/ martes 29 de junio de 2021

Sala de Espera | No al retroceso electoral

Desde el sexenio 1940-1946 no ha habido presidente de la República que no haga modificaciones a la legislación electoral, algunas de ellas con pretensiones de reforma política, por lo regular en respuesta a protestas y demandas ciudadanas y de las fuerzas políticas opositoras.

No es posible negar que cada una de esas modificaciones legales sirvieron para avanzar hacia un sistema democrático, como tampoco que cada presidente promotor de ellas las haya aprovechado para mostrase como “el más democrático” y “visionario”.

Ha habido modificaciones legales que probablemente hoy haya a quien le sorprendan o quien las considere casi insignificantes por obvias en la actualidad, como fueron el reconocimiento del voto de las mujeres, primero, y luego el de los jóvenes que respondieron a reclamos políticos (como el movimiento estudiantil de 1968, por ejemplo) y no sólo electorales.

Otro avance, éste en los años sesenta, fue la aprobación de los llamados diputados de partido, que garantizó la presencia testimonial, sí sólo testimonial, de la oposición en la Cámara de Diputados.

De todas las “reformas electorales”, una y a veces dos en cada sexenio, las que más han trascendido son la iniciada en 1977, que abrió las puertas de la democracia a nuevos partidos y a una mayor representatividad en la Cámara de Diputados, con 300 integrantes de mayoría simple y 100 plurinominales, que años más tarde llegaron a 200; y la provocada e impulsada por el movimiento político-popular en que se convirtieron las elecciones presidenciales de 1988, que tuvo sus mejores frutos a partir de 1997, entre ellos la creación del autónomo Instituto Federal Electoral (IFE, hoy INE). Las siguientes han ido corrigiendo defectos de la legislación y sí, ampliando, los cauces a una democracia joven, inmadura, perfectible, pero pujante, y que sobrevive entre los vicios de la cultura del sistema político creado y sostenido por el PRI. Y hoy añorado por el actual partido del poder.

El actual presidente de la República y su partido han anunciado que promoverán reformas a la legislación electoral, con dos propuestas fundamentales: modificar al autonomía del INE, acabarla, pues, y terminar con los diputados plurinominales, es decir, esencialmente, con la oposición (sea cual fuere).

Por primera vez en la historia de la legislación electoral mexicana se está promoviendo una reforma retrógrada para cerrar las puertas a la democracia, en búsqueda del poder unipersonal absoluto. Y todo indica que son para el gobierno regrese al control electoral.

No se trata de que las leyes, de cualquier materia, sean inamovibles, que no avancen ni se perfeccionen; sus modificaciones deberían ser para eso, y en el caso electoral para ampliar la libertad de los ciudadanos.

Así, esas anunciadas reformas deberían ir en su sentido contrario: nuevas leyes que protejan y fortalezcan la autonomía de todos los órganos electorales, empezado claro está por el INE que cuenta con un gran reconocimiento de los ciudadanos, quienes con sus luchas lograron crearlo y a ellos se debe; y también, en todo caso, que la integración de la Cámara de Diputados (cualquier sea el número de sus miembros) sea por proporcionalidad absoluta, es decir que cada partido tenga el número de diputados igual a su porcentaje de votación obtenida. Esos serían reales avances democráticos. Y los ciudadanos deberían luchar por ellos e impedir los retrocesos.

Desde el sexenio 1940-1946 no ha habido presidente de la República que no haga modificaciones a la legislación electoral, algunas de ellas con pretensiones de reforma política, por lo regular en respuesta a protestas y demandas ciudadanas y de las fuerzas políticas opositoras.

No es posible negar que cada una de esas modificaciones legales sirvieron para avanzar hacia un sistema democrático, como tampoco que cada presidente promotor de ellas las haya aprovechado para mostrase como “el más democrático” y “visionario”.

Ha habido modificaciones legales que probablemente hoy haya a quien le sorprendan o quien las considere casi insignificantes por obvias en la actualidad, como fueron el reconocimiento del voto de las mujeres, primero, y luego el de los jóvenes que respondieron a reclamos políticos (como el movimiento estudiantil de 1968, por ejemplo) y no sólo electorales.

Otro avance, éste en los años sesenta, fue la aprobación de los llamados diputados de partido, que garantizó la presencia testimonial, sí sólo testimonial, de la oposición en la Cámara de Diputados.

De todas las “reformas electorales”, una y a veces dos en cada sexenio, las que más han trascendido son la iniciada en 1977, que abrió las puertas de la democracia a nuevos partidos y a una mayor representatividad en la Cámara de Diputados, con 300 integrantes de mayoría simple y 100 plurinominales, que años más tarde llegaron a 200; y la provocada e impulsada por el movimiento político-popular en que se convirtieron las elecciones presidenciales de 1988, que tuvo sus mejores frutos a partir de 1997, entre ellos la creación del autónomo Instituto Federal Electoral (IFE, hoy INE). Las siguientes han ido corrigiendo defectos de la legislación y sí, ampliando, los cauces a una democracia joven, inmadura, perfectible, pero pujante, y que sobrevive entre los vicios de la cultura del sistema político creado y sostenido por el PRI. Y hoy añorado por el actual partido del poder.

El actual presidente de la República y su partido han anunciado que promoverán reformas a la legislación electoral, con dos propuestas fundamentales: modificar al autonomía del INE, acabarla, pues, y terminar con los diputados plurinominales, es decir, esencialmente, con la oposición (sea cual fuere).

Por primera vez en la historia de la legislación electoral mexicana se está promoviendo una reforma retrógrada para cerrar las puertas a la democracia, en búsqueda del poder unipersonal absoluto. Y todo indica que son para el gobierno regrese al control electoral.

No se trata de que las leyes, de cualquier materia, sean inamovibles, que no avancen ni se perfeccionen; sus modificaciones deberían ser para eso, y en el caso electoral para ampliar la libertad de los ciudadanos.

Así, esas anunciadas reformas deberían ir en su sentido contrario: nuevas leyes que protejan y fortalezcan la autonomía de todos los órganos electorales, empezado claro está por el INE que cuenta con un gran reconocimiento de los ciudadanos, quienes con sus luchas lograron crearlo y a ellos se debe; y también, en todo caso, que la integración de la Cámara de Diputados (cualquier sea el número de sus miembros) sea por proporcionalidad absoluta, es decir que cada partido tenga el número de diputados igual a su porcentaje de votación obtenida. Esos serían reales avances democráticos. Y los ciudadanos deberían luchar por ellos e impedir los retrocesos.