/ domingo 14 de julio de 2019

Sobre la moral intelectual

Un intelectual es alguien fiel a un conjunto político y social, pero que no deja de cuestionarlo.

J. P. Sartre


París, 1970: Michel Foucault ingresa al Collège de France sucediendo a Jean Hyppolite. De su lección inaugural, El orden del discurso, tomo estas reflexiones: “¿Qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro? Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”.

\u0009¡Qué revelador y cierto! Pero es solo parte de la verdad. Aún hablando y aún pudiendo decir todo lo que se quiera, ello no significa necesariamente que lo que se diga sea la verdad, y Foucault lo reconoció: el discurso no es simplemente lo que manifiesta el deseo, es también el objeto del deseo, porque una cosa es decir la verdad (o la que uno cree que es) y otra cosa es estar “en la verdad” del discurso de la época, que no es más que estar “en la verdad” del discurso del poder, pues todo discurso así producido está sometido a una “disciplina” restrictiva y coactiva que impone, a su vez, la “sociedad de discurso”. Sociedad que admite o rechaza al sujeto, no solo con base en lo admisible o inadmisible de su discurso, sino a partir de su pertenencia o marginalidad a determinada clase, estatus, nacionalidad, entre otros factores, lo que detona una doble sumisión: la del sujeto que crea el discurso y la del discurso en sí, al grado de reconocer como ejemplo de grandes discursos sometidos los que se desarrollan en los sistemas educativo, de salud, judicial y, por supuesto, entre los propios escritores.

\u0009La pregunta es ¿qué sucede cuando un escritor se rebela? Obviamente romper con la disciplina del discurso lo convierte en un ser rebelde, incómodo, prescindible y, por tanto, eliminable, como ha sucedido siempre en la historia de la humanidad. Al respecto, qué mejor ejemplo para ilustrarlo que el tristemente célebre caso Dreyfus, en el que no solo se cometieron todo tipo de vicios procesales, la reacción de la prensa y sociedad francesas fue brutalmente dramática y visceral a partir de que intervino en su defensa el gran Émile Zola. ¿Por qué? Porque Zola se atrevió a romper con el orden del discurso y lo hizo a través de la carta al Presidente de la República de Francia, F.F. Faure, que dio nombre al titular del periódico L’Aurore del 13 de enero de 1898, cuyo contenido publicó íntegro en su primera plana: “J’Accuse…!

\u0009De inmediato, las autoridades judicial y militar se escandalizaron; la derecha militarista y la izquierda socialista se polarizaron y la prensa, casi en su totalidad, explotó en su contra. El escándalo no puede frenarse, pero el magistral texto zoliano por el que acusa al coronel Paty de Clam, a los generales Mercier, Billot, Boisdeffre, Gonse y Pellieux, a las oficinas de Guerra, al “primer Consejo de Guerra por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable”, entre otros actores, logra catalizar las posiciones y equilibrar las posiciones frente a Dreyfus. Pronto un grupo de escritores, artistas y científicos firman un manifiesto de protesta en su apoyo, en el que aparecen nombres como los de Anatole France, Leon Blum, Émile Duclaux, Octave Mirbeau, Claude Monet, Seignobos y Marcel Proust, llegando a 1 500 firmas. El caso fue reabierto y aunque en 1899 volvió a condenársele, el presidente E. Loubet lo indultó y Alfred Dreyfus aceptó.

Zola era consciente que al acusar, pagaría un alto precio y lo asumió. Odiado por nacionalistas y racistas, fue juzgado, condenado y enviado al exilio. Amenazado de muerte, falleció asfixiado en 1902, pero gracias a él la historia de Occidente no volvería a ser la misma: había gestado a un nuevo poder: el cuarto y, con él, al término intelectual.

En 1908, en el acto de traslado de sus restos al Panteón, Louis Grégori disparó contra Dreyfus, hiriéndolo. “Yo no disparé contra Dreyfus, diría el criminal, lo hice contra el Dreyfusismo”, porque en Francia, con este caso surgieron los Dreyfusards, los anti-Dreyfusards, los Dreyfusistes y, a partir de 1898, los Dreyfusiens.

Hoy, en México, hablamos en términos de “chairos” y “fifís”. Lamentable y patético reflejo de la profunda y generalizada crisis intelectual y moral en la que nos encontramos. Producto, en términos sorelianos, de la lucha intestina entre grupos parasitarios del poder, añejos y contemporáneos, que la sociedad no ha sido capaz de remontar.

Por algo, antes de ser asesinado, Passolini dijo: el intelectual que pasa a la historia es el que dice no, con un rechazo total, pues como Foucault sentenció: el verdadero intelectual debe luchar contra toda forma de poder. De no hacerlo, es parte de la conciencia y del discurso del poder.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli



Un intelectual es alguien fiel a un conjunto político y social, pero que no deja de cuestionarlo.

J. P. Sartre


París, 1970: Michel Foucault ingresa al Collège de France sucediendo a Jean Hyppolite. De su lección inaugural, El orden del discurso, tomo estas reflexiones: “¿Qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro? Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”.

\u0009¡Qué revelador y cierto! Pero es solo parte de la verdad. Aún hablando y aún pudiendo decir todo lo que se quiera, ello no significa necesariamente que lo que se diga sea la verdad, y Foucault lo reconoció: el discurso no es simplemente lo que manifiesta el deseo, es también el objeto del deseo, porque una cosa es decir la verdad (o la que uno cree que es) y otra cosa es estar “en la verdad” del discurso de la época, que no es más que estar “en la verdad” del discurso del poder, pues todo discurso así producido está sometido a una “disciplina” restrictiva y coactiva que impone, a su vez, la “sociedad de discurso”. Sociedad que admite o rechaza al sujeto, no solo con base en lo admisible o inadmisible de su discurso, sino a partir de su pertenencia o marginalidad a determinada clase, estatus, nacionalidad, entre otros factores, lo que detona una doble sumisión: la del sujeto que crea el discurso y la del discurso en sí, al grado de reconocer como ejemplo de grandes discursos sometidos los que se desarrollan en los sistemas educativo, de salud, judicial y, por supuesto, entre los propios escritores.

\u0009La pregunta es ¿qué sucede cuando un escritor se rebela? Obviamente romper con la disciplina del discurso lo convierte en un ser rebelde, incómodo, prescindible y, por tanto, eliminable, como ha sucedido siempre en la historia de la humanidad. Al respecto, qué mejor ejemplo para ilustrarlo que el tristemente célebre caso Dreyfus, en el que no solo se cometieron todo tipo de vicios procesales, la reacción de la prensa y sociedad francesas fue brutalmente dramática y visceral a partir de que intervino en su defensa el gran Émile Zola. ¿Por qué? Porque Zola se atrevió a romper con el orden del discurso y lo hizo a través de la carta al Presidente de la República de Francia, F.F. Faure, que dio nombre al titular del periódico L’Aurore del 13 de enero de 1898, cuyo contenido publicó íntegro en su primera plana: “J’Accuse…!

\u0009De inmediato, las autoridades judicial y militar se escandalizaron; la derecha militarista y la izquierda socialista se polarizaron y la prensa, casi en su totalidad, explotó en su contra. El escándalo no puede frenarse, pero el magistral texto zoliano por el que acusa al coronel Paty de Clam, a los generales Mercier, Billot, Boisdeffre, Gonse y Pellieux, a las oficinas de Guerra, al “primer Consejo de Guerra por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable”, entre otros actores, logra catalizar las posiciones y equilibrar las posiciones frente a Dreyfus. Pronto un grupo de escritores, artistas y científicos firman un manifiesto de protesta en su apoyo, en el que aparecen nombres como los de Anatole France, Leon Blum, Émile Duclaux, Octave Mirbeau, Claude Monet, Seignobos y Marcel Proust, llegando a 1 500 firmas. El caso fue reabierto y aunque en 1899 volvió a condenársele, el presidente E. Loubet lo indultó y Alfred Dreyfus aceptó.

Zola era consciente que al acusar, pagaría un alto precio y lo asumió. Odiado por nacionalistas y racistas, fue juzgado, condenado y enviado al exilio. Amenazado de muerte, falleció asfixiado en 1902, pero gracias a él la historia de Occidente no volvería a ser la misma: había gestado a un nuevo poder: el cuarto y, con él, al término intelectual.

En 1908, en el acto de traslado de sus restos al Panteón, Louis Grégori disparó contra Dreyfus, hiriéndolo. “Yo no disparé contra Dreyfus, diría el criminal, lo hice contra el Dreyfusismo”, porque en Francia, con este caso surgieron los Dreyfusards, los anti-Dreyfusards, los Dreyfusistes y, a partir de 1898, los Dreyfusiens.

Hoy, en México, hablamos en términos de “chairos” y “fifís”. Lamentable y patético reflejo de la profunda y generalizada crisis intelectual y moral en la que nos encontramos. Producto, en términos sorelianos, de la lucha intestina entre grupos parasitarios del poder, añejos y contemporáneos, que la sociedad no ha sido capaz de remontar.

Por algo, antes de ser asesinado, Passolini dijo: el intelectual que pasa a la historia es el que dice no, con un rechazo total, pues como Foucault sentenció: el verdadero intelectual debe luchar contra toda forma de poder. De no hacerlo, es parte de la conciencia y del discurso del poder.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli