/ domingo 17 de noviembre de 2019

Víctor Hugo: el “hombre siglo” del XIX

Inmensos literatos los ha habido en número considerable a lo largo de la historia, pero de la talla de Víctor Hugo, muy pocos.

Lo paradójico es que, para dimensionarlo, nada mejor que recurrir a su propia visión sobre la existencia humana para ilustrarlo, pues de acuerdo con ella, corresponde a las grandes personalidades ser la encarnación del tiempo en el que transcurre su existencia. Así, cada época puede condensarse en una persona: “el hombre siglo” y él, Víctor Hugo, lo fue de su siglo, el siglo XIX. No solo porque amaba a su tiempo o porque su propia vida transcurrió a lo largo de dicha centuria de la que se sentía hijo, sino porque fue la inspiración del “gran siglo” que solo fue responsable “ante sí mismo” -al no tener sus poetas y escritores más “maestros ni modelos” que ellos- y encarnación plena del romanticismo decimonónico.

Sí, el “hombre océano”, como lo llamó Francia en 2002 al conmemorar el bicentenario de su nacimiento, cuya impronta dio sello a la cultura del siglo XIX, lo mismo inspirando su genio a compositores como Saint-Säens -quien le dedicó un himno-, que su arte poético a compositores como Liszt y el dramático a algunas de las más grandes óperas de su momento, como Ruy Blas de Marchetti, Lucrecia Borgia de Donizetti, Hernani y Rigoletto (El rey se divierte) de Verdi, Marie Tudor de Antonio Carlos Gomes, La Esmeralda de Louise Bertin, Angelo de Cui, Marion Delorme y La Gioconda de Ponchielli. Pero no era fortuito, todos ellos habían advertido que la pluma del francés originario de Bezancon era distinta, profunda y estrujante, producto -como habría dicho Baudelaire- de “uno de esos espíritus raros y provindenciales” que, de pronto, surgen de modo excepcional en la historia.

Sin embargo, su mayor legado, contra lo que podría suponerse, no es el que ofrendó al mundo del arte. Lo fue el haber sido un “tintero contra el cañón” -tal y como se autodenominó-, en la medida que se convirtió en un luchador comprometido, infatigable, que más allá de exhibir magistralmente la miseria que reinaba en su tiempo, enarboló de modo ejemplar una de las más grandes defensas de la libertad y la justicia en el mundo contemporáneo, superando con ello la talla de un Napoleón al que la ambición por el poder cegó, haciéndolo caer del pedestal en el que el Viejo Mundo había colocado. Por algo advertía: “todo espíritu lógico y coherente debe aspirar a una doble libertad: en el arte, en la sociedad”, y para lograrlo escribió y participó como pocos en esta gesta, al grado de haber decido autoexiliarse por más de dos décadas fuera de su Patria. Su compromiso ético y político estaba por encima de cualquier sumisión.

¿Dónde encontrar el origen de esta posición? Indiscutiblemente en su extrema sensibilidad, empatía y respeto por el otro. Bástenos la siguiente frase para comprenderlo: “en la Tierra no existen ni blancos ni negros, solo hay espíritus”. Sí, pero si lo afirmaba, es porque su respectivo espíritu era superior, y por ello al “sollozo trágico de la historia” anhelaba anteponer a la literatura: “Dante importa más que Carlomagno y Shakespeare importa más que Carlos V”, y toda la razón le asistía. Pero había algo más: el fundamento de su pensamiento, la esencia de su obrar, tenía un nombre: libertad.

De ahí que al incursionar en la política de su Nación, destacara como pocos por la tenaz contienda contra la discriminación racial, por su condena a la violencia en todas sus formas, por su combate para lograr el reconocimiento de los derechos de las mujeres (no olvidemos a su Etienette cuando dice: “hay tantos agobios… las mujeres no son siempre felices”), por su esfuerzo permanente en abolir la pena de muerte, por su anhelo a un derecho penal basado en la caridad y no “en la cólera”, por su defensa a los presos políticos, por su impulso en financiar a los artistas, teatros e instituciones de educación, por su proscripción al monopolio clerical educativo, por su ansia en elevar el espíritu humano a partir de la construcción, desde el arte y la libertad, de un nuevo pueblo. Pero era además un visionario que soñaba con una moneda europea y con la conformación de los Estados Unidos de Europa y del Mundo, solo que enfrentaba a un enemigo: la guerra.

Por eso el 20 de junio de 1867 escribió a Benito Juárez pidiendo perdonar la vida a Maximiliano: “Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte… Por encima de todos los códigos monárquicos de los que caen gotas de sangre, abra la ley de la luz. … El castigo, helo aquí, Maximiliano vivirá ‘por la gracia de la República’”, pero su fusilamiento había ya sucedido, reafirmando con ello, una vez más, su creencia en la historia como una “epopeya humana, áspera, inmensa, derruida”. No por algo al final de su vida será la redención humana el tema de su atención.

Hoy en día, dos siglos nos separan de Víctor Hugo, pero es un hecho que su trascendencia como “hombre siglo” está aún por ser descubierta.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009@BettyZanolli


Inmensos literatos los ha habido en número considerable a lo largo de la historia, pero de la talla de Víctor Hugo, muy pocos.

Lo paradójico es que, para dimensionarlo, nada mejor que recurrir a su propia visión sobre la existencia humana para ilustrarlo, pues de acuerdo con ella, corresponde a las grandes personalidades ser la encarnación del tiempo en el que transcurre su existencia. Así, cada época puede condensarse en una persona: “el hombre siglo” y él, Víctor Hugo, lo fue de su siglo, el siglo XIX. No solo porque amaba a su tiempo o porque su propia vida transcurrió a lo largo de dicha centuria de la que se sentía hijo, sino porque fue la inspiración del “gran siglo” que solo fue responsable “ante sí mismo” -al no tener sus poetas y escritores más “maestros ni modelos” que ellos- y encarnación plena del romanticismo decimonónico.

Sí, el “hombre océano”, como lo llamó Francia en 2002 al conmemorar el bicentenario de su nacimiento, cuya impronta dio sello a la cultura del siglo XIX, lo mismo inspirando su genio a compositores como Saint-Säens -quien le dedicó un himno-, que su arte poético a compositores como Liszt y el dramático a algunas de las más grandes óperas de su momento, como Ruy Blas de Marchetti, Lucrecia Borgia de Donizetti, Hernani y Rigoletto (El rey se divierte) de Verdi, Marie Tudor de Antonio Carlos Gomes, La Esmeralda de Louise Bertin, Angelo de Cui, Marion Delorme y La Gioconda de Ponchielli. Pero no era fortuito, todos ellos habían advertido que la pluma del francés originario de Bezancon era distinta, profunda y estrujante, producto -como habría dicho Baudelaire- de “uno de esos espíritus raros y provindenciales” que, de pronto, surgen de modo excepcional en la historia.

Sin embargo, su mayor legado, contra lo que podría suponerse, no es el que ofrendó al mundo del arte. Lo fue el haber sido un “tintero contra el cañón” -tal y como se autodenominó-, en la medida que se convirtió en un luchador comprometido, infatigable, que más allá de exhibir magistralmente la miseria que reinaba en su tiempo, enarboló de modo ejemplar una de las más grandes defensas de la libertad y la justicia en el mundo contemporáneo, superando con ello la talla de un Napoleón al que la ambición por el poder cegó, haciéndolo caer del pedestal en el que el Viejo Mundo había colocado. Por algo advertía: “todo espíritu lógico y coherente debe aspirar a una doble libertad: en el arte, en la sociedad”, y para lograrlo escribió y participó como pocos en esta gesta, al grado de haber decido autoexiliarse por más de dos décadas fuera de su Patria. Su compromiso ético y político estaba por encima de cualquier sumisión.

¿Dónde encontrar el origen de esta posición? Indiscutiblemente en su extrema sensibilidad, empatía y respeto por el otro. Bástenos la siguiente frase para comprenderlo: “en la Tierra no existen ni blancos ni negros, solo hay espíritus”. Sí, pero si lo afirmaba, es porque su respectivo espíritu era superior, y por ello al “sollozo trágico de la historia” anhelaba anteponer a la literatura: “Dante importa más que Carlomagno y Shakespeare importa más que Carlos V”, y toda la razón le asistía. Pero había algo más: el fundamento de su pensamiento, la esencia de su obrar, tenía un nombre: libertad.

De ahí que al incursionar en la política de su Nación, destacara como pocos por la tenaz contienda contra la discriminación racial, por su condena a la violencia en todas sus formas, por su combate para lograr el reconocimiento de los derechos de las mujeres (no olvidemos a su Etienette cuando dice: “hay tantos agobios… las mujeres no son siempre felices”), por su esfuerzo permanente en abolir la pena de muerte, por su anhelo a un derecho penal basado en la caridad y no “en la cólera”, por su defensa a los presos políticos, por su impulso en financiar a los artistas, teatros e instituciones de educación, por su proscripción al monopolio clerical educativo, por su ansia en elevar el espíritu humano a partir de la construcción, desde el arte y la libertad, de un nuevo pueblo. Pero era además un visionario que soñaba con una moneda europea y con la conformación de los Estados Unidos de Europa y del Mundo, solo que enfrentaba a un enemigo: la guerra.

Por eso el 20 de junio de 1867 escribió a Benito Juárez pidiendo perdonar la vida a Maximiliano: “Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte… Por encima de todos los códigos monárquicos de los que caen gotas de sangre, abra la ley de la luz. … El castigo, helo aquí, Maximiliano vivirá ‘por la gracia de la República’”, pero su fusilamiento había ya sucedido, reafirmando con ello, una vez más, su creencia en la historia como una “epopeya humana, áspera, inmensa, derruida”. No por algo al final de su vida será la redención humana el tema de su atención.

Hoy en día, dos siglos nos separan de Víctor Hugo, pero es un hecho que su trascendencia como “hombre siglo” está aún por ser descubierta.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009@BettyZanolli