/ domingo 8 de abril de 2018

La elección de un elefante

Asuntos Pendientes Antes de Morir

Iban y sus pasos no prometían andar de vuelta el reciente pero rudimentario cemento patinado de lluvia. Y eran todos los de ahí más siete que aguardaban febriles. Es decir, 120 en total. Al silencio lo adelantó Juan Corcobado, el sombrero chorreante y la mirada resuelta: “Que no sabemos qué y tenemos que saberlo ahora”.

Detrás suyo, largos los rostros, seis hombres se revolvieron en las sillas que ocupaban cuando una mano contuvo a un tiempo viento y enojo.

—¿Por qué nos has hecho venir, Corcobado?

—Tenemos la elección jodida.

—Otra vez esos cabrones...

—Esta vez no: está jodida... no sabemos quién ganó.

Y si el Hijo del viento —tal era el mote de Juan Corcobado— lo decía, no podía ser más que verdad. Todos callaron, es decir, los que en número sumaban 120 y que eran los 113 que al tañer las campanas tomaron la plaza y los siete que contaban papeletas pero que en realidad eran seis más Juan Corcobado.

—¿Cuántos somos? —preguntó Corcobado apretando un puño, respirando lento, mirando un triángulo de luz ambarina que sólo él podía mirar y que en nada estaba relacionado con aquellos días en que podía correr contra el viento que doblegaba a Santa María y enfrentar al sol sin cerrar los ojos.

—Ciento y veinte justos.

—Pues hay 60 votos a favor de Pedro Miguel Alarcón y 60 votos a favor de Pablo Medrano.

En un susurro, igual que en el horizonte se percibe el relámpago y solo un poco más tarde el trueno que lo acompaña, una palabra adquirió fuerza a medida que los labios aprendían a pronunciarla: fraude.

Juan Corcobado aún apretaba un puño pero había olvidado cuál. Miseria, lodo y piedras se arrojaban en la voz unísona de todos y llagaban una mano tendida. Lo desafiaban, como otrora él al viento y al sol, pero no era su autoridad la que estaba en entredicho sino su palabra. Porque Juan Corcobado, y lo sabe cualquiera que le haya conocido, nunca fue cacique ni caudillo sino apenas el hijo del viento. Eso debería bastar. Los seis que estaban sentados plantaron cara al temporal. Y de a poco llamaron a todos los 113 para que explicaran su voto. Si tú eres Dora Pescador, dinos por quién votaste; si tú Camilo Arriaga, haz lo propio; si tú Martín Andaluz, cuenta tu verdad... Al fin se llamaron a ellos mismos y el último en hablar fue Juan Corcobado. Entonces contaron las palabras, que deberían contar más que los votos, y en números ofrecieron la simetría de 120: 60 para Pedro Miguel Alarcón, 60 para Pablo Medrano.

—¿Qué hacemos, Corcobado?

La lluvia lo cegaba, el viento lo desobedecía. Aún miraba, sin embargo, el triángulo de luz ambarino que a media legua de distancia hería la noche. Levantó el brazo, el mismo que culminaba en un absceso de odio, y lentamente abrió su mano.

—Allá hay un campamento de gente ajena a este pueblo. Vayamos por alguien, por uno, y que sea él quien decida.

—Pues sí, Corcobado, pero ¿quién de ésos podrá ser verdaderamente justo?

Convirtió nuevamente su mano en un puño y cerró con fuerza los ojos para sacudirse los hileros de lluvia. En esa breve oscuridad se descubrió corriendo contra el viento, mirando al sol de frente, con apenas 18 años. Al abrir ojos y puño la respuesta se desprendió cual avellana del roble:

—El más viejo de todos.

Los seis nombraron una comisión de cinco que fueron restados de los 113. Si aprovechando esa ausencia hubiesen votado, Pablo Medrano habría sido elegido presidente municipal. Pero eran gente de honor hecha a imagen y semejanza de Juan Corcobado. Así que no podían hacer otra cosa más que esperar. Pasadas tres horas, aún sin amenaza del crepúsculo, los cinco volvieron y con ellos uno más.

—¡Pero qué carajos! —rugió Corcobado.

—No hay más carajo que éste, Corcobado, el de allá no es un campamento sino un circo. Cuando hemos preguntado por el más viejo nos han dicho que éste, que 90 años, que son muchos más de lo que puede vivir cualquiera. Moab, que así es su nombre, dicen es el más sabio de todos.

El silencio que siguió no fue otro que el de la aceptación: un elefante, Moab, decidiría quién habría de gobernar en Santa María.

—Que vengan Pedro Miguel y Pablo.

Vinieron y les hizo colocarse lejos el uno del otro, tanto como la anchura de la plaza lo permitió. Ahora los 113 eran 111, los seis seguían siendo seis y Juan Corcobado aún era el hijo del viento. En total 120. Y un elefante. Corcobado condujo a Moab al centro de la plaza, apretó nuevamente un puño sin saber a ciencia cierta cuál de los dos y se quitó el sombrero. Medrano y Alarcón lo imitaron.

—Decide pues, elefante viejo y sabio.

Le acarició la trompa antes de caminar de espaldas, de pedir a gritos a Alarcón y a Medrano que agitaran los sombreros, de cruzar las manos delante de su vientre, de postrar su mirada en el charco que le anegaba los pies. Moab agitó cabeza y trompa rítmicamente; era el suyo el comportamiento de una bestia en cautiverio. Pero eso lo ignoraban todos, incluso Juan Corcobado, que, habiendo cerrado los ojos, no pudo ver el relámpago que fragmentó las nubes y mucho menos la oscuridad que se le vino encima. Moab dobló la trompa, se puso de hinojos y recargó sus cuatro toneladas sobre el cuerpo de un hombre que tenía un puño cerrado y en el otro sostenía un sombrero.

En algún momento llegó el trueno y, con él, el barritar de un elefante. Los 111, los seis, Pedro Miguel y Pablo callaron. De uno a uno, fantasmales, formaron una fila y sufragaron de nuevo. Al rayar el alba en la mesa había 119 papeletas: las de los 111 que ya dormían, las de los seis que aún velaban, las de los dos que se estrechaban las manos: 59 tachadas a favor de Pablo Medrano y el resto para Pedro Miguel Alarcón.

Pero la lluvia, el viento y Moab habían desaparecido.


Asuntos Pendientes Antes de Morir

Iban y sus pasos no prometían andar de vuelta el reciente pero rudimentario cemento patinado de lluvia. Y eran todos los de ahí más siete que aguardaban febriles. Es decir, 120 en total. Al silencio lo adelantó Juan Corcobado, el sombrero chorreante y la mirada resuelta: “Que no sabemos qué y tenemos que saberlo ahora”.

Detrás suyo, largos los rostros, seis hombres se revolvieron en las sillas que ocupaban cuando una mano contuvo a un tiempo viento y enojo.

—¿Por qué nos has hecho venir, Corcobado?

—Tenemos la elección jodida.

—Otra vez esos cabrones...

—Esta vez no: está jodida... no sabemos quién ganó.

Y si el Hijo del viento —tal era el mote de Juan Corcobado— lo decía, no podía ser más que verdad. Todos callaron, es decir, los que en número sumaban 120 y que eran los 113 que al tañer las campanas tomaron la plaza y los siete que contaban papeletas pero que en realidad eran seis más Juan Corcobado.

—¿Cuántos somos? —preguntó Corcobado apretando un puño, respirando lento, mirando un triángulo de luz ambarina que sólo él podía mirar y que en nada estaba relacionado con aquellos días en que podía correr contra el viento que doblegaba a Santa María y enfrentar al sol sin cerrar los ojos.

—Ciento y veinte justos.

—Pues hay 60 votos a favor de Pedro Miguel Alarcón y 60 votos a favor de Pablo Medrano.

En un susurro, igual que en el horizonte se percibe el relámpago y solo un poco más tarde el trueno que lo acompaña, una palabra adquirió fuerza a medida que los labios aprendían a pronunciarla: fraude.

Juan Corcobado aún apretaba un puño pero había olvidado cuál. Miseria, lodo y piedras se arrojaban en la voz unísona de todos y llagaban una mano tendida. Lo desafiaban, como otrora él al viento y al sol, pero no era su autoridad la que estaba en entredicho sino su palabra. Porque Juan Corcobado, y lo sabe cualquiera que le haya conocido, nunca fue cacique ni caudillo sino apenas el hijo del viento. Eso debería bastar. Los seis que estaban sentados plantaron cara al temporal. Y de a poco llamaron a todos los 113 para que explicaran su voto. Si tú eres Dora Pescador, dinos por quién votaste; si tú Camilo Arriaga, haz lo propio; si tú Martín Andaluz, cuenta tu verdad... Al fin se llamaron a ellos mismos y el último en hablar fue Juan Corcobado. Entonces contaron las palabras, que deberían contar más que los votos, y en números ofrecieron la simetría de 120: 60 para Pedro Miguel Alarcón, 60 para Pablo Medrano.

—¿Qué hacemos, Corcobado?

La lluvia lo cegaba, el viento lo desobedecía. Aún miraba, sin embargo, el triángulo de luz ambarino que a media legua de distancia hería la noche. Levantó el brazo, el mismo que culminaba en un absceso de odio, y lentamente abrió su mano.

—Allá hay un campamento de gente ajena a este pueblo. Vayamos por alguien, por uno, y que sea él quien decida.

—Pues sí, Corcobado, pero ¿quién de ésos podrá ser verdaderamente justo?

Convirtió nuevamente su mano en un puño y cerró con fuerza los ojos para sacudirse los hileros de lluvia. En esa breve oscuridad se descubrió corriendo contra el viento, mirando al sol de frente, con apenas 18 años. Al abrir ojos y puño la respuesta se desprendió cual avellana del roble:

—El más viejo de todos.

Los seis nombraron una comisión de cinco que fueron restados de los 113. Si aprovechando esa ausencia hubiesen votado, Pablo Medrano habría sido elegido presidente municipal. Pero eran gente de honor hecha a imagen y semejanza de Juan Corcobado. Así que no podían hacer otra cosa más que esperar. Pasadas tres horas, aún sin amenaza del crepúsculo, los cinco volvieron y con ellos uno más.

—¡Pero qué carajos! —rugió Corcobado.

—No hay más carajo que éste, Corcobado, el de allá no es un campamento sino un circo. Cuando hemos preguntado por el más viejo nos han dicho que éste, que 90 años, que son muchos más de lo que puede vivir cualquiera. Moab, que así es su nombre, dicen es el más sabio de todos.

El silencio que siguió no fue otro que el de la aceptación: un elefante, Moab, decidiría quién habría de gobernar en Santa María.

—Que vengan Pedro Miguel y Pablo.

Vinieron y les hizo colocarse lejos el uno del otro, tanto como la anchura de la plaza lo permitió. Ahora los 113 eran 111, los seis seguían siendo seis y Juan Corcobado aún era el hijo del viento. En total 120. Y un elefante. Corcobado condujo a Moab al centro de la plaza, apretó nuevamente un puño sin saber a ciencia cierta cuál de los dos y se quitó el sombrero. Medrano y Alarcón lo imitaron.

—Decide pues, elefante viejo y sabio.

Le acarició la trompa antes de caminar de espaldas, de pedir a gritos a Alarcón y a Medrano que agitaran los sombreros, de cruzar las manos delante de su vientre, de postrar su mirada en el charco que le anegaba los pies. Moab agitó cabeza y trompa rítmicamente; era el suyo el comportamiento de una bestia en cautiverio. Pero eso lo ignoraban todos, incluso Juan Corcobado, que, habiendo cerrado los ojos, no pudo ver el relámpago que fragmentó las nubes y mucho menos la oscuridad que se le vino encima. Moab dobló la trompa, se puso de hinojos y recargó sus cuatro toneladas sobre el cuerpo de un hombre que tenía un puño cerrado y en el otro sostenía un sombrero.

En algún momento llegó el trueno y, con él, el barritar de un elefante. Los 111, los seis, Pedro Miguel y Pablo callaron. De uno a uno, fantasmales, formaron una fila y sufragaron de nuevo. Al rayar el alba en la mesa había 119 papeletas: las de los 111 que ya dormían, las de los seis que aún velaban, las de los dos que se estrechaban las manos: 59 tachadas a favor de Pablo Medrano y el resto para Pedro Miguel Alarcón.

Pero la lluvia, el viento y Moab habían desaparecido.


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