/ viernes 2 de julio de 2021

"García Márquez: Historia de un deicidio", fragmento del libro de Mario Vargas Llosa

Con autorización de Alfaguara, publicamos un fragmento de García Márquez: Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, en su edición conmemorativa

Publicado a comienzos de los setenta y desaparecido de las librerías desde hace muchos años, este ensayo, que en su rigen fue la tesis que le valió a Vargas Llosa en 1971 el título de doctor por la Universidad Complutense de Madrid, muestra la admiración el Nobel peruano por García Márquez y por su novela Cien años de soledad. En él se analiza en profundidad la obra del autor colombiano, compañero de Vargas Llosa en el boom.

Con autorización de Alfaguara, publicamos un fragmento de García Márquez: Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, en su edición conmemorativa.

I. La realidad como anécdota

El telegrafista y la niña bonita

Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.

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Luisa no fue indiferente con el joven telegrafista; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandaloso. Pese a la prohibición, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilina enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamento, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicidad de los telegrafistas locales, y que éstos, a la vez, transmitían mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilina consiguieron que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. Pero el empecinamiento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimiento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilina se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionados con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafista formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquilla, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.

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El esplendor bananero

Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (1899-1902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (19041910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Company sentó sus reales en la región y comenzó la explotación extensiva de las tierras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la United Fruit.1

Bodega de la United Fruit Company instalada en Ciénega, departamento de Magdalena, en Colombia.


A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginación popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos».2 La imaginación colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamente, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualidad, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperidad de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperidad, es decir, lo que entendían por prosperidad, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantaciones de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».3

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La huelga del año 28

La costa atlántica colombiana experimenta en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteamericano entra en el continente por doquier, sustituyendo en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistencia, establece una hegemonía económica, destruyendo en algunos casos al incipiente capitalismo local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándolo como aliado dependiente. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteamericana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesiones, repriman los conatos de sindicalización y los movimientos reivindicativos de los trabajadores, pasan casi inadvertidos para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotación imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz.

Raúl Eduardo Mahecha, Floro Piedrahíta, Julio Buriticá y Ricardo Elías López, del Partido Socialista Revolucionario, posan con la bandera de los tres ochos: 8 horas de trabajo, 8 horas de estudio y 8 horas de descanso.

En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajadores, se organizan los primeros partidos anarcosindicalistas, socialistas y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamericanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamente, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucionario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechores» a los huelguistas y autorizó al ejército a intervenir. La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarril de Ciénaga, donde los huelguistas fueron ametrallados. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.4 En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.5 La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron».6 La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.7

Líderes de la huelga durante la Masacre de las Bananeras. De izquierda a derecha: Pedro M. del Río, Bernardino Guerrero, Raúl Eduardo Mahecha, Nicanor Serrano y Erasmo Coronel.

Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaciones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonados, para la gente del lugar la alternativa fue muy pronto el exilio o la desocupación. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecían al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmente, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicciones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos...».8

A falta de algo mejor, Aracataca vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia. Casi toda la obra literaria de García Márquez está elaborada con esos materiales que fueron el alimento de su infancia. Aracataca vivía de recuerdos cuando él nació; sus ficciones vivirán de sus recuerdos de Aracataca.

La casa de los abuelos

En los alrededores del pueblo había una finca de banano que se llamaba Macondo.9 Éste será el nombre que dará más tarde a la imaginaria tierra cuya «historia» relata, de principio a fin, Cien años de soledad. Su niñez estuvo llena de curiosidades y de hechos insólitos; o, mejor dicho, de las experiencias de su niñez, son sobre todo las pintorescas las que registró con más fuerza su memoria. Pasó los primeros ocho años de vida con sus abuelos maternos y ellos han sido, afirma él con frecuencia, sus influencias más sólidas. Conoció a su madre cuando tenía cinco o seis años y para entonces ya habían nacido algunos de sus hermanos. A los lectores de Cien años de soledad les suele desconcertar el hecho de que los personajes tengan los mismos nombres; mi sorpresa no fue menor, hace unos años, al descubrir que uno de sus hermanos se llamaba también Gabriel. Él lo explica así: «Mira, lo que sucede es que yo era el mayor de doce hermanos y que me fui de la casa a los doce años y volví cuando estaba en la Universidad. Nació entonces mi hermano y mi madre decía: “Bueno, al primer Gabriel lo perdimos, pero yo quiero tener un Gabriel en casa...”».10

Los abuelos vivían en una casa asombrosa, llena de espíritus, que él dice haber utilizado como modelo de la casa del coronel de La hojarasca y que sirvió también, probablemente, de prototipo a las otras mansiones de su mundo narrativo: la casa de la Mamá Grande, la de los Asís y la de los Buendía. La primera novela que García Márquez intentó escribir se iba a llamar, precisamente, «La casa». Recuerda así el hogar de su infancia: «En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde, la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaciones en clave».11 «En esa casa había un cuarto desocupado en donde había muerto la tía Petra. Había un cuarto desocupado donde había muerto el tío Lázaro. Entonces, de noche, no se podía caminar en esa casa porque había más muertos que vivos. A mí me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tía Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en otro”. Yo me quedaba siempre sentado... En mi primera novela, La hojarasca, hay un personaje que es un niño de siete años que está, durante toda la novela, sentado en una sillita. Ahora yo me doy cuenta que ese niño era un poco yo, sentado en esa sillita, en una casa llena de miedos.»12

Los vivos de la familia eran tan extraordinarios como los muertos. La casa estaba siempre llena de huéspedes porque, además de amigos, se alojaban allí los hijos naturales de don Nicolás cuando estaban de paso por el pueblo. Eran hijos de la guerra, tenían todos la misma edad, y doña Tranquilina los recibía como a hijos propios. García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega».13 Y había además una tía dotada de cualidades sorprendentes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: “¿Por qué estás haciendo una mortaja?”. “Hijo, porque me voy a morir”, respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: “Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?”. Entonces ella la miró y dijo: “Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio”. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».14

La abuela era una mujer de unos cincuenta años, blanca, de ojos azules, todavía hermosa, crédula, y de sus labios García Márquez escuchó las leyendas, las fábulas, las prestigiosas mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región. A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus. Doña Tranquilina parece haber sido un caso ejemplar de la mater familias, esa matriarca medieval, emperadora del hogar, hacendosa y enérgica, prolífica, de temible sentido común, insobornable ante la adversidad, que organiza férreamente la numerosa vida familiar, a la que sirve de aglutinante y vértice, No sólo es una de las canteras literarias de García Márquez, sino también prototipo de una serie de personajes femeninos que reaparecen en sus libros. Doña Tranquilina murió ciega y loca, como Úrsula Iguarán de Buendía, en Sucre, cuando García Márquez estudiaba en Zipaquirá.15

Pero aún más decisivo fue para García Márquez su abuelo, «la figura más importante de mi vida», dice él.16 Don Nicolás Márquez era un sobreviviente de por lo menos dos guerras civiles, en las que había peleado siempre en el bando liberal. Las guerras civiles son un estigma en la vida republicana de todos los países latinoamericanos, su constante histórica mayor, junto con la dictadura militar, en el siglo xix. Pero tal vez en ninguno tuvieron estas guerras entre caudillos, regiones o partidos, la magnitud y las consecuencias que en Colombia. Descontando el alzamiento popular de los comuneros en el siglo XVII, y alborotos e incidentes de menor significación, Colombia vivió una relativa tranquilidad durante los siglos coloniales, en comparación con su historia republicana. La primera guerra civil tuvo lugar antes de que la independencia fuera una realidad: el combate entre las tropas federalistas del Congreso de Tunja y las centralistas de Antonio Nariño que vencieron a aquéllas el 9 de enero de 1813. Desde entonces hasta ahora, Colombia ha padecido cuando menos treinta revoluciones, en el sentido militar, no ideológico del término. La organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas. Sin embargo, es un hecho que ninguno de los levantamientos liberales consigue triunfar; a diferencia de lo que ocurrió en Venezuela, por ejemplo, en Colombia son la mentalidad y el programa político conservadores los que salen siempre triunfantes en los conflictos civiles. La guerra de los mil días se inició con una rebelión de los liberales contra el régimen gerontocrático de Manuel Sanclemente, conservador «nacionalista», quien fue depuesto al año siguiente (1900) por el conservador «histórico» José Manuel Marroquín. El régimen de Sanclemente, tiránico, corrupto y administrativamente desastroso, cesó el 31 de julio de 1900, pero durante el régimen de Marroquín los abusos e iniquidades continuaron. La guerra de los mil días constituyó una matanza sin precedentes —se calcula en cien mil los muertos— y dejó al país arrasado y pobre. Los rebeldes obtuvieron algunas victorias iniciales (Peralonso, Terán), pero luego los conservadores comenzaron a ganar terreno. La revolución había estallado en el departamento de Santander, pero pronto el régimen dominó las acciones en casi todo el país, salvo, precisamente, en la costa atlántica, y sobre todo en Panamá, que fue a lo largo de la guerra un bastión liberal. Cuando los rebeldes aceptaron la paz (en realidad, la rendición), el 21 de noviembre de 1902, todavía controlaban Panamá. La región donde se halla Aracataca vivió, pues, de cerca, la guerra de los mil días, en la que muchos habitantes participaron activamente, como el abuelo de García Márquez. Gracias a los recuerdos de este veterano, el nieto revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimientos de esta guerra, y ese material le serviría para elaborar, en la historia de Macondo, las treinta y dos guerras civiles que inicia y pierde el coronel Aureliano Buendía. El abuelo se pasó toda la vida esperando el «reconocimiento de servicios» como ex combatiente, que le correspondía, según él, por ley. Y a la muerte de don Nicolás, doña Tranquilina siguió esperando la quimérica pensión. García Márquez recuerda a su abuela, ya ciega, exclamando: «Espero que después de mi muerte, cobren la jubilación».

1 François Buy, La Colombie moderne, terre d’espérance, París, Centre d’Études Contemporaines, 1968, p. 46.

2 Ernesto Schoo, «Los viajes de Simbad García Márquez», en Primera Plana, Buenos Aires, año V, núm. 234, 20-26 de junio de 1967.

3 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina: diálogo, Lima, Carlos Milla Batres/Ediciones-UNI, 1968, p. 23.

4 Según Carlos H. Pareja «Los muertos fueron más de 800» y «los sobrevivientes fueron sometidos a consejos de guerra y condenados a largos años de prisión»: El Padre Camilo, el cura guerrillero, México, Editorial Nuestra América, 1968, p. 116.

5 La segunda edición de La casa grande, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1967, lleva una presentación de García Márquez.

6 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., pp. 23-24.

7 Las anécdotas de la pildorita azul y de los excusados portátiles figuran en Cien años de soledad, p. 255 (cito siempre la edición original). No es imposible que se trate de una inversión de los recuerdos: que GGM cite estos hechos porque aparecen en su novela y no que aparezcan en el libro porque ocurrieron en la realidad.

8 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 24.

9 Sobre la Aracataca actual, véase «Macondo a 100 años de soledad», artículo de Mariahé Pabón aparecido en El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 20 de abril de 1969, p. 4, en el que la autora describe el estado de ruindad y soledad totales en que se halla el lugar, los recuerdos de la familia de GGM que conserva la gente de Aracataca —la gran mansión del coronel Nicolás Márquez ha sido parcialmente devorada por el comején y las hormigas—, y los pocos restos de la época del esplendor. Una viejecita de noventa y pico de años, testigo de la matanza del año 28, aseguró a Mariahé Pabón que «después de la huelga, la gente se quedó como en el limbo» y que la huelga «fue cosa de cachacos y de comunistas». Sobre el origen del nombre Macondo la gente dio a la periodista versiones distintas: según unos «es un árbol que no sirve pa un carajo» y según otros «una milagrosa planta, que vierte una leche pegajosa, capaz de cicatrizar heridas». Todavía existe, con el nombre de Macondo, la vieja finca de donde GGM lo tomó. La popularidad de GGM ha llegado hasta el pueblo, y en un barcito de Aracataca Mariahé Pabón oyó cantar:

Fue en la tierra de Macondo donde nació Gabrielito todo el mundo lo conoce por el nombre de Gabito...

Véase también, sobre el mismo tema, el artículo de Germán Arciniegas, «La era de Macondo», en Imagen, núm. 67, Caracas, 15-28 de febrero de 1970, p. 24, y Jaime Mejía Duque, Mito y realidad en Gabriel García Márquez, Bogotá, Editorial La Oveja Negra, 1970, pp. 49-52. 10 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 21.

10 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 21.

11 Luis Harss, «Gabriel García Márquez o la cuerda floja», en Los nuestros, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, p. 392. García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 1-15.

12 García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 14-15.

13 La anécdota aparece en Cien años de soledad, p. 198.

14 García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 15-16.

15 Sobre los abuelos de GGM hay un interesante testimonio de Osvaldo Robles Cataño (artículo sobre Cien años de soledad aparecido en el diario El Informador, de Santa Marta, en 1968: el recorte que obtuve no conserva el mes ni el día), que los conoció. Sus datos confirman todo lo que GGM ha dicho de ellos en las entrevistas. Según Robles Cataño: «El abuelo del novelista había nacido en Riohacha y asistido a todas las batallas de las guerras civiles en la provincia de Padilla. Se estableció en “Cataca”, como lo hicieron varios de sus paisanos... porque era la época del oro verde... Y allí en Aracataca dejó la fama de la generosidad guajira, dejó hijos, nietos y biznietos... Don Nicolás era una estampa respetable. Nos parece recordarlo sentado en la puerta de su casa grande, bajo los almendros que hacían de centinelas a la entrada. Robusto, de panza crecida, cano el cabello, el rostro sonrosado y la sonrisa bonachona a flor de labio... El patio se adornaba con flores multicolores y con una verde grama donde pacían dos ovejos hermosos que estaban destinados para la cena de Navidad. Los corredores amplios, la cocina en movimiento...». Y sobre la abuela: «Y doña Tranquilina, aún con sus ojos sin cataratas, su cabello largo y blanco, su perfil aquilino, el rostro manso y las facciones finas, resguardadas por la mano abierta que se ponía sobre las cejas». Robles Cataño recuerda que, años después de la muerte de don Nicolás, volvió a Aracataca y se encontró con estas ruinas: «Doña Tranquilidad había quedado sola en aquella vieja casona, y sin la luz de sus ojos que las cataratas se la habían nublado. Los almendros de la puerta se habían carcomido por la embestida de las hormigas. El jardín estaba seco, sin flores, sin prados verdes y sin ovejos guajiros. La soledad había invadido aquella casa de madera donde antes se daban cita tantas personas, episodios y cosas». Si ésta es la impresión de desamparo y nostalgia que la visión de la casa en decadencia hizo en un extraño, es fácil imaginar lo que sentiría GGM al volver a verla, algunos años después (véase, en el cap. II, el apartado «La imagen clave»). La última vez que Robles Cataño vio a doña Tranquilina la encontró, ya ciega, «sentada en un mecedor de bejuco, con su espaldar alto de mimbre». «Me reconoció al presentármele. Y me habló de la casa solitaria con una gran nostalgia. Yo le pregunté entonces por el muerto que salía en la esquina frontera, donde la presencia de un párroco que la había arrendado logró espantar los duendes que la habitaban. Y ella se sonrió plácidamente, diciéndome que a mí esas pesadillas no se me olvidaban. Y así, con la risa contenida, mostrándome el solar del lado que ya sus ojos no alcanzaban a mirar, me dijo con picardía: “Ahí siempre silban. A cada rato lo siento”.»

16 Luis Harss, op. cit., p. 392.

Publicado a comienzos de los setenta y desaparecido de las librerías desde hace muchos años, este ensayo, que en su rigen fue la tesis que le valió a Vargas Llosa en 1971 el título de doctor por la Universidad Complutense de Madrid, muestra la admiración el Nobel peruano por García Márquez y por su novela Cien años de soledad. En él se analiza en profundidad la obra del autor colombiano, compañero de Vargas Llosa en el boom.

Con autorización de Alfaguara, publicamos un fragmento de García Márquez: Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, en su edición conmemorativa.

I. La realidad como anécdota

El telegrafista y la niña bonita

Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.

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Luisa no fue indiferente con el joven telegrafista; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandaloso. Pese a la prohibición, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilina enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamento, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicidad de los telegrafistas locales, y que éstos, a la vez, transmitían mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilina consiguieron que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. Pero el empecinamiento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimiento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilina se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionados con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafista formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquilla, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.

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El esplendor bananero

Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (1899-1902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (19041910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Company sentó sus reales en la región y comenzó la explotación extensiva de las tierras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la United Fruit.1

Bodega de la United Fruit Company instalada en Ciénega, departamento de Magdalena, en Colombia.


A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginación popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos».2 La imaginación colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamente, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualidad, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperidad de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperidad, es decir, lo que entendían por prosperidad, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantaciones de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».3

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La huelga del año 28

La costa atlántica colombiana experimenta en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteamericano entra en el continente por doquier, sustituyendo en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistencia, establece una hegemonía económica, destruyendo en algunos casos al incipiente capitalismo local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándolo como aliado dependiente. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteamericana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesiones, repriman los conatos de sindicalización y los movimientos reivindicativos de los trabajadores, pasan casi inadvertidos para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotación imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz.

Raúl Eduardo Mahecha, Floro Piedrahíta, Julio Buriticá y Ricardo Elías López, del Partido Socialista Revolucionario, posan con la bandera de los tres ochos: 8 horas de trabajo, 8 horas de estudio y 8 horas de descanso.

En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajadores, se organizan los primeros partidos anarcosindicalistas, socialistas y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamericanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamente, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucionario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechores» a los huelguistas y autorizó al ejército a intervenir. La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarril de Ciénaga, donde los huelguistas fueron ametrallados. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.4 En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.5 La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron».6 La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.7

Líderes de la huelga durante la Masacre de las Bananeras. De izquierda a derecha: Pedro M. del Río, Bernardino Guerrero, Raúl Eduardo Mahecha, Nicanor Serrano y Erasmo Coronel.

Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaciones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonados, para la gente del lugar la alternativa fue muy pronto el exilio o la desocupación. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecían al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmente, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicciones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos...».8

A falta de algo mejor, Aracataca vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia. Casi toda la obra literaria de García Márquez está elaborada con esos materiales que fueron el alimento de su infancia. Aracataca vivía de recuerdos cuando él nació; sus ficciones vivirán de sus recuerdos de Aracataca.

La casa de los abuelos

En los alrededores del pueblo había una finca de banano que se llamaba Macondo.9 Éste será el nombre que dará más tarde a la imaginaria tierra cuya «historia» relata, de principio a fin, Cien años de soledad. Su niñez estuvo llena de curiosidades y de hechos insólitos; o, mejor dicho, de las experiencias de su niñez, son sobre todo las pintorescas las que registró con más fuerza su memoria. Pasó los primeros ocho años de vida con sus abuelos maternos y ellos han sido, afirma él con frecuencia, sus influencias más sólidas. Conoció a su madre cuando tenía cinco o seis años y para entonces ya habían nacido algunos de sus hermanos. A los lectores de Cien años de soledad les suele desconcertar el hecho de que los personajes tengan los mismos nombres; mi sorpresa no fue menor, hace unos años, al descubrir que uno de sus hermanos se llamaba también Gabriel. Él lo explica así: «Mira, lo que sucede es que yo era el mayor de doce hermanos y que me fui de la casa a los doce años y volví cuando estaba en la Universidad. Nació entonces mi hermano y mi madre decía: “Bueno, al primer Gabriel lo perdimos, pero yo quiero tener un Gabriel en casa...”».10

Los abuelos vivían en una casa asombrosa, llena de espíritus, que él dice haber utilizado como modelo de la casa del coronel de La hojarasca y que sirvió también, probablemente, de prototipo a las otras mansiones de su mundo narrativo: la casa de la Mamá Grande, la de los Asís y la de los Buendía. La primera novela que García Márquez intentó escribir se iba a llamar, precisamente, «La casa». Recuerda así el hogar de su infancia: «En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde, la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaciones en clave».11 «En esa casa había un cuarto desocupado en donde había muerto la tía Petra. Había un cuarto desocupado donde había muerto el tío Lázaro. Entonces, de noche, no se podía caminar en esa casa porque había más muertos que vivos. A mí me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tía Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en otro”. Yo me quedaba siempre sentado... En mi primera novela, La hojarasca, hay un personaje que es un niño de siete años que está, durante toda la novela, sentado en una sillita. Ahora yo me doy cuenta que ese niño era un poco yo, sentado en esa sillita, en una casa llena de miedos.»12

Los vivos de la familia eran tan extraordinarios como los muertos. La casa estaba siempre llena de huéspedes porque, además de amigos, se alojaban allí los hijos naturales de don Nicolás cuando estaban de paso por el pueblo. Eran hijos de la guerra, tenían todos la misma edad, y doña Tranquilina los recibía como a hijos propios. García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega».13 Y había además una tía dotada de cualidades sorprendentes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: “¿Por qué estás haciendo una mortaja?”. “Hijo, porque me voy a morir”, respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: “Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?”. Entonces ella la miró y dijo: “Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio”. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».14

La abuela era una mujer de unos cincuenta años, blanca, de ojos azules, todavía hermosa, crédula, y de sus labios García Márquez escuchó las leyendas, las fábulas, las prestigiosas mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región. A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus. Doña Tranquilina parece haber sido un caso ejemplar de la mater familias, esa matriarca medieval, emperadora del hogar, hacendosa y enérgica, prolífica, de temible sentido común, insobornable ante la adversidad, que organiza férreamente la numerosa vida familiar, a la que sirve de aglutinante y vértice, No sólo es una de las canteras literarias de García Márquez, sino también prototipo de una serie de personajes femeninos que reaparecen en sus libros. Doña Tranquilina murió ciega y loca, como Úrsula Iguarán de Buendía, en Sucre, cuando García Márquez estudiaba en Zipaquirá.15

Pero aún más decisivo fue para García Márquez su abuelo, «la figura más importante de mi vida», dice él.16 Don Nicolás Márquez era un sobreviviente de por lo menos dos guerras civiles, en las que había peleado siempre en el bando liberal. Las guerras civiles son un estigma en la vida republicana de todos los países latinoamericanos, su constante histórica mayor, junto con la dictadura militar, en el siglo xix. Pero tal vez en ninguno tuvieron estas guerras entre caudillos, regiones o partidos, la magnitud y las consecuencias que en Colombia. Descontando el alzamiento popular de los comuneros en el siglo XVII, y alborotos e incidentes de menor significación, Colombia vivió una relativa tranquilidad durante los siglos coloniales, en comparación con su historia republicana. La primera guerra civil tuvo lugar antes de que la independencia fuera una realidad: el combate entre las tropas federalistas del Congreso de Tunja y las centralistas de Antonio Nariño que vencieron a aquéllas el 9 de enero de 1813. Desde entonces hasta ahora, Colombia ha padecido cuando menos treinta revoluciones, en el sentido militar, no ideológico del término. La organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas. Sin embargo, es un hecho que ninguno de los levantamientos liberales consigue triunfar; a diferencia de lo que ocurrió en Venezuela, por ejemplo, en Colombia son la mentalidad y el programa político conservadores los que salen siempre triunfantes en los conflictos civiles. La guerra de los mil días se inició con una rebelión de los liberales contra el régimen gerontocrático de Manuel Sanclemente, conservador «nacionalista», quien fue depuesto al año siguiente (1900) por el conservador «histórico» José Manuel Marroquín. El régimen de Sanclemente, tiránico, corrupto y administrativamente desastroso, cesó el 31 de julio de 1900, pero durante el régimen de Marroquín los abusos e iniquidades continuaron. La guerra de los mil días constituyó una matanza sin precedentes —se calcula en cien mil los muertos— y dejó al país arrasado y pobre. Los rebeldes obtuvieron algunas victorias iniciales (Peralonso, Terán), pero luego los conservadores comenzaron a ganar terreno. La revolución había estallado en el departamento de Santander, pero pronto el régimen dominó las acciones en casi todo el país, salvo, precisamente, en la costa atlántica, y sobre todo en Panamá, que fue a lo largo de la guerra un bastión liberal. Cuando los rebeldes aceptaron la paz (en realidad, la rendición), el 21 de noviembre de 1902, todavía controlaban Panamá. La región donde se halla Aracataca vivió, pues, de cerca, la guerra de los mil días, en la que muchos habitantes participaron activamente, como el abuelo de García Márquez. Gracias a los recuerdos de este veterano, el nieto revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimientos de esta guerra, y ese material le serviría para elaborar, en la historia de Macondo, las treinta y dos guerras civiles que inicia y pierde el coronel Aureliano Buendía. El abuelo se pasó toda la vida esperando el «reconocimiento de servicios» como ex combatiente, que le correspondía, según él, por ley. Y a la muerte de don Nicolás, doña Tranquilina siguió esperando la quimérica pensión. García Márquez recuerda a su abuela, ya ciega, exclamando: «Espero que después de mi muerte, cobren la jubilación».

1 François Buy, La Colombie moderne, terre d’espérance, París, Centre d’Études Contemporaines, 1968, p. 46.

2 Ernesto Schoo, «Los viajes de Simbad García Márquez», en Primera Plana, Buenos Aires, año V, núm. 234, 20-26 de junio de 1967.

3 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina: diálogo, Lima, Carlos Milla Batres/Ediciones-UNI, 1968, p. 23.

4 Según Carlos H. Pareja «Los muertos fueron más de 800» y «los sobrevivientes fueron sometidos a consejos de guerra y condenados a largos años de prisión»: El Padre Camilo, el cura guerrillero, México, Editorial Nuestra América, 1968, p. 116.

5 La segunda edición de La casa grande, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1967, lleva una presentación de García Márquez.

6 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., pp. 23-24.

7 Las anécdotas de la pildorita azul y de los excusados portátiles figuran en Cien años de soledad, p. 255 (cito siempre la edición original). No es imposible que se trate de una inversión de los recuerdos: que GGM cite estos hechos porque aparecen en su novela y no que aparezcan en el libro porque ocurrieron en la realidad.

8 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 24.

9 Sobre la Aracataca actual, véase «Macondo a 100 años de soledad», artículo de Mariahé Pabón aparecido en El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 20 de abril de 1969, p. 4, en el que la autora describe el estado de ruindad y soledad totales en que se halla el lugar, los recuerdos de la familia de GGM que conserva la gente de Aracataca —la gran mansión del coronel Nicolás Márquez ha sido parcialmente devorada por el comején y las hormigas—, y los pocos restos de la época del esplendor. Una viejecita de noventa y pico de años, testigo de la matanza del año 28, aseguró a Mariahé Pabón que «después de la huelga, la gente se quedó como en el limbo» y que la huelga «fue cosa de cachacos y de comunistas». Sobre el origen del nombre Macondo la gente dio a la periodista versiones distintas: según unos «es un árbol que no sirve pa un carajo» y según otros «una milagrosa planta, que vierte una leche pegajosa, capaz de cicatrizar heridas». Todavía existe, con el nombre de Macondo, la vieja finca de donde GGM lo tomó. La popularidad de GGM ha llegado hasta el pueblo, y en un barcito de Aracataca Mariahé Pabón oyó cantar:

Fue en la tierra de Macondo donde nació Gabrielito todo el mundo lo conoce por el nombre de Gabito...

Véase también, sobre el mismo tema, el artículo de Germán Arciniegas, «La era de Macondo», en Imagen, núm. 67, Caracas, 15-28 de febrero de 1970, p. 24, y Jaime Mejía Duque, Mito y realidad en Gabriel García Márquez, Bogotá, Editorial La Oveja Negra, 1970, pp. 49-52. 10 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 21.

10 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 21.

11 Luis Harss, «Gabriel García Márquez o la cuerda floja», en Los nuestros, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, p. 392. García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 1-15.

12 García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 14-15.

13 La anécdota aparece en Cien años de soledad, p. 198.

14 García Márquez y Vargas Llosa, op. cit., pp. 15-16.

15 Sobre los abuelos de GGM hay un interesante testimonio de Osvaldo Robles Cataño (artículo sobre Cien años de soledad aparecido en el diario El Informador, de Santa Marta, en 1968: el recorte que obtuve no conserva el mes ni el día), que los conoció. Sus datos confirman todo lo que GGM ha dicho de ellos en las entrevistas. Según Robles Cataño: «El abuelo del novelista había nacido en Riohacha y asistido a todas las batallas de las guerras civiles en la provincia de Padilla. Se estableció en “Cataca”, como lo hicieron varios de sus paisanos... porque era la época del oro verde... Y allí en Aracataca dejó la fama de la generosidad guajira, dejó hijos, nietos y biznietos... Don Nicolás era una estampa respetable. Nos parece recordarlo sentado en la puerta de su casa grande, bajo los almendros que hacían de centinelas a la entrada. Robusto, de panza crecida, cano el cabello, el rostro sonrosado y la sonrisa bonachona a flor de labio... El patio se adornaba con flores multicolores y con una verde grama donde pacían dos ovejos hermosos que estaban destinados para la cena de Navidad. Los corredores amplios, la cocina en movimiento...». Y sobre la abuela: «Y doña Tranquilina, aún con sus ojos sin cataratas, su cabello largo y blanco, su perfil aquilino, el rostro manso y las facciones finas, resguardadas por la mano abierta que se ponía sobre las cejas». Robles Cataño recuerda que, años después de la muerte de don Nicolás, volvió a Aracataca y se encontró con estas ruinas: «Doña Tranquilidad había quedado sola en aquella vieja casona, y sin la luz de sus ojos que las cataratas se la habían nublado. Los almendros de la puerta se habían carcomido por la embestida de las hormigas. El jardín estaba seco, sin flores, sin prados verdes y sin ovejos guajiros. La soledad había invadido aquella casa de madera donde antes se daban cita tantas personas, episodios y cosas». Si ésta es la impresión de desamparo y nostalgia que la visión de la casa en decadencia hizo en un extraño, es fácil imaginar lo que sentiría GGM al volver a verla, algunos años después (véase, en el cap. II, el apartado «La imagen clave»). La última vez que Robles Cataño vio a doña Tranquilina la encontró, ya ciega, «sentada en un mecedor de bejuco, con su espaldar alto de mimbre». «Me reconoció al presentármele. Y me habló de la casa solitaria con una gran nostalgia. Yo le pregunté entonces por el muerto que salía en la esquina frontera, donde la presencia de un párroco que la había arrendado logró espantar los duendes que la habitaban. Y ella se sonrió plácidamente, diciéndome que a mí esas pesadillas no se me olvidaban. Y así, con la risa contenida, mostrándome el solar del lado que ya sus ojos no alcanzaban a mirar, me dijo con picardía: “Ahí siempre silban. A cada rato lo siento”.»

16 Luis Harss, op. cit., p. 392.

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