/ lunes 2 de julio de 2018

Sobre las elecciones presidenciales

Por requerimientos de entrega del texto, el presente artículo fue elaborado la víspera de las elecciones mexicanas 2018, las más extensas y complejas en la historia del país. Como desde luego incluyó la de presidente de la República, estimo que bien vale la pena hacer algunas consideraciones, así sea a posteriori, en torno a los comicios presidenciales mexicanos, no sólo para establecer contrastes con lo sucedido en esta ocasión sino para que nunca se aleje de la memoria colectiva lo que antaño acontecía.

Tres características tenían las elecciones presidenciales de antaño. Quizá la más relevante hace cuatro y más décadas era que un candidato recorría el país sintiéndose no propiamente aspirante a la silla presidencial sino ya presidente de hecho. Se percibía también, o al menos así lo comentaban los enterados de entonces, que el candidato oficialista, a pesar de saber perfectamente que debía por entero su designación al Presidente que iba de salida, empezaba a tomar distancia de él.

No se trataba propiamente de una ruptura, y menos aún de un rompimiento traumático entre el presidente saliente y el presidente entrante, no, en modo alguno, sino del nacimiento de un nuevo sol y el natural ocultamiento del que estaba próximo a apagarse. Era el dato fundamental del sistema político imperante, que exigía un Ejecutivo avasallador y todopoderoso. Lo cual no se presentaba de una noche para la mañana del día siguiente, sino que tenía pautado un ritual. Según éste, un cierto distanciamiento, a veces aparente, era como el punto de partida del ciclo sexenal que rigió durante siete décadas.

El dato quizás más sobresaliente de las campañas electorales de entonces, en particular la del candidato presidencial oficialista, fue siempre el brutal y a la vez innecesario derroche de recursos. La actual generación y quizá también la que inmediatamente le antecede, no tienen ni remotamente idea de lo que era, cada seis años, ese insultante dispendio en gastos de campaña de todo tipo (propaganda y difusión, regalos, convites, viajes, acarreos, comilonas, y todo en grado superlativo).

Todo el mundo sabía o al menos adivinaba de dónde salían las carretadas de dinero para pagar esos gastos tan exagerados de campaña. Obviamente del erario público. Sería interesante saber si a lo largo de las siete décadas de la hegemonía priista alguien o alguna dependencia, Hacienda o Gobernación, no sé, llevó registro y cuenta, así haya sido en forma gruesa, de ese despiadado saqueo de las arcas públicas. Seguramente no. Y lo más probable es que tampoco ningún equipo de investigadores, así cuente con todas las herramientas para el caso y total acceso a la documentación, lo más probable es que no exista ya posibilidad de cuantificar, repito, así sea en forma gruesa, la dimensión de ese descomunal atraco a la nación. Pero el hecho de que no se pueda medir no significa en modo alguno que el grupo que lo realizó esté históricamente exonerado.

Un dato más, el tercero: vistas las circunstancias en que se realizaban las campañas presidenciales hasta hace un cuarto de siglo, ninguna duda había entonces, desde el inicio de éstas, acerca de cuál sería el resultado de la elección. Ahora, a contrapelo de lo que señalaron las encuestas a lo largo del proceso, quiérase o no la expectativa sobre el ganador se mantuvo hasta el final.


Por requerimientos de entrega del texto, el presente artículo fue elaborado la víspera de las elecciones mexicanas 2018, las más extensas y complejas en la historia del país. Como desde luego incluyó la de presidente de la República, estimo que bien vale la pena hacer algunas consideraciones, así sea a posteriori, en torno a los comicios presidenciales mexicanos, no sólo para establecer contrastes con lo sucedido en esta ocasión sino para que nunca se aleje de la memoria colectiva lo que antaño acontecía.

Tres características tenían las elecciones presidenciales de antaño. Quizá la más relevante hace cuatro y más décadas era que un candidato recorría el país sintiéndose no propiamente aspirante a la silla presidencial sino ya presidente de hecho. Se percibía también, o al menos así lo comentaban los enterados de entonces, que el candidato oficialista, a pesar de saber perfectamente que debía por entero su designación al Presidente que iba de salida, empezaba a tomar distancia de él.

No se trataba propiamente de una ruptura, y menos aún de un rompimiento traumático entre el presidente saliente y el presidente entrante, no, en modo alguno, sino del nacimiento de un nuevo sol y el natural ocultamiento del que estaba próximo a apagarse. Era el dato fundamental del sistema político imperante, que exigía un Ejecutivo avasallador y todopoderoso. Lo cual no se presentaba de una noche para la mañana del día siguiente, sino que tenía pautado un ritual. Según éste, un cierto distanciamiento, a veces aparente, era como el punto de partida del ciclo sexenal que rigió durante siete décadas.

El dato quizás más sobresaliente de las campañas electorales de entonces, en particular la del candidato presidencial oficialista, fue siempre el brutal y a la vez innecesario derroche de recursos. La actual generación y quizá también la que inmediatamente le antecede, no tienen ni remotamente idea de lo que era, cada seis años, ese insultante dispendio en gastos de campaña de todo tipo (propaganda y difusión, regalos, convites, viajes, acarreos, comilonas, y todo en grado superlativo).

Todo el mundo sabía o al menos adivinaba de dónde salían las carretadas de dinero para pagar esos gastos tan exagerados de campaña. Obviamente del erario público. Sería interesante saber si a lo largo de las siete décadas de la hegemonía priista alguien o alguna dependencia, Hacienda o Gobernación, no sé, llevó registro y cuenta, así haya sido en forma gruesa, de ese despiadado saqueo de las arcas públicas. Seguramente no. Y lo más probable es que tampoco ningún equipo de investigadores, así cuente con todas las herramientas para el caso y total acceso a la documentación, lo más probable es que no exista ya posibilidad de cuantificar, repito, así sea en forma gruesa, la dimensión de ese descomunal atraco a la nación. Pero el hecho de que no se pueda medir no significa en modo alguno que el grupo que lo realizó esté históricamente exonerado.

Un dato más, el tercero: vistas las circunstancias en que se realizaban las campañas presidenciales hasta hace un cuarto de siglo, ninguna duda había entonces, desde el inicio de éstas, acerca de cuál sería el resultado de la elección. Ahora, a contrapelo de lo que señalaron las encuestas a lo largo del proceso, quiérase o no la expectativa sobre el ganador se mantuvo hasta el final.