/ viernes 19 de octubre de 2018

Ciudad de México: ojerosa y pintada

Vernos al espejo no siempre es agradable, pero es lo que es. Como ocurrió, asimismo, con otra obra monumental: la película “Los olvidados” de Luis Buñuel

A la Ciudad de México hay que agarrarla por los cuernos y tratar de controlarla de manera vigorosa y, hasta si se quiere, con murmullos de cariño también, a riesgo de que nos embista y nos deje tirados por ahí, como chicle de menta; y que nos apretuje-nos estruje-nos llene de oprobios y coscorrones en la maceta…

La Ciudad de México es una urbe de contrastes en donde se resume la opulencia del país, sus altibajos clasemedieros, la pobreza como muestra de desajuste social y en donde ‘todos juntos comeremos chicharrón’.

En ella se convive a manera de muégano en apenas 1,485 kilómetros cuadrados a 2,250 metros de altura sobre el nivel del mar y en la que viven-crecen-aman-se pelean-se sonríen-se apapachan-se besan, sexan, se reproducen y se convierten en flor de cempaxúchitl unos 12 millones de habitantes y otros ocho que llegan cada día para trabajar y regresar cada tarde a la zona conurbada que ya no es el ombligo mexicano.

Así que aquí estamos, o como dijera Carlos Fuentes en “La región más transparente”: “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer” Y sí. Aquí nos tocó. En algunos casos por origen, y en otros porque la vida, esa azarosa; vida que nos trae y nos lleva y nos ubicó en donde podría encontrarse el vellocino de oro.

Ya se sabe que a partir de 1950 la migración del campo a la ciudad fue masiva. Fue cuando comenzó a desahuciarse el campo; cuando el bello paisaje de la campiña mexicana comenzó a ser más un infierno que la gloria de “Allá en el rancho grande”.

Por entonces comenzó a salir la gente de allá para llegar a la capital del país o de plano para irse mediante el Plan Bracero, a los Estados Unidos, tiempo aquel posterior a la Segunda Guerra Mundial cuando los gringos necesitaban urgentemente la mano de obra mexicana para la reconstrucción económica de EUA y no le hacían tanto el feo a los mexicanos.

De ahí en adelante la capital creció-creció-creció a raudales. Ni los oficios del Regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu contuvieron la llegada de tantos, al final de cuentas no había que hacerle el feo a nadie porque llegaban a un Distrito Federal, que es territorio de todos y para todos…

Pero, bueno, de ahí en adelante el DF, entonces, comenzó un auge económico de desarrollo, de trabajo, de productividad y en cierta forma una paz social, esa que hoy está muy en entredicho.

Pero la Ciudad de México da y quita, y con el diablo se desquita. Hubo expresiones que desde distintas disciplinas nos mostraban cómo se transformaba ese mundo urbano y la manera como se asumían esos cambios.

Por ejemplo, en la obra breve, pero monumental, de José Emilio Pacheco: “Las batallas en el desierto”, los personajes se debaten entre el mundo conocido y el que se presagia con la llegada de los capitales extranjeros. El cambio de piel entre aquella Ciudad de México casi doméstica para pasar a la de las inversiones de capital que arrasaron con la pequeñísima industria mexicana.

O la vida tan azarosa de los habitantes de esta capital en la obra de Carlos Fuentes: “La región más transparente” en la que la Ciudad de México es personaje y escenario; es voz y es espacio vital para que Ixca Cienfuegos termine por asumir que este es el lugar en el que habrá de vivir, a pesar de todos los pesares.

O la vida en la capital desde la perspectiva de un taxista nocturno que recorre los lugares más insospechados de una Ciudad de México a esas horas hechas de añicos y que se convierten en penumbra como también en temor: “En la noche salen a comer las ratas” diría un personaje en “Ojerosa y pintada” un libro de Agustín Yáñez que remite a “La suave patria”, el poema de Ramón López Velarde en el que hace elogio de la patria: “Sobre tu Capital, cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela…”. Ojerosa y pintada: ni más, ni menos.

Y es que la Ciudad de México es personaje entrañable y no deja de causar sorpresa y admiración por sus contrastes, algunos de ellos felices, como cuando Chava Flores dibuja en sus canciones ese “México Distrito Federal”… O el México amoroso y asimismo entrañable que dibujó Gabriel Vargas en su “Familia Burrón” y su vecindad solidaria entre las vecinas que son “pobres pero honradas”, dice ahí, como es que era...

Pero también hubo quien de forma casi sórdida y aparentemente irreal describió a un México amargo, triste, solitario y casi casi olvidado, el México de “Los hijos de Sánchez” obra de tono antropológico de Oscar Lewis que tantos dolores de cabeza causó a don Arnaldo Orfila por el sólo hecho de publicarlo en el Fondo de Cultura Económica de entonces:

“En la historia de México hay pocos libros que hayan creado verdadero escándalo. Este es uno de ellos (dice Claudio Lomnitz)... Es un libro tremendo. No hay otro que se le parezca”. El libro se publicó en 1964 la versión en español de esta historia y que un año después hizo que el editor jefe, Arnaldo Orfila, debiera salir de ahí ‘tras la demanda judicial que la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística entabló en su contra y la del autor por considerar al volumen “obsceno, difamatorio, subversivo y antirrevolucionario”.

Estuvo mal aquello, porque mostraba un talante necio, oscurantista y de un nacionalismo mal entendido. Vernos al espejo no siempre es agradable, pero es lo que es. Como ocurrió, asimismo, con otra obra monumental: la película “Los olvidados” de Luis Buñuel.

Una obra maestra, hoy patrimonio de la humanidad, según la UNESCO y en la que expone el terrible ambiente de un barrio mexicano en los cincuenta. Un mundo que parece el infierno de Dante, pero que es parte de la realidad que se vivía en la capital del país, como hoy mismo se vive en muchos de los barrios mexicanos de lucha cotidiana, de carencias, de memoria sin olvido.

La película se estrenó en México el 9 de diciembre de 1950. Quienes la vieron no daban crédito a ese mundo sórdido y de violencia infantil y juvenil que parecía distante, pero que era parte del mundo propio. Y en esto radicaba la indignación: reconocer los defectos nunca ha sido popular entre la tropa de Adelita. Saberse con llagas en el cuerpo social es mostrar debilidad.

“La película de Luis Buñuel fue rechazada, en un principio, en Ciudad de México y no alcanzó a estar más de tres días en cartelera, relata Enrique Posada, seguramente por mostrar una visión descarnada de las zonas pobres de la gran urbe mexicana, en la cual es palpable que cada día suceden eventos verdaderos ante los cuales nada importante hace la sociedad organizada, entre otras cosas, porque no existe conciencia real de tales cosas, sino un especie de olvido existencial.

La película fue un fracaso en México a su estreno. Pero ganó la gran Palma de Oro en Cannes ese año y se convirtió ipso facto, en una película de culto. En ella, “el espectador puede superar la evidente tragedia que lo golpea y lo cuestiona por ser parte de esa sociedad que olvida, y aproximarse a la obra de arte…”

Una de las cien mejores películas del cine mexicano es “Distinto Amanecer” en la que el personaje central es la Ciudad de México de 1943. Como pocas veces el retrato de una época está ahí, en la fitografía de Gabriel Figueroa que nos expone a un México al mismo tiempo cotidiano como sórdido o expectante…

“Distinto Amanecer” fue dirigida por Julio Bracho y basada en una obra del exiliado español Max Aub y con diálogos de Xavier Villaurrutia. Digamos que es una especie de thriller que por entonces se escapó de los estereotipos del cine ranchero mexicano. Y eso: “La gran protagonista de esta cinta es la ciudad -la metrópolis en que se estaba convirtiendo la capital mexicana- con sus ambientes sórdidos y personajes corruptos. Si la ciudad de México se estaba volviendo un sitio cosmopolita, el cine que se producía en ella reflejaba esta transformación.’

En adelante ya la capital no se vería con complacencias. Ocurrió en “Los Caifanes”, una película en la que la Ciudad de México es personaje: en su modernismo, en sus contrastes de clase, pero también en la aceptación que podría generarse a partir del conocimiento de unos y otros.

La modosita Julissa y el antipático –en la película- Enrique Álvarez Félix, contrastan con “Los Caifanes” un grupo de proletas que llegan a la capital para pasar una noche de desmadre, de antros, de locura y de identidad consigo y con la ‘entrona’ muchacha de clase alta. La ciudad de México que se ve ahí es alucinante, de locura, que recuerda a “Roma” de Fellini, en sus colores extremos, imágenes al mismo tiempo estéticas como terroríficas… En lugares que van del Paseo de la Reforma a los cabarets de mala muerte: todo ahí: y todo en un espacio vital capitalino.

Y mucho más: la Ciudad de México es eso: “es cenzontle que busca en donde hacer nido”… Porque esta capital nos ha recibido a todos y todos la hemos transformado en lo que es: al mismo tiempo de locura y violencia, como nuestro santuario querido; al mismo tiempo amada y adorada, como también agria y difícil, no por ella, si por quienes la hemos transformado.

Más, mucho más se ha dicho de la capital de México. Jack Kerouac alucinado hace su “Mexico city blues” y “En el camino” mucho le debe a México. Como “Bajo el volcán” de Lowry, o “La serpiente emplumada” de DH Lawrence y… tanto más.

Llegaron luego los muchachos de la onda para describirla y más tarde Roberto Bolaño y “Los detectives salvajes”. Pero esto es interminable. Falta mucho ‘y es mucho el amor y tan corto el espacio…’

En todo caso, falta describir la vida cotidiana, la vida de quienes salen cada día y abordan el transporte público para llegar al destino diario y terminar cada noche, sentados a la orilla de la cama, para recapitular el día a día en una ciudad que es “rehilete que engaña la vista al girar…”


jhsantiago@prodigy.net.mx

A la Ciudad de México hay que agarrarla por los cuernos y tratar de controlarla de manera vigorosa y, hasta si se quiere, con murmullos de cariño también, a riesgo de que nos embista y nos deje tirados por ahí, como chicle de menta; y que nos apretuje-nos estruje-nos llene de oprobios y coscorrones en la maceta…

La Ciudad de México es una urbe de contrastes en donde se resume la opulencia del país, sus altibajos clasemedieros, la pobreza como muestra de desajuste social y en donde ‘todos juntos comeremos chicharrón’.

En ella se convive a manera de muégano en apenas 1,485 kilómetros cuadrados a 2,250 metros de altura sobre el nivel del mar y en la que viven-crecen-aman-se pelean-se sonríen-se apapachan-se besan, sexan, se reproducen y se convierten en flor de cempaxúchitl unos 12 millones de habitantes y otros ocho que llegan cada día para trabajar y regresar cada tarde a la zona conurbada que ya no es el ombligo mexicano.

Así que aquí estamos, o como dijera Carlos Fuentes en “La región más transparente”: “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer” Y sí. Aquí nos tocó. En algunos casos por origen, y en otros porque la vida, esa azarosa; vida que nos trae y nos lleva y nos ubicó en donde podría encontrarse el vellocino de oro.

Ya se sabe que a partir de 1950 la migración del campo a la ciudad fue masiva. Fue cuando comenzó a desahuciarse el campo; cuando el bello paisaje de la campiña mexicana comenzó a ser más un infierno que la gloria de “Allá en el rancho grande”.

Por entonces comenzó a salir la gente de allá para llegar a la capital del país o de plano para irse mediante el Plan Bracero, a los Estados Unidos, tiempo aquel posterior a la Segunda Guerra Mundial cuando los gringos necesitaban urgentemente la mano de obra mexicana para la reconstrucción económica de EUA y no le hacían tanto el feo a los mexicanos.

De ahí en adelante la capital creció-creció-creció a raudales. Ni los oficios del Regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu contuvieron la llegada de tantos, al final de cuentas no había que hacerle el feo a nadie porque llegaban a un Distrito Federal, que es territorio de todos y para todos…

Pero, bueno, de ahí en adelante el DF, entonces, comenzó un auge económico de desarrollo, de trabajo, de productividad y en cierta forma una paz social, esa que hoy está muy en entredicho.

Pero la Ciudad de México da y quita, y con el diablo se desquita. Hubo expresiones que desde distintas disciplinas nos mostraban cómo se transformaba ese mundo urbano y la manera como se asumían esos cambios.

Por ejemplo, en la obra breve, pero monumental, de José Emilio Pacheco: “Las batallas en el desierto”, los personajes se debaten entre el mundo conocido y el que se presagia con la llegada de los capitales extranjeros. El cambio de piel entre aquella Ciudad de México casi doméstica para pasar a la de las inversiones de capital que arrasaron con la pequeñísima industria mexicana.

O la vida tan azarosa de los habitantes de esta capital en la obra de Carlos Fuentes: “La región más transparente” en la que la Ciudad de México es personaje y escenario; es voz y es espacio vital para que Ixca Cienfuegos termine por asumir que este es el lugar en el que habrá de vivir, a pesar de todos los pesares.

O la vida en la capital desde la perspectiva de un taxista nocturno que recorre los lugares más insospechados de una Ciudad de México a esas horas hechas de añicos y que se convierten en penumbra como también en temor: “En la noche salen a comer las ratas” diría un personaje en “Ojerosa y pintada” un libro de Agustín Yáñez que remite a “La suave patria”, el poema de Ramón López Velarde en el que hace elogio de la patria: “Sobre tu Capital, cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela…”. Ojerosa y pintada: ni más, ni menos.

Y es que la Ciudad de México es personaje entrañable y no deja de causar sorpresa y admiración por sus contrastes, algunos de ellos felices, como cuando Chava Flores dibuja en sus canciones ese “México Distrito Federal”… O el México amoroso y asimismo entrañable que dibujó Gabriel Vargas en su “Familia Burrón” y su vecindad solidaria entre las vecinas que son “pobres pero honradas”, dice ahí, como es que era...

Pero también hubo quien de forma casi sórdida y aparentemente irreal describió a un México amargo, triste, solitario y casi casi olvidado, el México de “Los hijos de Sánchez” obra de tono antropológico de Oscar Lewis que tantos dolores de cabeza causó a don Arnaldo Orfila por el sólo hecho de publicarlo en el Fondo de Cultura Económica de entonces:

“En la historia de México hay pocos libros que hayan creado verdadero escándalo. Este es uno de ellos (dice Claudio Lomnitz)... Es un libro tremendo. No hay otro que se le parezca”. El libro se publicó en 1964 la versión en español de esta historia y que un año después hizo que el editor jefe, Arnaldo Orfila, debiera salir de ahí ‘tras la demanda judicial que la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística entabló en su contra y la del autor por considerar al volumen “obsceno, difamatorio, subversivo y antirrevolucionario”.

Estuvo mal aquello, porque mostraba un talante necio, oscurantista y de un nacionalismo mal entendido. Vernos al espejo no siempre es agradable, pero es lo que es. Como ocurrió, asimismo, con otra obra monumental: la película “Los olvidados” de Luis Buñuel.

Una obra maestra, hoy patrimonio de la humanidad, según la UNESCO y en la que expone el terrible ambiente de un barrio mexicano en los cincuenta. Un mundo que parece el infierno de Dante, pero que es parte de la realidad que se vivía en la capital del país, como hoy mismo se vive en muchos de los barrios mexicanos de lucha cotidiana, de carencias, de memoria sin olvido.

La película se estrenó en México el 9 de diciembre de 1950. Quienes la vieron no daban crédito a ese mundo sórdido y de violencia infantil y juvenil que parecía distante, pero que era parte del mundo propio. Y en esto radicaba la indignación: reconocer los defectos nunca ha sido popular entre la tropa de Adelita. Saberse con llagas en el cuerpo social es mostrar debilidad.

“La película de Luis Buñuel fue rechazada, en un principio, en Ciudad de México y no alcanzó a estar más de tres días en cartelera, relata Enrique Posada, seguramente por mostrar una visión descarnada de las zonas pobres de la gran urbe mexicana, en la cual es palpable que cada día suceden eventos verdaderos ante los cuales nada importante hace la sociedad organizada, entre otras cosas, porque no existe conciencia real de tales cosas, sino un especie de olvido existencial.

La película fue un fracaso en México a su estreno. Pero ganó la gran Palma de Oro en Cannes ese año y se convirtió ipso facto, en una película de culto. En ella, “el espectador puede superar la evidente tragedia que lo golpea y lo cuestiona por ser parte de esa sociedad que olvida, y aproximarse a la obra de arte…”

Una de las cien mejores películas del cine mexicano es “Distinto Amanecer” en la que el personaje central es la Ciudad de México de 1943. Como pocas veces el retrato de una época está ahí, en la fitografía de Gabriel Figueroa que nos expone a un México al mismo tiempo cotidiano como sórdido o expectante…

“Distinto Amanecer” fue dirigida por Julio Bracho y basada en una obra del exiliado español Max Aub y con diálogos de Xavier Villaurrutia. Digamos que es una especie de thriller que por entonces se escapó de los estereotipos del cine ranchero mexicano. Y eso: “La gran protagonista de esta cinta es la ciudad -la metrópolis en que se estaba convirtiendo la capital mexicana- con sus ambientes sórdidos y personajes corruptos. Si la ciudad de México se estaba volviendo un sitio cosmopolita, el cine que se producía en ella reflejaba esta transformación.’

En adelante ya la capital no se vería con complacencias. Ocurrió en “Los Caifanes”, una película en la que la Ciudad de México es personaje: en su modernismo, en sus contrastes de clase, pero también en la aceptación que podría generarse a partir del conocimiento de unos y otros.

La modosita Julissa y el antipático –en la película- Enrique Álvarez Félix, contrastan con “Los Caifanes” un grupo de proletas que llegan a la capital para pasar una noche de desmadre, de antros, de locura y de identidad consigo y con la ‘entrona’ muchacha de clase alta. La ciudad de México que se ve ahí es alucinante, de locura, que recuerda a “Roma” de Fellini, en sus colores extremos, imágenes al mismo tiempo estéticas como terroríficas… En lugares que van del Paseo de la Reforma a los cabarets de mala muerte: todo ahí: y todo en un espacio vital capitalino.

Y mucho más: la Ciudad de México es eso: “es cenzontle que busca en donde hacer nido”… Porque esta capital nos ha recibido a todos y todos la hemos transformado en lo que es: al mismo tiempo de locura y violencia, como nuestro santuario querido; al mismo tiempo amada y adorada, como también agria y difícil, no por ella, si por quienes la hemos transformado.

Más, mucho más se ha dicho de la capital de México. Jack Kerouac alucinado hace su “Mexico city blues” y “En el camino” mucho le debe a México. Como “Bajo el volcán” de Lowry, o “La serpiente emplumada” de DH Lawrence y… tanto más.

Llegaron luego los muchachos de la onda para describirla y más tarde Roberto Bolaño y “Los detectives salvajes”. Pero esto es interminable. Falta mucho ‘y es mucho el amor y tan corto el espacio…’

En todo caso, falta describir la vida cotidiana, la vida de quienes salen cada día y abordan el transporte público para llegar al destino diario y terminar cada noche, sentados a la orilla de la cama, para recapitular el día a día en una ciudad que es “rehilete que engaña la vista al girar…”


jhsantiago@prodigy.net.mx

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