/ martes 14 de septiembre de 2021

Sala de Espera | ¿Y si España se venga?

La “destatuación” de don Cristóbal Colón de la glorieta de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México y la cercanía de la celebración de las fiestas patrias han llevado al escribidor a una crisis casi histérica.

Colón nunca pisó tierra mesoamericana; el genovés murió creyendo que había descubierto una ruta hacia las Indias, tierra no de indígenas, sino de las especias, aunque en los hechos haya descubierto la ruta a un nuevo continente, en donde habría de existir una virreinato español llamado Nueva España, cuyos territorios en algún momento fueron más o menos la mitad de lo que hoy se llama América.

Ese fue el mérito que se creyó suficiente para levantar una estatua a don Cristóbal, en pleno Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, una gran avenida que tiene que ver tanto con el periodo de la Reforma de Benito Juárez como con el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por Maximiliano.

Pero ese mérito ya se acabó y su estatua será sustituida por una escultura de una tal “Tlalli”, una mujer olmeca cuya cultura ya no existía (su decadencia se calcula en el año 400 antes de Cristo) cuando llegaron los españoles a este territorio, quienes por cierto y estrictamente, junto con los miembros de todas las naciones indígenas estos rumbos poblaban, fundaron y crearon un virreinato llamado Nueva España, parte del reino de España, que duró 300 años, cien más de que los cumplirá México el próximo 27 de septiembre.

En estos días en los que se recuerda la independencia de México hay que establecer que ninguno de sus libertadores eran mexicanos, porque México no existía. Todos nacieron en la Nueva España, parte del reino español. Todos: Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, por citar a quienes sus cabezas colgaron en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, eran españoles, novohispanos en el mejor de los casos.

No se alebreste usted. No se trata de mancillar la lucha independentista. Es más, el escribidor está orgulloso de que la tradición cuente que Juan José de los Reyes Martínez (a) El Pípila bajó por la calle Galarza para llegar a la puerta de la Alhóndiga y quemarla para que los insurgentes pudiesen entrar y coger gachupines, como otro mito dice que se gritó en Dolores.

Tampoco eran mexicanos Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, quienes en una concertacesión consumaron la Independencia.

Y así un mal día de éstos, un alcalde de Madrid tiene la ocurrencia de vengarse de las solicitudes mexicanas de perdón y decide que la estatua de Miguel Hidalgo en el Parque Oeste de la capital de española, sea retirada para darle mantenimiento y luego anuncie que será sustituida por la escultura de una cabeza de una mujer celta o quizás romana o, mejor, por la de una bailaora de flamenco, porque el padre de la patria mexicana (y sus compinches) fue, dirán ese alcalde y sus votantes, un traidor a su patria madre… no nos desgarremos las vestiduras.

Por eso, usted, don Cristóbal Colón, disculpará nuestros atavismos y ya sabe que el desaire que le hace de la Ciudad de México, no tiene efecto alguno en lo que ocurrió hace 529 años.


La “destatuación” de don Cristóbal Colón de la glorieta de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México y la cercanía de la celebración de las fiestas patrias han llevado al escribidor a una crisis casi histérica.

Colón nunca pisó tierra mesoamericana; el genovés murió creyendo que había descubierto una ruta hacia las Indias, tierra no de indígenas, sino de las especias, aunque en los hechos haya descubierto la ruta a un nuevo continente, en donde habría de existir una virreinato español llamado Nueva España, cuyos territorios en algún momento fueron más o menos la mitad de lo que hoy se llama América.

Ese fue el mérito que se creyó suficiente para levantar una estatua a don Cristóbal, en pleno Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, una gran avenida que tiene que ver tanto con el periodo de la Reforma de Benito Juárez como con el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por Maximiliano.

Pero ese mérito ya se acabó y su estatua será sustituida por una escultura de una tal “Tlalli”, una mujer olmeca cuya cultura ya no existía (su decadencia se calcula en el año 400 antes de Cristo) cuando llegaron los españoles a este territorio, quienes por cierto y estrictamente, junto con los miembros de todas las naciones indígenas estos rumbos poblaban, fundaron y crearon un virreinato llamado Nueva España, parte del reino de España, que duró 300 años, cien más de que los cumplirá México el próximo 27 de septiembre.

En estos días en los que se recuerda la independencia de México hay que establecer que ninguno de sus libertadores eran mexicanos, porque México no existía. Todos nacieron en la Nueva España, parte del reino español. Todos: Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, por citar a quienes sus cabezas colgaron en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, eran españoles, novohispanos en el mejor de los casos.

No se alebreste usted. No se trata de mancillar la lucha independentista. Es más, el escribidor está orgulloso de que la tradición cuente que Juan José de los Reyes Martínez (a) El Pípila bajó por la calle Galarza para llegar a la puerta de la Alhóndiga y quemarla para que los insurgentes pudiesen entrar y coger gachupines, como otro mito dice que se gritó en Dolores.

Tampoco eran mexicanos Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, quienes en una concertacesión consumaron la Independencia.

Y así un mal día de éstos, un alcalde de Madrid tiene la ocurrencia de vengarse de las solicitudes mexicanas de perdón y decide que la estatua de Miguel Hidalgo en el Parque Oeste de la capital de española, sea retirada para darle mantenimiento y luego anuncie que será sustituida por la escultura de una cabeza de una mujer celta o quizás romana o, mejor, por la de una bailaora de flamenco, porque el padre de la patria mexicana (y sus compinches) fue, dirán ese alcalde y sus votantes, un traidor a su patria madre… no nos desgarremos las vestiduras.

Por eso, usted, don Cristóbal Colón, disculpará nuestros atavismos y ya sabe que el desaire que le hace de la Ciudad de México, no tiene efecto alguno en lo que ocurrió hace 529 años.