/ domingo 19 de julio de 2020

“Si dices mi nombre: desaparezco”

“La palabra es del tiempo, el silencio de la eternidad”

M. Maeterlinck


“El silencio es música”

U. Zanolli


Dijo el silencio. Quién no recuerda esta adivinanza inmortalizada por Roberto Benigni en una de las obras más entrañables de la cinematografía italiana de los años más recientes: “La vida es bella”.

Lo paradójico es que el silencio diga más que todas las palabras juntas, por profundas que éstas sean. Ninguna está a la altura de su elocuencia, tal y como Oriente lo ha expresado. Rabindranath Tagore, al decir que “el hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio” y la cultura árabe al reconocer en él “al muro que rodea a la sabiduría”.

Sin embargo, nosotros los occidentales hemos subestimado al silencio y por eso estamos tan alejados de él. Solo estos tiempos caóticos de pandemia nos han aproximado a él, porque al clamor de los miles de millones de voces que preguntan ¿hasta cuándo? Él ha sido quien nos da dado respuesta. Y mal haríamos en suponer que el silencio es el vacío que llena la nada. Sería un error creerlo así porque el silencio es -como dijo Lao-Tsé- no solo “el sonido más fuerte”, sino ante todo “la gran revelación” del que huye al no poder estar consigo mismo y al que se acoge el que va en busca del encuentro con la verdad. De ahí la extrema turbación ante el silencio: en él nos encontramos solos, desnudos con nosotros mismos y no siempre lo que descubrimos nos agrada.

Por eso inquieta y sobresalta particularmente la compañía del silencio y preferimos huir de ésta, llenando su presunta hoquedad con nuestro incesante devenir. Tal vez en ello radique la explicación del por qué hoy nuestro mundo está saturado y abrumado de sonidos y de ruido, provenientes de todo tipo de fuentes generadoras. Pareciera que tuviéramos pánico al vacío del silencio. La música contemporánea misma no conoce ya de silencio en su pertinaz, incesante y eterno ritmo enajenante sin respiro. A tal punto que podríamos creer que en muchas de las colectividades humanas actuales hemos introyectado ese mundo exterior fono-ruidoso porque tenemos miedo de escuchar nuestro silencio interior sin comprender que el silencio es el espacio en el que todo se reordena y aclara, pero tenemos mucho miedo, demasiado, de escucharnos a nosotros mismos y ello nos sobrecoge. No sabemos cómo estar con nosotros y hoy lo hemos confirmado a través de este largo confinamiento mundial

De nada valieron los siglos de reflexión sobre él a cargo de filósofos, escritores y artistas. Todas sus caviliaciones fueron insuficientes, comprendida la de uno de los más acuciosos cultores silentes como fue Martin Heidegger, desde cuya visión, es en el silencio donde reside el ser. El ámbito en el que el ser se da y es. Solo que, justo es decir, hay algo aún más grave a lo que nos enfrentamos y ante lo que el silencio se erige como faro de luz. Se trata de las estridencias sonoras emanadas de las palabras vacías, los discursos huecos, los mensajes vanos y las mentiras proclamadas: tales son las manifestaciones acústicas más peligrosas a las que estamos expuestos y frente a las cuales solo el silencio puede ser capaz de hablarnos con autenticidad.

Ante ellas, nos resta seguir la máxima borgiana: “no digas nada, no preguntes nada. Cuando quieras hablar, quédate mudo, que un silencio sin fin sea tu escudo y, el mismo tiempo, tu perfecta espada”. Profunda y reveladora visión del poeta porteño que debería ser llevada puntualmente a la práctica, sobre todo cuando los tiempos impiden que la palabra florezca porque impera la censura y algo peor: la irracionalidad, y es que si deletéreo es el silencio de un Estado, tanto o más lo es el que se impone o pretende imponer a la voz de la conciencia crítica de una sociedad. Por algo Orwell destacó que el totalitarismo impacta en la memoria y el lenguaje hasta desembocar en el silencio y, milenios atrás, en la Grecia antigua el “skeptron” (cetro o bastón de mando) era el símbolo del poder que permitía o prohibía hablar y callar, y mientras la naturaleza del habla es polisémica, la del silencio es transnominativa y el poder también se ejerce a través de él, solo que dicho poder no es exclusivo de la autoridad y ésta se equivoca si así lo cree.

Octavio Paz cantó al silencio: “así como del fondo de la música / brota una nota / que mientras vibra crece y se adelgaza / hasta que en otra música enmudece, / brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen / recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes, / y queremos gritar y en la garganta / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen” y Amado Nervo reconoció su supremo valor: “solo hay tres cosas dignas de romper el silencio: la poesía, la música y el amor”.

Yo me pregunto: ¿podremos romper al silencio o éste desaparecer? Un día la física cuántica nos lo develará.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

“La palabra es del tiempo, el silencio de la eternidad”

M. Maeterlinck


“El silencio es música”

U. Zanolli


Dijo el silencio. Quién no recuerda esta adivinanza inmortalizada por Roberto Benigni en una de las obras más entrañables de la cinematografía italiana de los años más recientes: “La vida es bella”.

Lo paradójico es que el silencio diga más que todas las palabras juntas, por profundas que éstas sean. Ninguna está a la altura de su elocuencia, tal y como Oriente lo ha expresado. Rabindranath Tagore, al decir que “el hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio” y la cultura árabe al reconocer en él “al muro que rodea a la sabiduría”.

Sin embargo, nosotros los occidentales hemos subestimado al silencio y por eso estamos tan alejados de él. Solo estos tiempos caóticos de pandemia nos han aproximado a él, porque al clamor de los miles de millones de voces que preguntan ¿hasta cuándo? Él ha sido quien nos da dado respuesta. Y mal haríamos en suponer que el silencio es el vacío que llena la nada. Sería un error creerlo así porque el silencio es -como dijo Lao-Tsé- no solo “el sonido más fuerte”, sino ante todo “la gran revelación” del que huye al no poder estar consigo mismo y al que se acoge el que va en busca del encuentro con la verdad. De ahí la extrema turbación ante el silencio: en él nos encontramos solos, desnudos con nosotros mismos y no siempre lo que descubrimos nos agrada.

Por eso inquieta y sobresalta particularmente la compañía del silencio y preferimos huir de ésta, llenando su presunta hoquedad con nuestro incesante devenir. Tal vez en ello radique la explicación del por qué hoy nuestro mundo está saturado y abrumado de sonidos y de ruido, provenientes de todo tipo de fuentes generadoras. Pareciera que tuviéramos pánico al vacío del silencio. La música contemporánea misma no conoce ya de silencio en su pertinaz, incesante y eterno ritmo enajenante sin respiro. A tal punto que podríamos creer que en muchas de las colectividades humanas actuales hemos introyectado ese mundo exterior fono-ruidoso porque tenemos miedo de escuchar nuestro silencio interior sin comprender que el silencio es el espacio en el que todo se reordena y aclara, pero tenemos mucho miedo, demasiado, de escucharnos a nosotros mismos y ello nos sobrecoge. No sabemos cómo estar con nosotros y hoy lo hemos confirmado a través de este largo confinamiento mundial

De nada valieron los siglos de reflexión sobre él a cargo de filósofos, escritores y artistas. Todas sus caviliaciones fueron insuficientes, comprendida la de uno de los más acuciosos cultores silentes como fue Martin Heidegger, desde cuya visión, es en el silencio donde reside el ser. El ámbito en el que el ser se da y es. Solo que, justo es decir, hay algo aún más grave a lo que nos enfrentamos y ante lo que el silencio se erige como faro de luz. Se trata de las estridencias sonoras emanadas de las palabras vacías, los discursos huecos, los mensajes vanos y las mentiras proclamadas: tales son las manifestaciones acústicas más peligrosas a las que estamos expuestos y frente a las cuales solo el silencio puede ser capaz de hablarnos con autenticidad.

Ante ellas, nos resta seguir la máxima borgiana: “no digas nada, no preguntes nada. Cuando quieras hablar, quédate mudo, que un silencio sin fin sea tu escudo y, el mismo tiempo, tu perfecta espada”. Profunda y reveladora visión del poeta porteño que debería ser llevada puntualmente a la práctica, sobre todo cuando los tiempos impiden que la palabra florezca porque impera la censura y algo peor: la irracionalidad, y es que si deletéreo es el silencio de un Estado, tanto o más lo es el que se impone o pretende imponer a la voz de la conciencia crítica de una sociedad. Por algo Orwell destacó que el totalitarismo impacta en la memoria y el lenguaje hasta desembocar en el silencio y, milenios atrás, en la Grecia antigua el “skeptron” (cetro o bastón de mando) era el símbolo del poder que permitía o prohibía hablar y callar, y mientras la naturaleza del habla es polisémica, la del silencio es transnominativa y el poder también se ejerce a través de él, solo que dicho poder no es exclusivo de la autoridad y ésta se equivoca si así lo cree.

Octavio Paz cantó al silencio: “así como del fondo de la música / brota una nota / que mientras vibra crece y se adelgaza / hasta que en otra música enmudece, / brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen / recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes, / y queremos gritar y en la garganta / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen” y Amado Nervo reconoció su supremo valor: “solo hay tres cosas dignas de romper el silencio: la poesía, la música y el amor”.

Yo me pregunto: ¿podremos romper al silencio o éste desaparecer? Un día la física cuántica nos lo develará.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli