/ martes 18 de septiembre de 2018

Una Corte inútil y peligrosa

Indigna la existencia de una institución internacional que pretende ser un tribunal del más alto rango y constituye una lamentable vergüenza al ser objeto del desprecio y la soberbia del poder estadounidense. Aludo a la Corte Penal Internacional (CPI), convertida en inofensivo espantajo al que los grandes poderes no solo no le temen, sino la usan como instrumento para intimidar a otros a sabiendas de que los crímenes de guerra que ellos cometan quedarán impunes.

John Bolton, asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos se mofó abiertamente de ella por la eventual investigación que la fiscalía de la CPI pretendía iniciar sobre la posible comisión de crímenes de guerra por parte de estadounidenses en Afganistán. Los Estados Unidos no han firmado el Estatuto de Roma que dio origen a dicho tribunal pero Afganistán sí es miembro y esa circunstancia podría dar pie a la indagatoria; pero la reacción del funcionario norteamericano fue furibunda y amenazó con prohibir la entrada a territorio de la Unión Americana a los jueces y fiscales de la referida Corte. Anunció que los fondos que estos tengan en el sistema financiero de EE.UU. serán intervenidos si se atreven a proceder contra algún estadounidense y en tal caso procesarán a tales funcionarios judiciales en el los tribunales penales estadounidenses. Denunció además, la indefinición de los delitos que persiguen “los burócratas de La Haya” y que sus acciones pueden constituir “un pretexto para investigaciones con motivaciones políticas”.

Pese a su cinismo, debe reconocerse que parcialmente le asiste la razón dado que varias tipificaciones son ambiguas y evidentemente propician investigaciones por motivos políticos. El Estatuto de Roma, por ejemplo, dejó indefinido un crimen como el de agresión, cuyas características se establecerían “una vez que se apruebe una disposición... en que se defina el crimen”, o sea que los Estados que se sometieron a la jurisdicción de la CPI, aceptaron que sus nacionales pudieran ser procesados por un delito que ni siquiera conocían.

La CPI es una institución carente de independencia, atributo esencial para cualquier juzgador. Su sujeción al Consejo de Seguridad de la ONU garantiza la impunidad de las grandes potencias que fungen en él como miembros permanentes. Baste decir que dicho Consejo está facultado para ordenar a la Corte que suspenda una investigación o un juicio que se encuentre efectuando. Otras deformaciones del Estatuto son: la ausencia de una referencia explícita para condenar por el uso de armas de destrucción masiva o la posibilidad de juzgar dos veces por el mismo delito. Por eso México nunca debió incorporarse a ese remedo de justicia que parece diseñado solo para castigar a supuestos infractores tercermundistas. Nuestro país resistió las presiones externas para suscribir el Estatuto que contiene disposiciones contrarias a nuestra Constitución, pero finalmente sucumbió e introdujo una monstruosa solución híbrida en el artículo 21 según la cual “El Ejecutivo Federal podrá, con la aprobación del Senado en cada caso, reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional”. Tal subterfugio es un gigantesco absurdo para hacer creer que la aceptación del sometimiento a la CPI puede hacerse caso por caso, posibilidad que no está contemplada en su Estatuto el cual señala además de manera expresa, que no se admiten reservas a lo que en él se dispone. La ingenuidad con la que se han conducido los firmantes genera el uso de la Corte para atizar rivalidades políticas. Un ejemplo es la intención de acusar ante ella a Felipe Calderón y a Enrique Peña por supuestos crímenes que pueda juzgar la Corte; imputación jurídicamente insostenible pues su estrategia anti crimen no fue adecuada, pero está muy lejos de constituir un delito.

La Corte pretende justificar su existencia persiguiendo a supuestos criminales de guerra que han cometido sus fechorías en países tercermundistas. Actualmente juzga a tres personajes africanos que han participado en luchas intestinas cuyo origen se liga a la colonización que sufrieron esos países. El Caso Ongwen es ilustrativo. En él se juzga a un individuo por actos de extrema crueldad en varios países africanos, cuya conducta plantea conflictos éticos dado que fue capturado por una organización guerrillera siendo niño y entrenado para convertirse en un desalmado agresor. Paradójicamente fue capturado con la intervención del Departamento de Estado de EE. UU. que ofreció una recompensa la cual luego no pagó. No se trata de justificar ningún acto criminal, pero el punto es que los graves delitos que debería juzgar la CPI, derivados de acciones realizadas al amparo de invasiones cometidas por las grandes potencias, están al margen de su conocimiento. Después de lo dicho por Bolton, debería iniciarse un movimiento para desmantelar ese aparato que, mientras no pueda juzgar a eventuales criminales de guerra de cualquier nacionalidad, no tiene razón de ser.

eduardoandrade1948@gmail.com


Indigna la existencia de una institución internacional que pretende ser un tribunal del más alto rango y constituye una lamentable vergüenza al ser objeto del desprecio y la soberbia del poder estadounidense. Aludo a la Corte Penal Internacional (CPI), convertida en inofensivo espantajo al que los grandes poderes no solo no le temen, sino la usan como instrumento para intimidar a otros a sabiendas de que los crímenes de guerra que ellos cometan quedarán impunes.

John Bolton, asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos se mofó abiertamente de ella por la eventual investigación que la fiscalía de la CPI pretendía iniciar sobre la posible comisión de crímenes de guerra por parte de estadounidenses en Afganistán. Los Estados Unidos no han firmado el Estatuto de Roma que dio origen a dicho tribunal pero Afganistán sí es miembro y esa circunstancia podría dar pie a la indagatoria; pero la reacción del funcionario norteamericano fue furibunda y amenazó con prohibir la entrada a territorio de la Unión Americana a los jueces y fiscales de la referida Corte. Anunció que los fondos que estos tengan en el sistema financiero de EE.UU. serán intervenidos si se atreven a proceder contra algún estadounidense y en tal caso procesarán a tales funcionarios judiciales en el los tribunales penales estadounidenses. Denunció además, la indefinición de los delitos que persiguen “los burócratas de La Haya” y que sus acciones pueden constituir “un pretexto para investigaciones con motivaciones políticas”.

Pese a su cinismo, debe reconocerse que parcialmente le asiste la razón dado que varias tipificaciones son ambiguas y evidentemente propician investigaciones por motivos políticos. El Estatuto de Roma, por ejemplo, dejó indefinido un crimen como el de agresión, cuyas características se establecerían “una vez que se apruebe una disposición... en que se defina el crimen”, o sea que los Estados que se sometieron a la jurisdicción de la CPI, aceptaron que sus nacionales pudieran ser procesados por un delito que ni siquiera conocían.

La CPI es una institución carente de independencia, atributo esencial para cualquier juzgador. Su sujeción al Consejo de Seguridad de la ONU garantiza la impunidad de las grandes potencias que fungen en él como miembros permanentes. Baste decir que dicho Consejo está facultado para ordenar a la Corte que suspenda una investigación o un juicio que se encuentre efectuando. Otras deformaciones del Estatuto son: la ausencia de una referencia explícita para condenar por el uso de armas de destrucción masiva o la posibilidad de juzgar dos veces por el mismo delito. Por eso México nunca debió incorporarse a ese remedo de justicia que parece diseñado solo para castigar a supuestos infractores tercermundistas. Nuestro país resistió las presiones externas para suscribir el Estatuto que contiene disposiciones contrarias a nuestra Constitución, pero finalmente sucumbió e introdujo una monstruosa solución híbrida en el artículo 21 según la cual “El Ejecutivo Federal podrá, con la aprobación del Senado en cada caso, reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional”. Tal subterfugio es un gigantesco absurdo para hacer creer que la aceptación del sometimiento a la CPI puede hacerse caso por caso, posibilidad que no está contemplada en su Estatuto el cual señala además de manera expresa, que no se admiten reservas a lo que en él se dispone. La ingenuidad con la que se han conducido los firmantes genera el uso de la Corte para atizar rivalidades políticas. Un ejemplo es la intención de acusar ante ella a Felipe Calderón y a Enrique Peña por supuestos crímenes que pueda juzgar la Corte; imputación jurídicamente insostenible pues su estrategia anti crimen no fue adecuada, pero está muy lejos de constituir un delito.

La Corte pretende justificar su existencia persiguiendo a supuestos criminales de guerra que han cometido sus fechorías en países tercermundistas. Actualmente juzga a tres personajes africanos que han participado en luchas intestinas cuyo origen se liga a la colonización que sufrieron esos países. El Caso Ongwen es ilustrativo. En él se juzga a un individuo por actos de extrema crueldad en varios países africanos, cuya conducta plantea conflictos éticos dado que fue capturado por una organización guerrillera siendo niño y entrenado para convertirse en un desalmado agresor. Paradójicamente fue capturado con la intervención del Departamento de Estado de EE. UU. que ofreció una recompensa la cual luego no pagó. No se trata de justificar ningún acto criminal, pero el punto es que los graves delitos que debería juzgar la CPI, derivados de acciones realizadas al amparo de invasiones cometidas por las grandes potencias, están al margen de su conocimiento. Después de lo dicho por Bolton, debería iniciarse un movimiento para desmantelar ese aparato que, mientras no pueda juzgar a eventuales criminales de guerra de cualquier nacionalidad, no tiene razón de ser.

eduardoandrade1948@gmail.com