/ miércoles 20 de abril de 2022

Vacunas urgentes contra la autorreclusión

“La excarcelación no es la libertad.

Se acaba el presidio, pero no la condena”.

Víctor Hugo


En diversas latitudes del planeta existe un cuestionamiento en torno a los efectos sociales provocados por la impositiva medida preventiva que obligó a la sociedad a recluirse por largos periodos de tiempo, por ser la única forma para evitar los contagios provocados por la Covid-19.

La entendible inquietud se presenta en el ámbito de lo social y, mucho más particularmente, en la esfera de la gobernanza, pues si bien es cierto que la calidad y forma de vida comunitaria es característica particular de cada estado nación y aun de cada región o ciudad, todo indica que el encierro obligatorio intrínsecamente constituyó una pérdida absoluta de la libertad individual y colectiva, y ello forzosamente ha impactado a la recuperación de la vida pospandémica.

Es evidente que en aquellas latitudes en donde el aislamiento se vivió en solitario o máximo junto a una o dos personas más, la medida provocó una depresión colectiva más aguda a los miembros de esas sociedades más susceptibles a esa “vida líquida” diseccionada por Zygmunt Bauman en las primeras décadas de esta nuestra era de egoísmo y desapego.

En tanto en aquellas sociedades en donde las condiciones económicas provocan severos hacinamientos familiares, las exacerbaciones de las violencias se han constituido en un proceso de polarización de los otrora sólidos núcleos patriarcales o matriarcales, según sea el caso, donde los más afectados han resultado los menores de edad.

La urgencia de analizar y atender esos nocivos impactos, ha llevado a varias instituciones europeas a profundizar causas y efectos de las medidas obligadas para impedir la mortandad, las proyectadas por los responsables de la sanidad ante el desconocimiento del virulento comportamiento viral de la Covid 19 y sus distintas mutaciones.

Ni duda cabe de que en la Ciudad de México, donde se han dado condiciones mucho más favorables del retorno a la vida colectiva en el espacio público, hoy es necesario adentrarse en los nocivos efectos de esa “auto reclusión” que por varios meses y en dos ocasiones puntuales obligaron a las y los capitalinos a encerrarnos en nuestros hogares.

En el ámbito de la seguridad ciudadana existe una legítima ocupación y preocupación ante el incremento de delitos en contra de la integridad de niñas, niños, mujeres y hombres, ya que son acciones registradas fundamentalmente en los hogares y ejecutadas por familiares o personas conocidas por sus víctimas; este aumento genera la urgencia de atención integral de las causas y sus alarmantes efectos, toda vez que la integridad de las personas vulneradas en cualquier espacio, pero particularmente en el circulo familiar, provoca una destrucción intrínseca del más sagrado de los espacios concebidos por nuestra cultura ancestral: el hogar y su imaginario social.

Para todos los componentes étnicos de la cultura mexicana, desde tiempos remotos familia y hogar son sinónimo de protección y seguridad, y tal convicción se expresó en disposiciones constitucionales desde el momento mismo de declarar al domicilio particular como “santuario” impenetrable sin orden judicial, como bien lo expresara Morelos en los Sentimientos de la Nación.

Bajo esta simple premisa, hoy resulta imperativo generar el análisis y la ruta social que permita recuperar esos valores fundacionales de la República y, como bien se ha expresado en algunos círculos europeos, aplicar “las vacunas necesarias” para reconstruir el sentimiento de seguridad que el hogar y la familia deben producir en todo ser humano.

Para este fin la máxima del gran Víctor Hugo debe ser un faro que nos permita escenificar su profunda sabiduría, pues la excarcelación, es decir, la recuperación de la vida pública, si no se acompaña con medidas de reinserción comunitaria y atención a las causas, bien podría, simple y llanamente, prolongar aquel presidio impuesto por la Covid.

“La excarcelación no es la libertad.

Se acaba el presidio, pero no la condena”.

Víctor Hugo


En diversas latitudes del planeta existe un cuestionamiento en torno a los efectos sociales provocados por la impositiva medida preventiva que obligó a la sociedad a recluirse por largos periodos de tiempo, por ser la única forma para evitar los contagios provocados por la Covid-19.

La entendible inquietud se presenta en el ámbito de lo social y, mucho más particularmente, en la esfera de la gobernanza, pues si bien es cierto que la calidad y forma de vida comunitaria es característica particular de cada estado nación y aun de cada región o ciudad, todo indica que el encierro obligatorio intrínsecamente constituyó una pérdida absoluta de la libertad individual y colectiva, y ello forzosamente ha impactado a la recuperación de la vida pospandémica.

Es evidente que en aquellas latitudes en donde el aislamiento se vivió en solitario o máximo junto a una o dos personas más, la medida provocó una depresión colectiva más aguda a los miembros de esas sociedades más susceptibles a esa “vida líquida” diseccionada por Zygmunt Bauman en las primeras décadas de esta nuestra era de egoísmo y desapego.

En tanto en aquellas sociedades en donde las condiciones económicas provocan severos hacinamientos familiares, las exacerbaciones de las violencias se han constituido en un proceso de polarización de los otrora sólidos núcleos patriarcales o matriarcales, según sea el caso, donde los más afectados han resultado los menores de edad.

La urgencia de analizar y atender esos nocivos impactos, ha llevado a varias instituciones europeas a profundizar causas y efectos de las medidas obligadas para impedir la mortandad, las proyectadas por los responsables de la sanidad ante el desconocimiento del virulento comportamiento viral de la Covid 19 y sus distintas mutaciones.

Ni duda cabe de que en la Ciudad de México, donde se han dado condiciones mucho más favorables del retorno a la vida colectiva en el espacio público, hoy es necesario adentrarse en los nocivos efectos de esa “auto reclusión” que por varios meses y en dos ocasiones puntuales obligaron a las y los capitalinos a encerrarnos en nuestros hogares.

En el ámbito de la seguridad ciudadana existe una legítima ocupación y preocupación ante el incremento de delitos en contra de la integridad de niñas, niños, mujeres y hombres, ya que son acciones registradas fundamentalmente en los hogares y ejecutadas por familiares o personas conocidas por sus víctimas; este aumento genera la urgencia de atención integral de las causas y sus alarmantes efectos, toda vez que la integridad de las personas vulneradas en cualquier espacio, pero particularmente en el circulo familiar, provoca una destrucción intrínseca del más sagrado de los espacios concebidos por nuestra cultura ancestral: el hogar y su imaginario social.

Para todos los componentes étnicos de la cultura mexicana, desde tiempos remotos familia y hogar son sinónimo de protección y seguridad, y tal convicción se expresó en disposiciones constitucionales desde el momento mismo de declarar al domicilio particular como “santuario” impenetrable sin orden judicial, como bien lo expresara Morelos en los Sentimientos de la Nación.

Bajo esta simple premisa, hoy resulta imperativo generar el análisis y la ruta social que permita recuperar esos valores fundacionales de la República y, como bien se ha expresado en algunos círculos europeos, aplicar “las vacunas necesarias” para reconstruir el sentimiento de seguridad que el hogar y la familia deben producir en todo ser humano.

Para este fin la máxima del gran Víctor Hugo debe ser un faro que nos permita escenificar su profunda sabiduría, pues la excarcelación, es decir, la recuperación de la vida pública, si no se acompaña con medidas de reinserción comunitaria y atención a las causas, bien podría, simple y llanamente, prolongar aquel presidio impuesto por la Covid.