/ martes 12 de marzo de 2019

Serena reflexión sobre el aborto

La semana pasada se reactivó la polémica relativa a la mal llamada “legalización del aborto”, habiendo llegado la violencia verbal hasta el Senado por la colocación indiscriminada de pañuelos verdes en los escaños a los que alguna senadora llamó “trapos”, con el consecuente disgusto de las promotoras de la despenalización del aborto, que los emplean como símbolo de su lucha. El Presidente López Obrador, interrogado al respecto, recomendó no impulsar un debate que divide profundamente a la sociedad, habida cuenta de la existencia de problemas que requieren atención prioritaria, y llamó a la serenidad.

Efectivamente, el análisis de un tema tan espinoso requiere un abordaje sereno, respetuoso, y tolerante, que conduzca a una solución prudente y justa para equilibrar las diferentes posiciones a la luz de la razón y no de la pasión. Así, razonablemente, habría que convenir con la secretaria de Gobernación que nadie en su sano juicio puede estar “a favor” del aborto.

La interrupción del embarazo supone la supresión de la vida del producto de la concepción, que independientemente de su grado de desarrollo y eventual capacidad para sentir, es un ser humano en formación a través de un procedimiento vital. En consecuencia, tal interrupción no puede ser un valor en sí misma, que deba promoverse como algo moral o socialmente bueno y digno de ser alentado. Evidentemente no es deseable para nadie, ni para la comunidad, ni para la mujer que se vea en el trance de recurrir a dicha práctica. Aun en el caso de que exprese el deseo de someterse a ese procedimiento, es claro que implica un riesgo para su salud y su vida, le crea un trastorno a su actividad cotidiana y seguramente le produce un conflicto interno, ya sea de carácter moral o bien derivado de las eventuales complicaciones familiares, económicas, sociales o logísticas.

Sentada esa premisa, cuya veracidad es incuestionable, debe reconocerse que no se sostiene la idea de un “derecho a abortar” dado que los derechos humanos se orientan a la consecución o protección de un valor con pretensión de validez universal y este no es el caso, está de por medio la pérdida de una vida que se desenvuelve bajo un código genético distinto y no puede estimarse como sujeta a la disposición del cuerpo femenino en el que crece. En principio, toda privación de la vida es antijurídica y punible empero, en determinadas circunstancias, en las cuales ocurre un conflicto entre bienes jurídicos tutelados —especialmente cuando se produce la necesidad de salvaguardar una vida con el sacrificio de otra— el derecho establece hipótesis que permitan resolver ese dilema. Así sucede , en la legítima defensa o en el estado de necesidad.

La solución jurídica no puede quedar atrapada entre el reduccionismo beligerante que se arroga la representación de todas las mujeres y la irreductibilidad intolerante de las posiciones morales o religiosas. Ambos extremos son incapaces siquiera de escuchar y tratar de comprender a la contraparte; de ahí que el derecho siempre ha partido de la base de que el aborto es esencialmente punible pero en ciertos casos el castigo no debe proceder. Así, en muchos códigos penales se eximen situaciones como el embarazo producto de una violación, o los abortos terapéuetico y eugenésico. Siempre se busca acogerse al mal menor. Actualmente, ante la necesidad de proteger la vida de mujeres que la arriesgan al abortar en la clandestinidad, el aborto debe abordarse como un problema social y de salud, favoreciendo la protección de la vida de la mujer tanto en su dimensión estrictamente física, como emotiva y de proyección personal. Sin embargo, la exención punitiva tiene que estar sujeta a una limitación temporal más allá de la cual el delito se actualiza.

La oposición al aborto no debe orientarse a su punición, sino a la prevención; avanzar en el combate a esta práctica por medio de la razón y no apoyarse en la fuerza del Estado para imponer una convicción moral a quienes no la comparten y cuentan con razones válidas para acudir in extremis a una práctica que no debería conducir a la prisión.

La despenalización en todo el país requeriría a mi juicio, una reforma Constitucional que la disponga. En ella tendrían que fijarse las condiciones para que operara; regularse la posible objeción de conciencia por parte de los médicos y en caso de matrimonio o concubinato requerirse la voluntad del cónyuge o concubinario.

Se trata de un problema complejo, por ejemplo, la decisión de si las clínicas públicas deben prestar el servicio gratuito, podría quedar a las legislaturas locales o al Congreso federal, tratándose de las instituciones de salud de ese ámbito. En todo caso, la consulta popular es posible; varios países han empleado el referéndum para dilucidar esta cuestión. No se trata de resolver una disyuntiva moral sino de atender un problema social y, tras un debate informado, el pueblo podría tomar la decisión.

eduardoandrade1948@gmail.com

La semana pasada se reactivó la polémica relativa a la mal llamada “legalización del aborto”, habiendo llegado la violencia verbal hasta el Senado por la colocación indiscriminada de pañuelos verdes en los escaños a los que alguna senadora llamó “trapos”, con el consecuente disgusto de las promotoras de la despenalización del aborto, que los emplean como símbolo de su lucha. El Presidente López Obrador, interrogado al respecto, recomendó no impulsar un debate que divide profundamente a la sociedad, habida cuenta de la existencia de problemas que requieren atención prioritaria, y llamó a la serenidad.

Efectivamente, el análisis de un tema tan espinoso requiere un abordaje sereno, respetuoso, y tolerante, que conduzca a una solución prudente y justa para equilibrar las diferentes posiciones a la luz de la razón y no de la pasión. Así, razonablemente, habría que convenir con la secretaria de Gobernación que nadie en su sano juicio puede estar “a favor” del aborto.

La interrupción del embarazo supone la supresión de la vida del producto de la concepción, que independientemente de su grado de desarrollo y eventual capacidad para sentir, es un ser humano en formación a través de un procedimiento vital. En consecuencia, tal interrupción no puede ser un valor en sí misma, que deba promoverse como algo moral o socialmente bueno y digno de ser alentado. Evidentemente no es deseable para nadie, ni para la comunidad, ni para la mujer que se vea en el trance de recurrir a dicha práctica. Aun en el caso de que exprese el deseo de someterse a ese procedimiento, es claro que implica un riesgo para su salud y su vida, le crea un trastorno a su actividad cotidiana y seguramente le produce un conflicto interno, ya sea de carácter moral o bien derivado de las eventuales complicaciones familiares, económicas, sociales o logísticas.

Sentada esa premisa, cuya veracidad es incuestionable, debe reconocerse que no se sostiene la idea de un “derecho a abortar” dado que los derechos humanos se orientan a la consecución o protección de un valor con pretensión de validez universal y este no es el caso, está de por medio la pérdida de una vida que se desenvuelve bajo un código genético distinto y no puede estimarse como sujeta a la disposición del cuerpo femenino en el que crece. En principio, toda privación de la vida es antijurídica y punible empero, en determinadas circunstancias, en las cuales ocurre un conflicto entre bienes jurídicos tutelados —especialmente cuando se produce la necesidad de salvaguardar una vida con el sacrificio de otra— el derecho establece hipótesis que permitan resolver ese dilema. Así sucede , en la legítima defensa o en el estado de necesidad.

La solución jurídica no puede quedar atrapada entre el reduccionismo beligerante que se arroga la representación de todas las mujeres y la irreductibilidad intolerante de las posiciones morales o religiosas. Ambos extremos son incapaces siquiera de escuchar y tratar de comprender a la contraparte; de ahí que el derecho siempre ha partido de la base de que el aborto es esencialmente punible pero en ciertos casos el castigo no debe proceder. Así, en muchos códigos penales se eximen situaciones como el embarazo producto de una violación, o los abortos terapéuetico y eugenésico. Siempre se busca acogerse al mal menor. Actualmente, ante la necesidad de proteger la vida de mujeres que la arriesgan al abortar en la clandestinidad, el aborto debe abordarse como un problema social y de salud, favoreciendo la protección de la vida de la mujer tanto en su dimensión estrictamente física, como emotiva y de proyección personal. Sin embargo, la exención punitiva tiene que estar sujeta a una limitación temporal más allá de la cual el delito se actualiza.

La oposición al aborto no debe orientarse a su punición, sino a la prevención; avanzar en el combate a esta práctica por medio de la razón y no apoyarse en la fuerza del Estado para imponer una convicción moral a quienes no la comparten y cuentan con razones válidas para acudir in extremis a una práctica que no debería conducir a la prisión.

La despenalización en todo el país requeriría a mi juicio, una reforma Constitucional que la disponga. En ella tendrían que fijarse las condiciones para que operara; regularse la posible objeción de conciencia por parte de los médicos y en caso de matrimonio o concubinato requerirse la voluntad del cónyuge o concubinario.

Se trata de un problema complejo, por ejemplo, la decisión de si las clínicas públicas deben prestar el servicio gratuito, podría quedar a las legislaturas locales o al Congreso federal, tratándose de las instituciones de salud de ese ámbito. En todo caso, la consulta popular es posible; varios países han empleado el referéndum para dilucidar esta cuestión. No se trata de resolver una disyuntiva moral sino de atender un problema social y, tras un debate informado, el pueblo podría tomar la decisión.

eduardoandrade1948@gmail.com