/ sábado 13 de noviembre de 2021

Sobre el rostro cambiante de la guerra

Por Fausto Carbajal

“La única generalización absolutamente segura sobre la historia”, sostiene Eric Hobsbawm en las primeras páginas de su ya clásico Historia del Siglo XX, “es que perdurará en tanto exista la raza humana”. Quizás en esta sutil –y muy inglesa– crítica a la tesis del “fin de la historia” propuesta por Francis Fukuyama, radica la importancia de recurrir al pasado lo mismo como brújula que como repositorio de claves para pensar el presente y construir el futuro. Por ello, en esta ocasión se desarrolla un pasaje histórico en el que participa uno de los personajes más importantes del siglo XIX: Otto von Bismarck, o como Henry Kissinger lo llamó, el “Revolucionario Blanco”.

Es julio de 1870, y la Francia de Napoleón III le declaró la guerra a la Prusia de Guillermo I. Un conflicto que, dicho sea de paso, el Canciller Bismarck sabía necesario para la unificación de los pueblos germanos bajo la hegemonía prusiana y, con ella, la instauración del Imperio Alemán. En escasas seis semanas, aproximadamente, el ejército prusiano –comandado de manera implacable por Helmuth von Moltke, Jefe del Estado Mayor– derrotó a un ejército convencional francés que pronto se vio rodeado y forzado a capitular definitivamente en la batalla de Sedán, a principios de septiembre de aquél año.

Todo parecía indicar una victoria inminente para Prusia, pero un evento inesperado se interpuso: la creación de un frente nacional francés que llamaba a desconocer a Napoleón III, a refundar la República, y a resistir la ocupación del ejército prusiano, para ese entonces ya a las puertas de París. De modo que Prusia se encontró inmerso en un nuevo conflicto, frente a un enemigo compuesto por fuerzas irregulares. El rostro de la guerra franco-prusiana había cambiado.

Este episodio, además de recordarnos que una victoria militar –por más rotunda que ésta sea- no garantiza la consecución de objetivos políticos, nos recuerda que la guerra debe ser un fenómeno sujeto a una constante evaluación y, si es necesario, a una adaptación acorde a factores políticos, sociales, económicos o tecnológicos –propios y ajenos.

En este sentido, Moltke proponía mantener la misma estrategia que empleó contra un ejército regular para responder a una resistencia francesa de carácter popular –algo que le costó muy caro a Napoleón I en España, aproximadamente sesenta años atrás. En la lógica de Moltke, la paz vendría cuando todas las fuerzas de oposición fueran sencillamente destruidas.

Bismarck era receloso del curso de acción propuesto por Moltke, no sólo por el costo militar de embarcarse en un conflicto de este tipo, sino por las implicaciones políticas que supondría. Primero, muchos de los reinos y provincias germanas que originalmente se aliaron con Prusia ante lo que consideraron un acto expansionista francés, podrían decidir separarse debido a que ahora sería interpretado más como una guerra de elección y no de necesidad, en el que, además, la brutalidad prusiana cambiaría la percepción del conflicto. Por otra parte, se corría el riesgo de prender los focos rojos de otras potencias europeas, específicamente de Gran Bretaña, y que terminaran intercediendo por Francia, en beneficio del balance de poder en el continente.

Desde el punto de vista de Bismarck, ninguna de las dos implicaciones favorecían la unificación alemana, por lo que propuso un curso de acción distinto: sitiar París y usar la artillería prusiana para bombardear la ciudad de manera focalizada. Tal vez no fue una solución perfecta –la política y la guerra es decidir entre inconvenientes–, pero esta forma de coerción evitaría, según el Canciller Bismarck, que Prusia se embarcará en una guerra prolongada y sangrienta, contra enemigos irregulares en un territorio extranjero y hostil.

Al final, las consideraciones políticas de Bismarck pesaron más en el criterio del Káiser Guillermo que las consideraciones militares de Moltke. El sitio y el bombardeo prusiano comenzaron, y para inicios de 1871 el nuevo gobierno francés se vio en la necesidad de rendirse. Eventualmente, Guillermo I fue nombrado emperador de los alemanes en el Palacio de Versalles, y Bismarck se encargó de enviar una clara señal a las demás potencias europeas que, de ahí en adelante, Alemania sería un imperio a favor del estatus quo en el continente.

En esta ocasión, escribo sobre el pasado, pensando en el presente. En el presente de la mal llamada “guerra contra las drogas”: ¿qué tanto ha cambiado su rostro en estos casi 15 años?, ¿Moltke o Bismarck?


Consultor

carbglass16@hotmail.com


Por Fausto Carbajal

“La única generalización absolutamente segura sobre la historia”, sostiene Eric Hobsbawm en las primeras páginas de su ya clásico Historia del Siglo XX, “es que perdurará en tanto exista la raza humana”. Quizás en esta sutil –y muy inglesa– crítica a la tesis del “fin de la historia” propuesta por Francis Fukuyama, radica la importancia de recurrir al pasado lo mismo como brújula que como repositorio de claves para pensar el presente y construir el futuro. Por ello, en esta ocasión se desarrolla un pasaje histórico en el que participa uno de los personajes más importantes del siglo XIX: Otto von Bismarck, o como Henry Kissinger lo llamó, el “Revolucionario Blanco”.

Es julio de 1870, y la Francia de Napoleón III le declaró la guerra a la Prusia de Guillermo I. Un conflicto que, dicho sea de paso, el Canciller Bismarck sabía necesario para la unificación de los pueblos germanos bajo la hegemonía prusiana y, con ella, la instauración del Imperio Alemán. En escasas seis semanas, aproximadamente, el ejército prusiano –comandado de manera implacable por Helmuth von Moltke, Jefe del Estado Mayor– derrotó a un ejército convencional francés que pronto se vio rodeado y forzado a capitular definitivamente en la batalla de Sedán, a principios de septiembre de aquél año.

Todo parecía indicar una victoria inminente para Prusia, pero un evento inesperado se interpuso: la creación de un frente nacional francés que llamaba a desconocer a Napoleón III, a refundar la República, y a resistir la ocupación del ejército prusiano, para ese entonces ya a las puertas de París. De modo que Prusia se encontró inmerso en un nuevo conflicto, frente a un enemigo compuesto por fuerzas irregulares. El rostro de la guerra franco-prusiana había cambiado.

Este episodio, además de recordarnos que una victoria militar –por más rotunda que ésta sea- no garantiza la consecución de objetivos políticos, nos recuerda que la guerra debe ser un fenómeno sujeto a una constante evaluación y, si es necesario, a una adaptación acorde a factores políticos, sociales, económicos o tecnológicos –propios y ajenos.

En este sentido, Moltke proponía mantener la misma estrategia que empleó contra un ejército regular para responder a una resistencia francesa de carácter popular –algo que le costó muy caro a Napoleón I en España, aproximadamente sesenta años atrás. En la lógica de Moltke, la paz vendría cuando todas las fuerzas de oposición fueran sencillamente destruidas.

Bismarck era receloso del curso de acción propuesto por Moltke, no sólo por el costo militar de embarcarse en un conflicto de este tipo, sino por las implicaciones políticas que supondría. Primero, muchos de los reinos y provincias germanas que originalmente se aliaron con Prusia ante lo que consideraron un acto expansionista francés, podrían decidir separarse debido a que ahora sería interpretado más como una guerra de elección y no de necesidad, en el que, además, la brutalidad prusiana cambiaría la percepción del conflicto. Por otra parte, se corría el riesgo de prender los focos rojos de otras potencias europeas, específicamente de Gran Bretaña, y que terminaran intercediendo por Francia, en beneficio del balance de poder en el continente.

Desde el punto de vista de Bismarck, ninguna de las dos implicaciones favorecían la unificación alemana, por lo que propuso un curso de acción distinto: sitiar París y usar la artillería prusiana para bombardear la ciudad de manera focalizada. Tal vez no fue una solución perfecta –la política y la guerra es decidir entre inconvenientes–, pero esta forma de coerción evitaría, según el Canciller Bismarck, que Prusia se embarcará en una guerra prolongada y sangrienta, contra enemigos irregulares en un territorio extranjero y hostil.

Al final, las consideraciones políticas de Bismarck pesaron más en el criterio del Káiser Guillermo que las consideraciones militares de Moltke. El sitio y el bombardeo prusiano comenzaron, y para inicios de 1871 el nuevo gobierno francés se vio en la necesidad de rendirse. Eventualmente, Guillermo I fue nombrado emperador de los alemanes en el Palacio de Versalles, y Bismarck se encargó de enviar una clara señal a las demás potencias europeas que, de ahí en adelante, Alemania sería un imperio a favor del estatus quo en el continente.

En esta ocasión, escribo sobre el pasado, pensando en el presente. En el presente de la mal llamada “guerra contra las drogas”: ¿qué tanto ha cambiado su rostro en estos casi 15 años?, ¿Moltke o Bismarck?


Consultor

carbglass16@hotmail.com