/ domingo 3 de noviembre de 2019

Sobre el espíritu del romanticismo

Entre el ocaso del siglo XVIII y la aurora del siglo XIX, tuvo lugar el despertar del romanticismo que dio a la imaginación y creatividad una absoluta preminencia por sobre de la razón que la ilustración había privilegiado. Para sus cultores, era la emoción el mecanismo por excelencia para poder entender al mundo y apreciar la vida. Lo paradójico fue que el nuevo movimiento hundiera sus raíces –como en el caso de Rousseau- en la esencia misma de dicha razón al considerar solo bueno y virtuoso al hombre cuando se emancipa de las cadenas de la civilización por ser razonable y virtuoso.

Weimar fue la cuna oficial del romanticismo -así llamado por Madame de Staël- gracias al movimiento literario “Sturm und Drang” (1759-1805), que buscó el resurgimiento cultural alemán, siendo Schiller y Goethe de los primeros en adoptarlo y en retratar la realidad a partir de su propia visión ante la vida en contraste con la poesía clásica, de la que se cuestionaba su artificialidad a diferencia de la naturalidad de la segunda. A partir de entonces, el espíritu romántico hará centro de su atención al honor, valor y amor, al mundo íntimo y verdadero del ser humano: no más las fuerzas externas que pudieran determinar el devenir del hombre; no más la obra sino los actores -como intérpretes y por su emoción al encarnar los personajes- serán los primeros en ser recordados por el público, particularmente en las representaciones shakesperianas. Fenómeno cuya explicación encontramos en el hecho de que la sociedad se adentra ahora en la esfera interna del ser humano, en sus sentimientos y carácter, comprendida su alma. De ahí el nuevo concepto, por demás profundo, la “poesía de la vida”, en la medida que del mundo interior nadie da su llave, porque el sufrimiento se vive dentro de cada quien y exponerlo a los demás -como solo se podría hacer, excepcionalmente, ante una hoja de papel- equivale a una confesión.

Sí, desde ahora lo secreto, lo íntimo, lo de cada ser, darán vida al espíritu del romanticismo, al grado que habrá quien se consuma íntimamente hasta morir, como Wackenroeder -el autor Efusiones íntimas de un monje amante del arte (1797)- o el mítico Werther, ante la incomprensión del mundo. Hombre y naturaleza se advierten vinculados por un nexo interior, al que solo tiene acceso el nuevo estro poético, tal y como lo describe Novalis: “en ningún otro lugar que en la música se advierte de modo tan claro que es únicamente el espíritu el que poetiza los objetos… todos los sonidos que produce la naturaleza son toscos, solo al alma musical le parece a menudo melódico y significativo el susurro de los bosques, el silbido del viento, el canto del ruiseñor, el murmullo del arroyo”. No obstante, al cabo de los años, este nuevo espíritu adquirirá tintes sociales, como en el caso de Los novios (1827) de Alessandro Manzoni, en el que cobra vida el amor entre un joven humilde y una muchacha piadosa en medio de la peste que carcome a la sociedad milanesa. Unidad individuo-naturaleza que será cultivada cada vez con mayor asiduidad. Tendencia que llevará a autores como Giacomo Leopardi a lamentarse haber perdido un mundo animado y sensible debido a que entró en crisis el poder de la imaginación al tornarse mecánica e indispensable, retornando a lo que había sido en el siglo XVIII. Pero la “poesía de la vida” comienza a peligrar, y tendrá que llegar Matthew Arnold para decirnos que la naturaleza no es hostil sino fuerza estimulante de la imaginación humana, impeliendo a Chateaubriand a afirmar que, a diferencia del científico que es olvidado tras su descubrimiento, el poeta seguirá vivo post mortem gracias a unos cuantos versos, al ser su legado mayor que ningún otro.

Gracias a todo ello, el romanticismo contribuirá a preservar la unión entre humanidad y naturaleza como fundamento del sentimiento del alma, impulsando el renacimiento del culto por el pasado -por Grecia y el medioevo-, que a través de la novela histórica verá surgir a exponentes ilustres como Walter Scott, el creador del legendario Ivanhoe, dando un nuevo sentido a esta disciplina, abordando nuevas temáticas inspiradas en trovadores y antiguos reyes y haciendo eclosionar un nuevo sentir poético dotado de íntimo sentido revolucionario.

Será, además, fermento para la génesis de la libertad nacional -magistralmente encarnada en el prefacio revolucionario del Cromwell (1827) de Víctor Hugo-, de la libertad artística, de la protesta contra los convencionalismos sociales contenida en Lucinde de F. Schlegel, de la exaltación de protagonistas débiles como la Dama de las Camelias de Hugo -inmortalizada por Verdi en La Traviata- y del culto al individualismo heroico y al genio, como en el Fausto goethiano, que luchará por vivir al máximo sus pasiones y su amor por la vida a cualquier precio.

¿Por qué? Porque el romanticismo es parte indisoluble de la esencia humana y, cuando despierta, cobra vida la impronta de su espíritu, cuya naturaleza es inmortal.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

Entre el ocaso del siglo XVIII y la aurora del siglo XIX, tuvo lugar el despertar del romanticismo que dio a la imaginación y creatividad una absoluta preminencia por sobre de la razón que la ilustración había privilegiado. Para sus cultores, era la emoción el mecanismo por excelencia para poder entender al mundo y apreciar la vida. Lo paradójico fue que el nuevo movimiento hundiera sus raíces –como en el caso de Rousseau- en la esencia misma de dicha razón al considerar solo bueno y virtuoso al hombre cuando se emancipa de las cadenas de la civilización por ser razonable y virtuoso.

Weimar fue la cuna oficial del romanticismo -así llamado por Madame de Staël- gracias al movimiento literario “Sturm und Drang” (1759-1805), que buscó el resurgimiento cultural alemán, siendo Schiller y Goethe de los primeros en adoptarlo y en retratar la realidad a partir de su propia visión ante la vida en contraste con la poesía clásica, de la que se cuestionaba su artificialidad a diferencia de la naturalidad de la segunda. A partir de entonces, el espíritu romántico hará centro de su atención al honor, valor y amor, al mundo íntimo y verdadero del ser humano: no más las fuerzas externas que pudieran determinar el devenir del hombre; no más la obra sino los actores -como intérpretes y por su emoción al encarnar los personajes- serán los primeros en ser recordados por el público, particularmente en las representaciones shakesperianas. Fenómeno cuya explicación encontramos en el hecho de que la sociedad se adentra ahora en la esfera interna del ser humano, en sus sentimientos y carácter, comprendida su alma. De ahí el nuevo concepto, por demás profundo, la “poesía de la vida”, en la medida que del mundo interior nadie da su llave, porque el sufrimiento se vive dentro de cada quien y exponerlo a los demás -como solo se podría hacer, excepcionalmente, ante una hoja de papel- equivale a una confesión.

Sí, desde ahora lo secreto, lo íntimo, lo de cada ser, darán vida al espíritu del romanticismo, al grado que habrá quien se consuma íntimamente hasta morir, como Wackenroeder -el autor Efusiones íntimas de un monje amante del arte (1797)- o el mítico Werther, ante la incomprensión del mundo. Hombre y naturaleza se advierten vinculados por un nexo interior, al que solo tiene acceso el nuevo estro poético, tal y como lo describe Novalis: “en ningún otro lugar que en la música se advierte de modo tan claro que es únicamente el espíritu el que poetiza los objetos… todos los sonidos que produce la naturaleza son toscos, solo al alma musical le parece a menudo melódico y significativo el susurro de los bosques, el silbido del viento, el canto del ruiseñor, el murmullo del arroyo”. No obstante, al cabo de los años, este nuevo espíritu adquirirá tintes sociales, como en el caso de Los novios (1827) de Alessandro Manzoni, en el que cobra vida el amor entre un joven humilde y una muchacha piadosa en medio de la peste que carcome a la sociedad milanesa. Unidad individuo-naturaleza que será cultivada cada vez con mayor asiduidad. Tendencia que llevará a autores como Giacomo Leopardi a lamentarse haber perdido un mundo animado y sensible debido a que entró en crisis el poder de la imaginación al tornarse mecánica e indispensable, retornando a lo que había sido en el siglo XVIII. Pero la “poesía de la vida” comienza a peligrar, y tendrá que llegar Matthew Arnold para decirnos que la naturaleza no es hostil sino fuerza estimulante de la imaginación humana, impeliendo a Chateaubriand a afirmar que, a diferencia del científico que es olvidado tras su descubrimiento, el poeta seguirá vivo post mortem gracias a unos cuantos versos, al ser su legado mayor que ningún otro.

Gracias a todo ello, el romanticismo contribuirá a preservar la unión entre humanidad y naturaleza como fundamento del sentimiento del alma, impulsando el renacimiento del culto por el pasado -por Grecia y el medioevo-, que a través de la novela histórica verá surgir a exponentes ilustres como Walter Scott, el creador del legendario Ivanhoe, dando un nuevo sentido a esta disciplina, abordando nuevas temáticas inspiradas en trovadores y antiguos reyes y haciendo eclosionar un nuevo sentir poético dotado de íntimo sentido revolucionario.

Será, además, fermento para la génesis de la libertad nacional -magistralmente encarnada en el prefacio revolucionario del Cromwell (1827) de Víctor Hugo-, de la libertad artística, de la protesta contra los convencionalismos sociales contenida en Lucinde de F. Schlegel, de la exaltación de protagonistas débiles como la Dama de las Camelias de Hugo -inmortalizada por Verdi en La Traviata- y del culto al individualismo heroico y al genio, como en el Fausto goethiano, que luchará por vivir al máximo sus pasiones y su amor por la vida a cualquier precio.

¿Por qué? Porque el romanticismo es parte indisoluble de la esencia humana y, cuando despierta, cobra vida la impronta de su espíritu, cuya naturaleza es inmortal.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli