/ jueves 6 de junio de 2019

Trump, el irresponsable

El plan de Donald Trump para imponer aranceles a las exportaciones mexicanas salvo que nuestro vecino haga algo —no ha especificado qué— para detener el flujo de refugiados es casi seguramente ilegal: las leyes del comercio estadounidenses les otorgan discrecionalidad a los presidentes para imponer aranceles por varias razones, pero detener la inmigración no es una de ellas.

Además, es una violación evidente a los acuerdos internacionales estadounidenses y reducirá la calidad de vida de muchos estadounidenses, destruirá muchos empleos en la industria manufacturera de EU y dañará a los agricultores.

Pero vamos a dejar todo eso de lado y a hablar de lo realmente malo.

Trump dice que “ARANCEL es una palabra realmente hermosa”, pero la historia real de los aranceles estadounidenses no es bonita. No sólo porque los aranceles, sin importar lo que el “tuitero en jefe” diga, son, en la práctica, impuestos para los estadounidenses, no para los extranjeros. De hecho, ahora lo más seguro es que los aranceles de Trump acaben con cualesquier exención que los estadounidenses de la clase media obtuvieron del recorte fiscal de 2017.

El hecho más importante es que hasta la década de 1930, la política arancelaria fue un sumidero de corrupción y política de intereses especiales. Uno de los principales objetivos de la Ley de acuerdos comerciales recíprocos de 1934, que acabó convirtiéndose en la base del sistema de comercio mundial existente, fue drenar ese pantano específico al eliminar la naturaleza caprichosa de la política arancelaria anterior.

Las acciones erráticas de Trump en lo que respecta al comercio, libres de lo que solíamos pensar eran las normas jurídicas, han revivido esa naturaleza caprichosa, y la antigua corrupción —si no es que ya está ocurriendo— no tardará en llegar.

Además de eso, la política arancelaria está estrechamente vinculada con la función de Estados Unidos como superpotencia mundial. La expectativa de que Estados Unidos es confiable y responsable (que honrará los acuerdos que celebre y, en términos más generales, que hará sus políticas teniendo en cuenta los efectos de sus acciones en el resto del mundo) es fundamental para esa función.

Trump está echando todo eso por la borda. Sus aranceles a México violan tanto el TLCAN, que se suponía garantizaba el libre tránsito de productos en América del Norte, como nuestras obligaciones para con la Organización Mundial del Comercio que, al igual que el derecho estadounidense, permite que se impongan nuevos aranceles sólo bajo ciertas condiciones específicas. Entonces, Estados Unidos se ha convertido en un actor sin ley en los mercados internacionales, un Estado rebelde, debido a sus políticas arancelarias.

Pero hay más. Con el uso de los aranceles como cachiporra contra todo aquello que no le gusta, Trump está regresando a Estados Unidos al tipo de irresponsabilidad que exhibió después de la Primera Guerra Mundial: una irresponsabilidad que, aunque evidentemente no fue la única ni incluso la principal causa de la Gran Depresión, el ascenso del fascismo y la consecuente Segunda Guerra Mundial, ayudó a crear el entorno para estos desastres.

El plan de Donald Trump para imponer aranceles a las exportaciones mexicanas salvo que nuestro vecino haga algo —no ha especificado qué— para detener el flujo de refugiados es casi seguramente ilegal: las leyes del comercio estadounidenses les otorgan discrecionalidad a los presidentes para imponer aranceles por varias razones, pero detener la inmigración no es una de ellas.

Además, es una violación evidente a los acuerdos internacionales estadounidenses y reducirá la calidad de vida de muchos estadounidenses, destruirá muchos empleos en la industria manufacturera de EU y dañará a los agricultores.

Pero vamos a dejar todo eso de lado y a hablar de lo realmente malo.

Trump dice que “ARANCEL es una palabra realmente hermosa”, pero la historia real de los aranceles estadounidenses no es bonita. No sólo porque los aranceles, sin importar lo que el “tuitero en jefe” diga, son, en la práctica, impuestos para los estadounidenses, no para los extranjeros. De hecho, ahora lo más seguro es que los aranceles de Trump acaben con cualesquier exención que los estadounidenses de la clase media obtuvieron del recorte fiscal de 2017.

El hecho más importante es que hasta la década de 1930, la política arancelaria fue un sumidero de corrupción y política de intereses especiales. Uno de los principales objetivos de la Ley de acuerdos comerciales recíprocos de 1934, que acabó convirtiéndose en la base del sistema de comercio mundial existente, fue drenar ese pantano específico al eliminar la naturaleza caprichosa de la política arancelaria anterior.

Las acciones erráticas de Trump en lo que respecta al comercio, libres de lo que solíamos pensar eran las normas jurídicas, han revivido esa naturaleza caprichosa, y la antigua corrupción —si no es que ya está ocurriendo— no tardará en llegar.

Además de eso, la política arancelaria está estrechamente vinculada con la función de Estados Unidos como superpotencia mundial. La expectativa de que Estados Unidos es confiable y responsable (que honrará los acuerdos que celebre y, en términos más generales, que hará sus políticas teniendo en cuenta los efectos de sus acciones en el resto del mundo) es fundamental para esa función.

Trump está echando todo eso por la borda. Sus aranceles a México violan tanto el TLCAN, que se suponía garantizaba el libre tránsito de productos en América del Norte, como nuestras obligaciones para con la Organización Mundial del Comercio que, al igual que el derecho estadounidense, permite que se impongan nuevos aranceles sólo bajo ciertas condiciones específicas. Entonces, Estados Unidos se ha convertido en un actor sin ley en los mercados internacionales, un Estado rebelde, debido a sus políticas arancelarias.

Pero hay más. Con el uso de los aranceles como cachiporra contra todo aquello que no le gusta, Trump está regresando a Estados Unidos al tipo de irresponsabilidad que exhibió después de la Primera Guerra Mundial: una irresponsabilidad que, aunque evidentemente no fue la única ni incluso la principal causa de la Gran Depresión, el ascenso del fascismo y la consecuente Segunda Guerra Mundial, ayudó a crear el entorno para estos desastres.