/ martes 18 de febrero de 2020

¿Se justifica atacar a la prensa?

El movimiento feminista que recorre el mundo tiene sobradas razones para manifestarse e incluso para hacerlo violentamente. La violencia política, cuando la cerrazón obstruye los cauces de entendimiento y solución ha sido históricamente un medio para cambiar la realidad. Pero ese cambio ha requerido de la definición de objetivos más o menos precisos para llevarlos a la práctica. Los campesinos fueron a la Revolución para lograr el reparto de la tierra, los obreros por la jornada de ocho horas y otras prestaciones; los bolcheviques querían instaurar la dictadura del proletariado; los revolucionarios franceses proclamar la República y las sufragistas conseguir el voto.

Los acontecimientos de violencia que expresan el hartazgo, la indignación y la ira —todo ello justificado— de las mujeres que se rebelan frente a las agresiones y la discriminación que padecen, ante la aparente insensibilidad e indiferencia de la autoridad, manifiestan una desesperación comprensible que no podrá alcanzar sus metas si no supera esta etapa de episodios destructivos e indiscriminados, como el acontecido frente a las instalaciones de La Prensa el viernes pasado.

Superar este estadio requiere: reconocer las bases del problema; discriminar entre las distintas modalidades de la violencia; diseñar un programa de acción; definir las medidas a instrumentar e identificar a sus aliados, entre los cuales nos encontramos muchos hombres e instituciones. Sin estos elementos, el movimiento puede consumirse en su propia fase violenta, como ha acontecido históricamente desde las revueltas de los esclavos en Roma, pasando por los estallidos campesinos del Medioevo, hasta los los “indignados” españoles o los “ocupantes” de Wall Street. En todos esos casos los grupos afectados sabían que eran víctimas de una injusticia pero no les quedaba claro cómo eliminarla. La acción feminista tiene que rebasar esta fase y orientarse a un proceso constructivo que no solo empodere a la mujer sino que equilibre las relaciones sociales de género en su conjunto.

Hay que partir de la diferencia de origen entre hombres y mujeres que no va a desaparecer mediante el voluntarismo, ni con el mero cambio de expresiones verbales. Si se insiste en negar la vulnerabilidad de la mujer, las demandas caen por su base, pues si sufre vulneraciones es que es vulnerable y requiere medidas protectoras y acciones afirmativas.

Luego deben distinguirse los ámbitos en que ocurren los ataques: el doméstico; el de su actividad cotidiana o el social general, cada uno exige medidas diferentes. Contra la violencia familiar: auspiciar la denuncia temprana, pues aquella tiende a escalar, y agravar las penas al agresor o darle tratamiento en libertad, protegiendo simultáneamente a la agredida en albergues en los cuales reciba un apoyo económico, derivado del trabajo que se imponga como pena al ofensor.

En lo laboral o estudiantil revisar los protocolos existentes contra el acoso sexual que forman parte de políticas públicas. Es injusto considerar que dichas políticas están ausentes, pero si no son eficientes hay que proponer la manera de corregirlas.

La violencia de género en la sociedad, al igual que las anteriores, necesita de unidades especializadas en combatir los ilícitos contra la mujer, intensamente capacitadas, sensibilizadas y dotadas de recursos al tiempo que se incrementen medidas de seguridad como los botones de pánico, la separación en transporte público, la mejora del alumbrado etc.

La identificación de aliados, sin estereotipos de género como el que considera violadores a todos los hombres, resulta determinante. Atarse a una denominación puede ser ideológicamente redituable pero ineficaz. Una revisión objetiva, con ayuda de juristas mujeres, de la tipificación del feminicidio, debe conducir a que no solo se visibilice el problema sino que se resuelva.

No es objetivo culpar al “Estado” de una atrocidad como el crimen que originó las protestas. Los excesos enfermizos pasionales difícilmente puede evitarlos la autoridad. La función estatal es procesar al presunto responsable, y lo está haciendo. Por lo menos en este caso, no puede hablarse de impunidad.

Los medios también pueden ser aliados y no enemigos. “La Prensa” había publicado varias portadas visibilizadoras de las causas feministas. La reacción emotiva en contra de la exhibición de una imagen, no ajena a su línea editorial, que no es ilegal e informa de diversos casos de violencia, a fin de cuentas puede conducir a la inhibición de la difusión de asuntos que se orientan precisamente a apoyar las demandas del movimiento. Si como resultado de sus protestas se disminuye la libertad para difundir noticias, la afectación de uno de los principales derechos democráticos puede tener efectos secundarios nocivos para la misma causa que se defiende. Lo sensato sería redefinir límites legales genéricos a la divulgación de hechos delictuosos, pero eso no se logra con actos de violencia sino con un debate civilizado.

eduardoandrade1948@gmail.com

El movimiento feminista que recorre el mundo tiene sobradas razones para manifestarse e incluso para hacerlo violentamente. La violencia política, cuando la cerrazón obstruye los cauces de entendimiento y solución ha sido históricamente un medio para cambiar la realidad. Pero ese cambio ha requerido de la definición de objetivos más o menos precisos para llevarlos a la práctica. Los campesinos fueron a la Revolución para lograr el reparto de la tierra, los obreros por la jornada de ocho horas y otras prestaciones; los bolcheviques querían instaurar la dictadura del proletariado; los revolucionarios franceses proclamar la República y las sufragistas conseguir el voto.

Los acontecimientos de violencia que expresan el hartazgo, la indignación y la ira —todo ello justificado— de las mujeres que se rebelan frente a las agresiones y la discriminación que padecen, ante la aparente insensibilidad e indiferencia de la autoridad, manifiestan una desesperación comprensible que no podrá alcanzar sus metas si no supera esta etapa de episodios destructivos e indiscriminados, como el acontecido frente a las instalaciones de La Prensa el viernes pasado.

Superar este estadio requiere: reconocer las bases del problema; discriminar entre las distintas modalidades de la violencia; diseñar un programa de acción; definir las medidas a instrumentar e identificar a sus aliados, entre los cuales nos encontramos muchos hombres e instituciones. Sin estos elementos, el movimiento puede consumirse en su propia fase violenta, como ha acontecido históricamente desde las revueltas de los esclavos en Roma, pasando por los estallidos campesinos del Medioevo, hasta los los “indignados” españoles o los “ocupantes” de Wall Street. En todos esos casos los grupos afectados sabían que eran víctimas de una injusticia pero no les quedaba claro cómo eliminarla. La acción feminista tiene que rebasar esta fase y orientarse a un proceso constructivo que no solo empodere a la mujer sino que equilibre las relaciones sociales de género en su conjunto.

Hay que partir de la diferencia de origen entre hombres y mujeres que no va a desaparecer mediante el voluntarismo, ni con el mero cambio de expresiones verbales. Si se insiste en negar la vulnerabilidad de la mujer, las demandas caen por su base, pues si sufre vulneraciones es que es vulnerable y requiere medidas protectoras y acciones afirmativas.

Luego deben distinguirse los ámbitos en que ocurren los ataques: el doméstico; el de su actividad cotidiana o el social general, cada uno exige medidas diferentes. Contra la violencia familiar: auspiciar la denuncia temprana, pues aquella tiende a escalar, y agravar las penas al agresor o darle tratamiento en libertad, protegiendo simultáneamente a la agredida en albergues en los cuales reciba un apoyo económico, derivado del trabajo que se imponga como pena al ofensor.

En lo laboral o estudiantil revisar los protocolos existentes contra el acoso sexual que forman parte de políticas públicas. Es injusto considerar que dichas políticas están ausentes, pero si no son eficientes hay que proponer la manera de corregirlas.

La violencia de género en la sociedad, al igual que las anteriores, necesita de unidades especializadas en combatir los ilícitos contra la mujer, intensamente capacitadas, sensibilizadas y dotadas de recursos al tiempo que se incrementen medidas de seguridad como los botones de pánico, la separación en transporte público, la mejora del alumbrado etc.

La identificación de aliados, sin estereotipos de género como el que considera violadores a todos los hombres, resulta determinante. Atarse a una denominación puede ser ideológicamente redituable pero ineficaz. Una revisión objetiva, con ayuda de juristas mujeres, de la tipificación del feminicidio, debe conducir a que no solo se visibilice el problema sino que se resuelva.

No es objetivo culpar al “Estado” de una atrocidad como el crimen que originó las protestas. Los excesos enfermizos pasionales difícilmente puede evitarlos la autoridad. La función estatal es procesar al presunto responsable, y lo está haciendo. Por lo menos en este caso, no puede hablarse de impunidad.

Los medios también pueden ser aliados y no enemigos. “La Prensa” había publicado varias portadas visibilizadoras de las causas feministas. La reacción emotiva en contra de la exhibición de una imagen, no ajena a su línea editorial, que no es ilegal e informa de diversos casos de violencia, a fin de cuentas puede conducir a la inhibición de la difusión de asuntos que se orientan precisamente a apoyar las demandas del movimiento. Si como resultado de sus protestas se disminuye la libertad para difundir noticias, la afectación de uno de los principales derechos democráticos puede tener efectos secundarios nocivos para la misma causa que se defiende. Lo sensato sería redefinir límites legales genéricos a la divulgación de hechos delictuosos, pero eso no se logra con actos de violencia sino con un debate civilizado.

eduardoandrade1948@gmail.com