agitar las agendas políticas y México no fue la excepción.

Desde 1857 Ignacio Ramírez ya exigía su reconocimiento como un derecho constitucional. Lo mismo ocurrió a principios de 1900 con el Partido Liberal Mexicano, con Rafael Nieto -gobernador de San Luis Potosí- y Vicente Lombardo Toledano, pero fue Felipe Carrillo Puerto, como gobernador de Yucatán, quien habría de promulgar formalmente en diciembre de 1923 la primera “Ley de Revocación del Mandato Público”, al reformar la fracción XLIII del artículo 30 del texto constitucional estatal. Decreto notable que, a un siglo de distancia, tal pareciera escrito ayer al referir: “los mandatarios públicos no representan al pueblo sino al partido, grupo político detentador de la soberanía o del imperium”. Así, “cuando el mandatario deja de cumplir voluntariamente con las obligaciones que se impuso, el mandato puede y debe ser revocado, [si] los representantes dejan de sentir y pensar como sus representados”.

De esta manera, la revocación de mandato que podría afectar lo mismo a representantes populares (gobernador, diputados, concejales y presidentes municipales) que a funcionarios de elección indirecta como los magistrados estatales, conlleva desde entonces una grave problemática para efectos de su aplicación. Y es que más allá de los cuestionamientos manifestados por los que hoy se erigen en sus detractores -fincados por cuanto a su potencial influencia en el resultado de las elecciones con las que pudiera coincidir-, la efímera ley yucateca nos enfrenta con un hecho por demás delicado, desde el momento de establecer que el mandato público confiado al gobernador, podría solo ser revocado “a petición de los ciudadanos que concurrieron a elegirlo”. Esto es, “los que tuvieron otro candidato o no concurrieron a los comicios”, no podrían “pedir revocación” (art. 1º). Menudo desafío.

Si lo analizamos, esto es justo y la disposición legal tiene razón, pues aunque la potestad de dicho representante popular se ejerce sobre todos los ciudadanos del Estado, el mandato en estricto sentido solo le fue conferido por la mayoría de quienes votaron por él. Lo mismo ocurre con los diputados (art. 2º), cuya revocación estaría restringida a los “ciudadanos del Distrito Electoral respectivo”, bastando en ambos casos que el 75% de ellos lo solicitaran a la legislatura estatal (art. 4º) y el 60% por cuanto a los presidentes municipales y concejales, lo cual se solicitaría en el primer caso al Congreso estatal y al Ayuntamiento respecto de los últimos (art. 6º). A los magistrados, en cambio, solo podría revocarlos el Congreso (art. 3º).

Sin embargo, si bien esta figura separa de su encargo al mandatario que falte o traicione al mandato otorgado, al final termina quebrantando la voluntad popular de todos los electores, al transmutar a la democracia directa en indirecta cuando el sustituto del revocado no es electo por los mismos votantes sino por sus representantes, entre los que podría haber representantes de otras fuerzas políticas y con intereses opuestos. Ahora bien, si lo que se busca es una sanción ejemplar, comprendido el incoar un proceso por responsabilidad contra el funcionario revocado, el juicio político está en espera de ser rescatado y antepuesto como vía idónea, y no ser lo que hasta ahora ha sido: una quimérica, utópica y lamentable figura jurídica atrapada, como letra muerta, en el texto constitucional.

Lo lamentable es que aún hoy se pretenda regular de manera antidemocrática a la revocación de mandato. Para que no fuera lesiva, debería regularse implicando un volver atrás, un llamar de nuevo a las urnas y la realización de un nuevo e inmediato proceso de elección abierto a todos los electores. Mientras ello no ocurra, constituirá una desnaturalización y violación flagrante a la soberanía popular.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli