/ sábado 20 de noviembre de 2021

Díaz y petróleo

Estamos acostumbrados a la historia oficial en la cual Madero derrocó a Díaz al levantar la Revolución Mexicana. El cuento de hadas termina ahora. Prepárense para la otra realidad

Dedicado a los difuntos de la explosión del pozo de Dos Bocas en 1808. Descansen en paz, empapados en petróleo.


Estamos acostumbrados a la historia oficial en la cual Francisco I. Madero (por sí mismo) derrocó a Díaz al levantar la Revolución Mexicana. El cuento de hadas termina ahora. Prepárense para la otra realidad.

Porfirio Díaz se afianzó en el poder desde 1877, y, como todos sabemos, se “apoltronó” en el cargo a lo largo de 30 interminables años en los que hubo una supuesta paz y progreso con él como “tirano”, “dictador” o “benefactor”, lo que se quiera decir. Todo marchaba relativamente bien para él hasta que una carambola iniciada al otro lado del océano vino a impactarlo.

—¿Señor presidente? —le anunciaron la llegada de un hombre proveniente de la Gran Bretaña: un lord de cabeza calva y bigotes, un magnate; un constructor de puentes, ciudades, puertos; un político del Parlamento Británico: un hombre del calibre del ingeniero Carlos Slim —ingeniero y empresario—.

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Su nombre era Weetman Pearson, Lord de Cowdray. ¿A qué venía?

Después de hablar con el británico, Díaz ya era socio (accionista) de Pearson en su empresa británica Samuel Pearson’s & Sons, y —más grave aún— México ya estaba “amarrado” con Inglaterra de una manera que nos llevaba directamente a una confrontación contra los Estados Unidos.

Este negocio con el inglés Cowdray fue lo que causó la debacle de Porfirio Díaz que los mexicanos llamamos Revolución Mexicana.

¿Cómo comenzó todo esto?

El 8 de marzo de 1908 —una mañana lluviosa, en el Palacio de Buckingham, Londres, dos años y medio antes del llamado a la revolución hecho por Francisco I. Madero—, un hombre canoso e hiperactivo de 67 años, el almirante John Arbuthnot Fisher, Lord of the Sea (Jefe del Mar), caminó frente al viejo rey Eduardo VII:

—¡Los alemanes están preparando la invasión de Inglaterra!

—No exageres.

—¡Tienen su flota en Kiel, Majestad! ¡Están programando invadir nuestra isla! ¡Somos su siguiente objetivo en su expansión! Ya vencieron a Austria y a Francia. ¡Seguimos nosotros! —y se le aproximó violentamente—. ¡No seremos nosotros los que veamos la extinción del Imperio británico! ¡Usted no lo permita! ¡Los alemanes están agrupando sus barcos en Kiel, ataquémoslos ahí, por sorpresa, sin declaración de guerra, como lo hicimos en Copenhague hace 100 años!

El rey se quedó mudo. Le tembló la cabeza. Empezó a negar.

—Eso sería… ¡una inmoralidad! ¡Yo no hago inmoralidades!

—¡La inmoralidad sería no proteger a nuestra isla! —y manoteó con sus guantes blancos—: ¡Necesitamos aquí un Pitt, un Bismarck, alguien con agallas que dé una orden como ésta!

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El rey se levantó:

—¡Almirante Fisher! ¡Le suplico que deje de sacudir su puño frente a mi cara! ¡Soy el rey de Inglaterra!

En esa reunión estaba también el hoy muy conocido Winston Churchill, de entonces 34 años, quien en ese momento era el subsecretario de Estado de las Colonias Británicas. Le dijo a Fisher:

—Almirante, es indudable que podríamos darles un porrazo a los alemanes en Kiel. Por el momento, tenemos más submarinos que ellos. Ellos sólo tienen terminados tres. Tenemos siete buques Dreadnought. Ha llegado la oportunidad.

El almirante Mahan les dijo a ambos:

—El 88% de las armas de Inglaterra están apuntadas hacia Alemania. Estamos listos.

Fisher le dijo al rey Eduardo:

—Si queremos sobrevivir como nación, si queremos que esta isla continúe existiendo y se evite esta invasión, todos los cañones de nuestros barcos, que son de calibre 13.5, tienen que subir a calibre 15, como los tiene Alemania. Y toda nuestra Marina debe dejar de operar con carbón; debemos cambiar a combustión de petróleo en nuestras naves, como ya la tienen los alemanes. ¡Cada navío alemán que utiliza petróleo en vez de carbón es cuatro nudos más veloz que los nuestros, por lo que pueden vencernos en un día! —y los miró fijamente—.

Caballeros —cerró los ojos—, lo único que detiene al Káiser alemán de invadirnos ahora mismo ¡es que está esperando a terminar su maldito canal en Kiel! ¡Con ese canal va a poder movilizar todos sus navíos desde el mar Báltico hasta el Mar del Norte, y entonces veremos el infierno! ¡Auguro desde este día que una vez terminado su canal de Kiel, iniciará la guerra contra nosotros, y eso será en octubre de 1914!

Todos permanecieron callados. El distinguido Churchill, de cabeza redonda como un huevo, se aproximó hacia Su Majestad:

—Es verdad —chirrió con su voz de resorte oxidado—. Para sacar de combate a la flota alemana necesitamos barcos que sean al menos cuatro nudos más rápidos que los de ellos. Eso es 25 nudos. No podemos obtener la propulsión requerida a menos que utilicemos combustible de petróleo, y desafortunadamente nuestro imperio no tiene ese valiosísimo recurso en ninguna de sus colonias.

El rey lo miró con desprecio.

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—Joven Churchill, el petróleo es una sustancia vulgar: ¡es una sustancia pegajosa y de muy mal olor! ¡Nuestros barcos se alimentarán con carbón, como lo han hecho hasta ahora, y nosotros somos la potencia mundial en producción de carbón! ¡Punto!

El aguerrido y canoso almirante John Fisher sujetó al rey por el brazo:

—¡Majestad! ¡Despierte! —y lo sacudió con gran fuerza—. ¡La edad del carbón se acabó! —y miró su reloj—. El mundo acaba de pasar a la edad del petróleo. Si no modificamos el sistema de combustión de nuestra flota, Inglaterra va a ser invadida por Alemania, y nuestra población va a ser esclavizada.

Churchill tomó a Fisher por el hombro:

—Señor Fisher, si no tenemos petróleo, tan vital que parece ser ahora, en ninguna de nuestras numerosas y, para estos fines, inservibles colonias, parece razonable que lo busquemos donde pueda encontrarse en cantidades suficientes y a un precio razonable, que pueda estar a nuestra disposición una vez iniciada la guerra contra Alemania. Eso es lo más estratégico para la Gran Bretaña: asegurar nuestra sobrevivencia futura y retardar lo más posible el estallido de la guerra. Toda aceleración en la acumulación de esa reserva del llamado petróleo aumentará directamente la seguridad de nuestra nación contra los riesgos de esta lucha contra Alemania.

El almirante Fisher salió del salón y se dirigió a su oficina.

—¡Al fin tenemos un Bismarck aquí!

Transformó su Comité de Combustible de Petróleo —creado en 1903— por un magno y poderoso proyecto llamado Royal Commission on Fuel and Engines (Comisión Real sobre Combustible y Máquinas). Su función sería enviar agentes encubiertos a diversas partes del mundo para buscar yacimientos de petróleo. Donde encontraran uno, Inglaterra tendría que poner una colonia e instalar su ejército; en otras palabras, apoderarse de ese territorio, invadirlo, conquistarlo.

Mientras tanto, en Alemania, el almirante Georg von Müller le susurró al temible Káiser Guillermo II, un hombre con un casco que tenía un pico de flecha apuntando hacia arriba:

—Alteza, debemos romper la dominación mundial de Inglaterra para liberar las posesiones coloniales extracontinentales necesarias para que los estados de Europa central también podamos expandirnos (en otras palabras, que Alemania también tuviera colonias en el mundo, igual que Inglaterra).

¡Nosotros también tenemos derecho a hacerlo! ¡Es la flota británica la que nos lo impide! —Müller era el jefe del Gabinete Naval del Káiser—. Esta guerra entre Alemania e Inglaterra es inevitable, ¡y ahora se verá cuál de los dos va a dominar! Guillermo II, que era de por sí un psicópata, lo miró sin parpadear. Respiró como un búfalo y gritó:

—¡Sólo cuando podamos sostener nuestro puño contra su cara (de Inglaterra), el león británico se retirará de los malditos mares y nos permitirá la expansión! ¡Alemania tendrá una flota superior a la británica y será mucho más poderosa! ¡La flota alemana barrerá del mundo a la británica! ¡Lo lograremos gracias al petróleo que estamos sacando de Persia (Irán)!

Ambos sonrieron orgullosos. Continuaron comiendo.

De vuelta en Inglaterra, mientras sus agentes ya estaban explorando y “mapeando” el mundo en busca de petróleo, Churchill tenía que presentarse ante los parlamentarios para darles explicaciones:

—Señor Churchill —le preguntó un congresista—, ¿el obsoleto crucero Latona será usado para pruebas con una máquina basada en petróleo de largas dimensiones y gran poder? —era míster Francis Bennett-Goldney. Churchill lo miró fijamente:

—No, señor. No existe esa intención. ¡Siguiente pregunta!

—Señor Churchill —le preguntó el honorable Charles Lyell—, ¿puede usted explicarnos de qué se trata el recién creado Comité de Combustible de Petróleo? ¿Será lo suficientemente amplio para cubrir la cuestión de la combustión interna para efectos de propulsión de nuestros barcos?

—La respuesta a su segunda pregunta es afirmativa. ¡Siguiente pregunta! —y señaló a otro congresista.

—Señor Churchill —le preguntó míster Charles Beresford—, ¿se están diseñando nuevos acorazados británicos para quemar exclusivamente combustible de petróleo?, y si es así, ¿nos va a indicar el número?

—Verá —le contestó Churchill—, tales preguntas sobre el diseño de acorazados nuevos o proyectados no están en armonía con el interés público, y debo pedirle a la Cámara que me apoye para negarme a responderlas.

—Mmm… ¿Se trata de un programa secreto, Lord Churchill? —le susurró Beresford a Goldney.

—Es tan secreto —le sonrió Churchill— que también me negaré a responderle esta pregunta. ¡Siguiente pregunta!

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Le entregaron un papelito a Churchill: “Nuestra búsqueda en Persia no está dando resultados. D’Arcy dice que no está encontrando petróleo y está pidiendo un nuevo préstamo de 177 000 libras que debe aportarle el Almirantazgo. ¡Este Parlamento de idiotas nunca nos va a aprobar un nuevo préstamo para sacar petróleo de Irán! Además, Rusia amenaza con iniciarnos una guerra si seguimos interviniendo ahí; dicen que no van a permitirnos quitarles Persia.”

Churchill cerró los ojos. Negó con la cabeza. Se le aproximó el canoso almirante Fisher, apodado “Jacky”. Le susurró:

—He apoyado a D’Arcy desde 1904, cuando me reuní con él en el spa. D’Arcy ya compró la mitad sur de Persia buscándonos petróleo. No ha encontrado nada que nos sea útil. Debemos buscar una nueva reserva.

La nueva reserva iba a ser… México…

Mientras este problema mundial crecía en Europa, al otro lado del planeta, en México, el gringo Henry Clay Pierce estaba a cargo de la “plaza”; es decir, del petróleo de México, como lacayo reticente del poderoso John D. Rockefeller.

Con suavidad se aceitó su grisáceo bigote. Entró a verlo sorpresivamente su abogado, su gánster, jefe de prensa y agente encubierto, Sherburne Gillette Hopkins —un agente del gobierno de los Estados Unidos y empleado de John D. Rockefeller. Le puso un papel sobre la mesa.

—¡Estamos en problemas! —le dijo al petrolero—. Tú creías que eras el jefe aquí en México, controlando la venta del 85% del queroseno que usan los mexicanos, con el petróleo crudo que traes de los tanques del señor Rockefeller, desde los Estados Unidos, y que refinas en tus plantas de Veracruz, Tampico y la ciudad de México. ¡Pues ahora hay un maldito británico que te va a quitar la plaza! ¡Nos van a quitar México! ¡Viene respaldado por la Corona!

Henry Clay Pierce parpadeó. Comenzó a levantarse.

—What…?

Era verdad. Weetman Pearson, también conocido como Lord Cowdray, ese británico que llegó a México desde 1889 y que construyó el Canal de Desagüe para el presidente Porfirio Díaz, se hizo su amigo y le construyó el Tren del Istmo de Tehuantepec. Desde 1901 los hombres de la comisión británica que creó el almirante John Arbuthnot Fisher en Londres —agentes del Almirantazgo Británico como Boverton Redwood— vinieron con él a México para buscar petróleo. Redwood trajo consigo a W. H. Dalton, un geólogo de la Corona británica y Redwood mismo trabajaba directamente para Weetman Pearson.

En noviembre de 1905 el presidente Díaz le prometió a Pearson, por medio de su escudero Body, que si su empresa británica lograba sacar petróleo del suelo mexicano, el gobierno impondría un impuesto contra el importado, es decir, el de los estadounidenses. Así comenzaría la dominación británica en el petróleo de México.

En 1906 Díaz le otorgó a Pearson y a Inglaterra una concesión secreta para que ellos tuvieran la exclusiva para perforar y explotar todo el territorio de Veracruz y del Istmo de Tehuantepec. El señor Rockefeller entonces se alarmó y ahora era Sherburne quien le reclamaba al mismo Pierce:

—¡¿Por qué no hiciste nada para impedirlo?! Henry Clay abrió los ojos, los cuales se sacudieron dentro de sus órbitas.

—Vaya, vaya… Weetman Pearson… —y miró por la ventana hacia la oficina del magnate británico, ingeniero de puertos, ubicada en la calle San Francisco (hoy Avenida Juárez). Le susurró a Hopkins—: No puede ser cierto esto. El presidente Porfirio Díaz no me haría algo así. ¡Sabe que sería el más grande insulto contra los Estados Unidos, y especialmente contra el señor Rockefeller! Sería un suicidio para Porfirio Díaz.

Hopkins suavemente le puso los papeles sobre el escritorio:

—Weetman le ofreció a Díaz ser su socio en la firma británica. ¡Porfirio Díaz es accionista en Samuel Pearson’s & Sons! ¡Su hija tiene acciones en la misma empresa, igual que la mitad de su maldito gabinete! ¡Todos están comprados por los británicos!

Henry Clay vio las copias de los documentos. Vio el nombre del accionista y directivo Guillermo de Landa y Escandón. Decía: “Recibió de Díaz el 5% de todo lo ganado por Weetman Pearson en el proyecto del Canal de Desagüe”.

—Esto es la guerra.

En Veracruz, en el pozo San Diego de la Mar 3 o Dos Bocas, al oeste de Tuxpan, Weetman Pearson, acompañado por su incondicional geólogo Boverton Redwood (agente de Fisher y de Churchill), por Body, por el ingeniero Carlos S. Ganahl, y por el técnico Godofredo Jeffrey, miró hacia la enorme torre de perforación. Les dijo:

—Amigos, hoy 4 de julio de 1908 estamos perforando a una profundidad de 1 800 pies, 610 metros —y pateó el piso—. Aquí abajo debe haber mucho petróleo —cerró los ojos. Recordó la carta que le había escrito a su esposa Annie apenas dos años antes de “meterle” 2.5 millones de libras al proyecto: “Si encontramos un yacimiento como el de Tulsa en nuestros terrenos en México, y estoy seguro de que lo encontraremos, será totalmente nuestro, en lugar de pertenecer a 8 000 o 10 000 personas como los campos de Oklahoma”. Recordó la bella sonrisa de Annie.

El torno comenzó a girar.

Todos esperaron, expectantes. Body le dijo a Lord Weetman:

—Los americanos te odian. Te consideran el invasor británico que viene a quitarles el petróleo de México. Edward Doheny y Henry Clay Pierce son peones de Rockefeller. Si este pozo da resultados, tú vas a ser la peor amenaza contra los Estados Unidos en este continente, y te van a sabotear en este pozo.

La tierra comenzó a rugir. Sintieron bajo sus pies un terremoto. Escucharon un ruido tan terrorífico como un relámpago venido desde abajo. A 20 metros de distancia estaba el cónsul de los Estados Unidos en Tampico, el cual observó las piezas de las grúas volando por los cielos, con chorros de petróleo. Todos comenzaron a mojarse.

—¡Corran! —les gritó Pearson. Se cubrieron la cabeza del oloroso líquido negro mientras escapaban del estallido. Escucharon la explosión—. ¡Se está incendiando!

Las llamas comenzaron a avanzar detrás de ellos, quemándoles las espaldas. —¡Dios mío! —se dijo Pearson, el fundador, junto con su esposa Annie, del actual hospital A. B. C. o American-British Cowdray Hospital, y del actual Pemex.

El cónsul estadounidense no pudo evitar voltear hacia atrás para ver el portento. Vio la enorme columna de petróleo subiendo hasta 284 metros, hacia las nubes, encendida como una antorcha titánica, que por el viento sacaba ráfagas hacia los lados. Plastas incendiadas comenzaron a caerles por los lados.

—¡Dios mío! ¡Corran! —les imploró el británico.

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A 10 kilómetros de distancia, el estadounidense Edward Doheny, fundador de la Huasteca Petroleum Company —tentáculo de la organización Rockefeller para la perforación de crudo en Tamaulipas—, se sonrió a sí mismo viendo la imagen de la flama que subía hasta 465 metros. Le dijo a su mujer: —Es gracioso. Este pozo de Dos Bocas deberíamos llamarlo “un pozo loco” —y cerró su periódico.

La explosión dejó un cráter de 100 metros. Murieron 280 personas. El gobierno de Porfirio Díaz tuvo que enviar 500 soldados para reconstruir la zona derruida y el pozo continuó ardiendo por dos meses, sin posibilidad de apagarlo, hasta que todo el yacimiento se quemó en el aire, 100 000 barriles por día (un total aproximado de 5 700 millones de barriles).

Lord Cowdray se sitió devastado. Se retorció dentro de sus sábanas. Le dijo a su esposa:

—Annie, no puedo evitar pensar en lo aventurero que soy en comparación con los hombres de antaño. Entré a la ligera en esta empresa.

—No te juzgues así, darling —y le acarició su cabeza pelona—. Todos cometen errores.

Weetman se sumió en su almohada:

—Sé que si mi empresa petrolera tuviera que desaparecer por completo, me quedaría lo suficiente para vivir tranquilamente. Sin embargo, hasta que sea un éxito comprobado, sigo nervioso.

La bella Annie le dijo:

—Lo que debes hacer es correr a ese inútil de Sir Thomas Boverton Redwood. Debes contratar a estadounidenses.

En los Estados Unidos, el secretario de Estado Philander Knox le dijo a su presidente, el gordo y bigotón William Howard Taft:

—Los inversionistas ya no quieren a Porfirio Díaz en México, quien además de todo nos está negando nuestro puerto en Bahía de Magdalena, y nos está estorbando para las negociaciones con Nicaragua.

El obeso mandatario yanqui se recargó en su sufrida silla. Gruñó:

—Iré a verlo en octubre. Lo haré entrar en razón —detrás de él estaban parados los hombres de John D. Rockefeller.

Pero no. No lo hizo entrar en razón. Porfirio Díaz salió sudando de su reunión con Taft del 17 de octubre de 1909, ocurrida en El Paso, Texas. Apenas un año y medio más tarde ya tenía una “revolución” en México. El 2 de mayo de 1911, también en El Paso, Texas, un hombre extraño se presentó ante el cachetón Gustavo Madero (hermano del “apóstol de la libertad” Francisco I. Madero, hijo del millonario latifundista mexicano Francisco Madero señor). El encuentro sucedió en un parque:

—Soy Troxel —dijo el individuo a Gustavo Madero—. Vengo en nombre de Standard Oil, del señor Rockefeller. Tengo para ustedes un millón de dólares para derrocar al gobierno de Porfirio Díaz.

—Aquí no —y miró a su alrededor.

Días atrás, el 24 de octubre de 1910, en un hotel de lujo en Washington, D. C., este mismo Gustavo Madero, con su cara rechoncha, vio ocurrir un suceso extraño: un acontecimiento de la historia de México que simplemente no ocurrió en México. Lo protagonizó él. Entraron a la habitación suntuosa las siguientes personas: el propio Gustavo Madero, su padre Francisco (Francisco Madero señor, competidor comercial de John D. Rockefeller), y un tercer invitado: el agente secreto del gobierno de los Estados Unidos en México, Cuba y Chile llamado “el agente estadounidense de las revoluciones latinoamericanas”, abogado de la petrolera Waters Pierce y de las empresas de John D. Rockefeller, Sherburne Gillette Hopkins.

El abogado Hopkins se sentó. Comenzó a escribir:

—Estoy listo para organizar el derrocamiento de Porfirio Díaz —y les sonrió a todos. El recibo de esta crucial transacción de intervención exterior llamada “Revolución Mexicana” lo conservó el político Vázquez Gómez y por eso llegó a nosotros y aparece en el libro Secreto 1910.

En enero, Sherburne le había presentado a Gustavo a quien se haría cargo de la artillería de la revolución contra Díaz: el canadiense A. H. Lewis:

—Él es experto —le dijo Sherburne—. Luchó en la guerra en Sudáfrica. También te ayudarán estos amigos míos: Ben Viljoen, general de los bóeres; Paul Mason, también de la guerra Boer, el joven Magee de Tennessee; Jim Harper, Johnny Greer. No tendrás problemas. Yo haré la publicidad de los rebeldes mexicanos ante el mundo.

Cinco meses después, el 6 de marzo de 1911, el nuevo embajador estadounidense para México, Henry Lane Wilson, amigo del millonario Guggenheim, le dijo al gordo presidente Taft en Washington:

—La situación es horrible. Debemos invadir México. ¡Ahora!

En ese momento, el inflado presidente William Howard Taft le sonrió a su secretario Charles:

—Mira… enviemos 20 000 soldados a la frontera con México para lo que se necesite… El presidente Díaz debe entender que ¡debe irse! Que se concentren en San Antonio, Texas. Enviemos también cuatro destructores a los puertos de México para que vea que vamos en serio.

En Sacramento, California, el general adjunto A. E. Forbes de la California National Guard recibió un telegrama: “Ponga en estado de alerta a todos los hombres que se tengan en la milicia estatal”. Lo cuestionó el reportero de Los Angeles Herald:

—General, ¿para qué le están pidiendo tantos soldados? ¿Vamos a invadir México…?

Perplejo, Forbes le respondió:

—¡No tengo absolutamente ninguna información! ¡Sólo me enviaron este maldito telegrama! ¡No sé qué está pasando! Cinco días después, con los puertos de México rodeados de barcos de guerra estadounidenses, el 11 de marzo, en el mismo hotel Astor de Nueva York, el nuevo embajador estadounidense para México, Henry Lane Wilson, junto con el agente Sherburne Gillette Hopkins, recibieron en la habitación suntuosa a las siguientes personas: Francisco León de la Barra, embajador de México ante los Estados Unidos; Fran cisco Vázquez Gómez, representante en Washington de Francis co I. Madero; Gustavo Madero, José Yves Limantour, secretario de Hacienda de México y “leal” del presidente Díaz; el papá de Francisco I. Madero, y directivos estadounidenses del National City Bank (banco del clan Rockefeller/Stillman). Acordaron que Porfirio Díaz renunciaría al poder y habría un presidente provisional, León de la Barra, que llamaría a unas elecciones para que ganara el joven Francisco I. Madero.

En la ciudad de México, el presidente Porfirio Díaz, viendo que no era un juego la amenaza de los estadounidenses, renunció. Emprendió la graciosa huida. De camino hacia Veracruz para irse de México lo detuvo el segundo hombre de Weetman Pearson, el inglés John Benjamin Body. Le dijo:

—Señor Díaz, mi jefe, Lord Cowdray, le ofrece a usted que viva plácidamente en Inglaterra, en uno de sus castillos que compró con dinero de México.

Porfirio Díaz lo miró fijamente:

—Gracias. Prefiero París.

Apenas cuatro años después, el 2 de julio de 1915, Porfirio Díaz murió en París comiendo pastelitos franceses.

En el frío pasillo del Palacio de Buckingham, Londres, el jorobado Winston Churchill caminó hacia el despacho del rey de Inglaterra. Con gran satisfacción, y con su voz chirriante, le dijo:

—Su Majestad, la empresa Mexican Eagle Company, organizada por Sir Weetman Pearson, es hoy la mayor compañía petrolera británica en el mundo, y la seguridad del Imperio británico, y de su flota de defensa, está garantizada. Los estadounidenses han tomado a mal nuestra presencia en México. Reemplazarán al presidente Díaz con un joven al que controlan, llamado Madero, quien ya les prometió favorecer a Standard Oil del señor Rockefeller y bloquear las perforaciones de Mexican Eagle. Pero ya tengo un plan para deshacernos de ese joven sujeto.

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—¿Ya lo tienes…? —le preguntó el rey, asombrado.

—Sí, Majestad. Por otra parte, necesitamos que se aumente el presupuesto para la flota británica a 50 millones de libras.

—¿Tanto…? —y también reaccionó con sorpresa el mayor enemigo de Churchill: el risueño canciller de Hacienda, Lloyd George. Le gritó a Churchill:

—¡¿Cincuenta millones de libras?! —y lo señaló con violencia—. ¡Usted, joven Churchill, piensa que todos vivimos en el mar! ¡Todo lo que usted piensa es sobre la vida en el maldito mar, en los peces y en todas las otras creaturas acuáticas! ¡Algunos vivimos en tierra! —y se volvió hacia el rey—: ¡Majestad, el primer ministro Asquith deberá ahora elegir entre Winston Churchill y yo! ¡Winston sólo está obsesionado con la “inminente guerra a Alemania”! ¡Eso nunca va a ocurrir!

Y sí ocurrió. La llamamos Primera Guerra Mundial. La lucha contra Alemania estalló en agosto de 1914, tal como lo previó Lord Fisher, cuando los alemanes concluyeron su canal de Kiel. Inglaterra logró vencer a Alemania gracias al petróleo de México. De otra forma, hoy todos hablaríamos alemán. La historia completa está en Secreto 1910.

Dedicado a los difuntos de la explosión del pozo de Dos Bocas en 1808. Descansen en paz, empapados en petróleo.


Estamos acostumbrados a la historia oficial en la cual Francisco I. Madero (por sí mismo) derrocó a Díaz al levantar la Revolución Mexicana. El cuento de hadas termina ahora. Prepárense para la otra realidad.

Porfirio Díaz se afianzó en el poder desde 1877, y, como todos sabemos, se “apoltronó” en el cargo a lo largo de 30 interminables años en los que hubo una supuesta paz y progreso con él como “tirano”, “dictador” o “benefactor”, lo que se quiera decir. Todo marchaba relativamente bien para él hasta que una carambola iniciada al otro lado del océano vino a impactarlo.

—¿Señor presidente? —le anunciaron la llegada de un hombre proveniente de la Gran Bretaña: un lord de cabeza calva y bigotes, un magnate; un constructor de puentes, ciudades, puertos; un político del Parlamento Británico: un hombre del calibre del ingeniero Carlos Slim —ingeniero y empresario—.

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Su nombre era Weetman Pearson, Lord de Cowdray. ¿A qué venía?

Después de hablar con el británico, Díaz ya era socio (accionista) de Pearson en su empresa británica Samuel Pearson’s & Sons, y —más grave aún— México ya estaba “amarrado” con Inglaterra de una manera que nos llevaba directamente a una confrontación contra los Estados Unidos.

Este negocio con el inglés Cowdray fue lo que causó la debacle de Porfirio Díaz que los mexicanos llamamos Revolución Mexicana.

¿Cómo comenzó todo esto?

El 8 de marzo de 1908 —una mañana lluviosa, en el Palacio de Buckingham, Londres, dos años y medio antes del llamado a la revolución hecho por Francisco I. Madero—, un hombre canoso e hiperactivo de 67 años, el almirante John Arbuthnot Fisher, Lord of the Sea (Jefe del Mar), caminó frente al viejo rey Eduardo VII:

—¡Los alemanes están preparando la invasión de Inglaterra!

—No exageres.

—¡Tienen su flota en Kiel, Majestad! ¡Están programando invadir nuestra isla! ¡Somos su siguiente objetivo en su expansión! Ya vencieron a Austria y a Francia. ¡Seguimos nosotros! —y se le aproximó violentamente—. ¡No seremos nosotros los que veamos la extinción del Imperio británico! ¡Usted no lo permita! ¡Los alemanes están agrupando sus barcos en Kiel, ataquémoslos ahí, por sorpresa, sin declaración de guerra, como lo hicimos en Copenhague hace 100 años!

El rey se quedó mudo. Le tembló la cabeza. Empezó a negar.

—Eso sería… ¡una inmoralidad! ¡Yo no hago inmoralidades!

—¡La inmoralidad sería no proteger a nuestra isla! —y manoteó con sus guantes blancos—: ¡Necesitamos aquí un Pitt, un Bismarck, alguien con agallas que dé una orden como ésta!

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El rey se levantó:

—¡Almirante Fisher! ¡Le suplico que deje de sacudir su puño frente a mi cara! ¡Soy el rey de Inglaterra!

En esa reunión estaba también el hoy muy conocido Winston Churchill, de entonces 34 años, quien en ese momento era el subsecretario de Estado de las Colonias Británicas. Le dijo a Fisher:

—Almirante, es indudable que podríamos darles un porrazo a los alemanes en Kiel. Por el momento, tenemos más submarinos que ellos. Ellos sólo tienen terminados tres. Tenemos siete buques Dreadnought. Ha llegado la oportunidad.

El almirante Mahan les dijo a ambos:

—El 88% de las armas de Inglaterra están apuntadas hacia Alemania. Estamos listos.

Fisher le dijo al rey Eduardo:

—Si queremos sobrevivir como nación, si queremos que esta isla continúe existiendo y se evite esta invasión, todos los cañones de nuestros barcos, que son de calibre 13.5, tienen que subir a calibre 15, como los tiene Alemania. Y toda nuestra Marina debe dejar de operar con carbón; debemos cambiar a combustión de petróleo en nuestras naves, como ya la tienen los alemanes. ¡Cada navío alemán que utiliza petróleo en vez de carbón es cuatro nudos más veloz que los nuestros, por lo que pueden vencernos en un día! —y los miró fijamente—.

Caballeros —cerró los ojos—, lo único que detiene al Káiser alemán de invadirnos ahora mismo ¡es que está esperando a terminar su maldito canal en Kiel! ¡Con ese canal va a poder movilizar todos sus navíos desde el mar Báltico hasta el Mar del Norte, y entonces veremos el infierno! ¡Auguro desde este día que una vez terminado su canal de Kiel, iniciará la guerra contra nosotros, y eso será en octubre de 1914!

Todos permanecieron callados. El distinguido Churchill, de cabeza redonda como un huevo, se aproximó hacia Su Majestad:

—Es verdad —chirrió con su voz de resorte oxidado—. Para sacar de combate a la flota alemana necesitamos barcos que sean al menos cuatro nudos más rápidos que los de ellos. Eso es 25 nudos. No podemos obtener la propulsión requerida a menos que utilicemos combustible de petróleo, y desafortunadamente nuestro imperio no tiene ese valiosísimo recurso en ninguna de sus colonias.

El rey lo miró con desprecio.

➡️ Sólo los vacunados están invitados a la conmemoración de la Revolución en el Zócalo: te damos detalles

—Joven Churchill, el petróleo es una sustancia vulgar: ¡es una sustancia pegajosa y de muy mal olor! ¡Nuestros barcos se alimentarán con carbón, como lo han hecho hasta ahora, y nosotros somos la potencia mundial en producción de carbón! ¡Punto!

El aguerrido y canoso almirante John Fisher sujetó al rey por el brazo:

—¡Majestad! ¡Despierte! —y lo sacudió con gran fuerza—. ¡La edad del carbón se acabó! —y miró su reloj—. El mundo acaba de pasar a la edad del petróleo. Si no modificamos el sistema de combustión de nuestra flota, Inglaterra va a ser invadida por Alemania, y nuestra población va a ser esclavizada.

Churchill tomó a Fisher por el hombro:

—Señor Fisher, si no tenemos petróleo, tan vital que parece ser ahora, en ninguna de nuestras numerosas y, para estos fines, inservibles colonias, parece razonable que lo busquemos donde pueda encontrarse en cantidades suficientes y a un precio razonable, que pueda estar a nuestra disposición una vez iniciada la guerra contra Alemania. Eso es lo más estratégico para la Gran Bretaña: asegurar nuestra sobrevivencia futura y retardar lo más posible el estallido de la guerra. Toda aceleración en la acumulación de esa reserva del llamado petróleo aumentará directamente la seguridad de nuestra nación contra los riesgos de esta lucha contra Alemania.

El almirante Fisher salió del salón y se dirigió a su oficina.

—¡Al fin tenemos un Bismarck aquí!

Transformó su Comité de Combustible de Petróleo —creado en 1903— por un magno y poderoso proyecto llamado Royal Commission on Fuel and Engines (Comisión Real sobre Combustible y Máquinas). Su función sería enviar agentes encubiertos a diversas partes del mundo para buscar yacimientos de petróleo. Donde encontraran uno, Inglaterra tendría que poner una colonia e instalar su ejército; en otras palabras, apoderarse de ese territorio, invadirlo, conquistarlo.

Mientras tanto, en Alemania, el almirante Georg von Müller le susurró al temible Káiser Guillermo II, un hombre con un casco que tenía un pico de flecha apuntando hacia arriba:

—Alteza, debemos romper la dominación mundial de Inglaterra para liberar las posesiones coloniales extracontinentales necesarias para que los estados de Europa central también podamos expandirnos (en otras palabras, que Alemania también tuviera colonias en el mundo, igual que Inglaterra).

¡Nosotros también tenemos derecho a hacerlo! ¡Es la flota británica la que nos lo impide! —Müller era el jefe del Gabinete Naval del Káiser—. Esta guerra entre Alemania e Inglaterra es inevitable, ¡y ahora se verá cuál de los dos va a dominar! Guillermo II, que era de por sí un psicópata, lo miró sin parpadear. Respiró como un búfalo y gritó:

—¡Sólo cuando podamos sostener nuestro puño contra su cara (de Inglaterra), el león británico se retirará de los malditos mares y nos permitirá la expansión! ¡Alemania tendrá una flota superior a la británica y será mucho más poderosa! ¡La flota alemana barrerá del mundo a la británica! ¡Lo lograremos gracias al petróleo que estamos sacando de Persia (Irán)!

Ambos sonrieron orgullosos. Continuaron comiendo.

De vuelta en Inglaterra, mientras sus agentes ya estaban explorando y “mapeando” el mundo en busca de petróleo, Churchill tenía que presentarse ante los parlamentarios para darles explicaciones:

—Señor Churchill —le preguntó un congresista—, ¿el obsoleto crucero Latona será usado para pruebas con una máquina basada en petróleo de largas dimensiones y gran poder? —era míster Francis Bennett-Goldney. Churchill lo miró fijamente:

—No, señor. No existe esa intención. ¡Siguiente pregunta!

—Señor Churchill —le preguntó el honorable Charles Lyell—, ¿puede usted explicarnos de qué se trata el recién creado Comité de Combustible de Petróleo? ¿Será lo suficientemente amplio para cubrir la cuestión de la combustión interna para efectos de propulsión de nuestros barcos?

—La respuesta a su segunda pregunta es afirmativa. ¡Siguiente pregunta! —y señaló a otro congresista.

—Señor Churchill —le preguntó míster Charles Beresford—, ¿se están diseñando nuevos acorazados británicos para quemar exclusivamente combustible de petróleo?, y si es así, ¿nos va a indicar el número?

—Verá —le contestó Churchill—, tales preguntas sobre el diseño de acorazados nuevos o proyectados no están en armonía con el interés público, y debo pedirle a la Cámara que me apoye para negarme a responderlas.

—Mmm… ¿Se trata de un programa secreto, Lord Churchill? —le susurró Beresford a Goldney.

—Es tan secreto —le sonrió Churchill— que también me negaré a responderle esta pregunta. ¡Siguiente pregunta!

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Le entregaron un papelito a Churchill: “Nuestra búsqueda en Persia no está dando resultados. D’Arcy dice que no está encontrando petróleo y está pidiendo un nuevo préstamo de 177 000 libras que debe aportarle el Almirantazgo. ¡Este Parlamento de idiotas nunca nos va a aprobar un nuevo préstamo para sacar petróleo de Irán! Además, Rusia amenaza con iniciarnos una guerra si seguimos interviniendo ahí; dicen que no van a permitirnos quitarles Persia.”

Churchill cerró los ojos. Negó con la cabeza. Se le aproximó el canoso almirante Fisher, apodado “Jacky”. Le susurró:

—He apoyado a D’Arcy desde 1904, cuando me reuní con él en el spa. D’Arcy ya compró la mitad sur de Persia buscándonos petróleo. No ha encontrado nada que nos sea útil. Debemos buscar una nueva reserva.

La nueva reserva iba a ser… México…

Mientras este problema mundial crecía en Europa, al otro lado del planeta, en México, el gringo Henry Clay Pierce estaba a cargo de la “plaza”; es decir, del petróleo de México, como lacayo reticente del poderoso John D. Rockefeller.

Con suavidad se aceitó su grisáceo bigote. Entró a verlo sorpresivamente su abogado, su gánster, jefe de prensa y agente encubierto, Sherburne Gillette Hopkins —un agente del gobierno de los Estados Unidos y empleado de John D. Rockefeller. Le puso un papel sobre la mesa.

—¡Estamos en problemas! —le dijo al petrolero—. Tú creías que eras el jefe aquí en México, controlando la venta del 85% del queroseno que usan los mexicanos, con el petróleo crudo que traes de los tanques del señor Rockefeller, desde los Estados Unidos, y que refinas en tus plantas de Veracruz, Tampico y la ciudad de México. ¡Pues ahora hay un maldito británico que te va a quitar la plaza! ¡Nos van a quitar México! ¡Viene respaldado por la Corona!

Henry Clay Pierce parpadeó. Comenzó a levantarse.

—What…?

Era verdad. Weetman Pearson, también conocido como Lord Cowdray, ese británico que llegó a México desde 1889 y que construyó el Canal de Desagüe para el presidente Porfirio Díaz, se hizo su amigo y le construyó el Tren del Istmo de Tehuantepec. Desde 1901 los hombres de la comisión británica que creó el almirante John Arbuthnot Fisher en Londres —agentes del Almirantazgo Británico como Boverton Redwood— vinieron con él a México para buscar petróleo. Redwood trajo consigo a W. H. Dalton, un geólogo de la Corona británica y Redwood mismo trabajaba directamente para Weetman Pearson.

En noviembre de 1905 el presidente Díaz le prometió a Pearson, por medio de su escudero Body, que si su empresa británica lograba sacar petróleo del suelo mexicano, el gobierno impondría un impuesto contra el importado, es decir, el de los estadounidenses. Así comenzaría la dominación británica en el petróleo de México.

En 1906 Díaz le otorgó a Pearson y a Inglaterra una concesión secreta para que ellos tuvieran la exclusiva para perforar y explotar todo el territorio de Veracruz y del Istmo de Tehuantepec. El señor Rockefeller entonces se alarmó y ahora era Sherburne quien le reclamaba al mismo Pierce:

—¡¿Por qué no hiciste nada para impedirlo?! Henry Clay abrió los ojos, los cuales se sacudieron dentro de sus órbitas.

—Vaya, vaya… Weetman Pearson… —y miró por la ventana hacia la oficina del magnate británico, ingeniero de puertos, ubicada en la calle San Francisco (hoy Avenida Juárez). Le susurró a Hopkins—: No puede ser cierto esto. El presidente Porfirio Díaz no me haría algo así. ¡Sabe que sería el más grande insulto contra los Estados Unidos, y especialmente contra el señor Rockefeller! Sería un suicidio para Porfirio Díaz.

Hopkins suavemente le puso los papeles sobre el escritorio:

—Weetman le ofreció a Díaz ser su socio en la firma británica. ¡Porfirio Díaz es accionista en Samuel Pearson’s & Sons! ¡Su hija tiene acciones en la misma empresa, igual que la mitad de su maldito gabinete! ¡Todos están comprados por los británicos!

Henry Clay vio las copias de los documentos. Vio el nombre del accionista y directivo Guillermo de Landa y Escandón. Decía: “Recibió de Díaz el 5% de todo lo ganado por Weetman Pearson en el proyecto del Canal de Desagüe”.

—Esto es la guerra.

En Veracruz, en el pozo San Diego de la Mar 3 o Dos Bocas, al oeste de Tuxpan, Weetman Pearson, acompañado por su incondicional geólogo Boverton Redwood (agente de Fisher y de Churchill), por Body, por el ingeniero Carlos S. Ganahl, y por el técnico Godofredo Jeffrey, miró hacia la enorme torre de perforación. Les dijo:

—Amigos, hoy 4 de julio de 1908 estamos perforando a una profundidad de 1 800 pies, 610 metros —y pateó el piso—. Aquí abajo debe haber mucho petróleo —cerró los ojos. Recordó la carta que le había escrito a su esposa Annie apenas dos años antes de “meterle” 2.5 millones de libras al proyecto: “Si encontramos un yacimiento como el de Tulsa en nuestros terrenos en México, y estoy seguro de que lo encontraremos, será totalmente nuestro, en lugar de pertenecer a 8 000 o 10 000 personas como los campos de Oklahoma”. Recordó la bella sonrisa de Annie.

El torno comenzó a girar.

Todos esperaron, expectantes. Body le dijo a Lord Weetman:

—Los americanos te odian. Te consideran el invasor británico que viene a quitarles el petróleo de México. Edward Doheny y Henry Clay Pierce son peones de Rockefeller. Si este pozo da resultados, tú vas a ser la peor amenaza contra los Estados Unidos en este continente, y te van a sabotear en este pozo.

La tierra comenzó a rugir. Sintieron bajo sus pies un terremoto. Escucharon un ruido tan terrorífico como un relámpago venido desde abajo. A 20 metros de distancia estaba el cónsul de los Estados Unidos en Tampico, el cual observó las piezas de las grúas volando por los cielos, con chorros de petróleo. Todos comenzaron a mojarse.

—¡Corran! —les gritó Pearson. Se cubrieron la cabeza del oloroso líquido negro mientras escapaban del estallido. Escucharon la explosión—. ¡Se está incendiando!

Las llamas comenzaron a avanzar detrás de ellos, quemándoles las espaldas. —¡Dios mío! —se dijo Pearson, el fundador, junto con su esposa Annie, del actual hospital A. B. C. o American-British Cowdray Hospital, y del actual Pemex.

El cónsul estadounidense no pudo evitar voltear hacia atrás para ver el portento. Vio la enorme columna de petróleo subiendo hasta 284 metros, hacia las nubes, encendida como una antorcha titánica, que por el viento sacaba ráfagas hacia los lados. Plastas incendiadas comenzaron a caerles por los lados.

—¡Dios mío! ¡Corran! —les imploró el británico.

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A 10 kilómetros de distancia, el estadounidense Edward Doheny, fundador de la Huasteca Petroleum Company —tentáculo de la organización Rockefeller para la perforación de crudo en Tamaulipas—, se sonrió a sí mismo viendo la imagen de la flama que subía hasta 465 metros. Le dijo a su mujer: —Es gracioso. Este pozo de Dos Bocas deberíamos llamarlo “un pozo loco” —y cerró su periódico.

La explosión dejó un cráter de 100 metros. Murieron 280 personas. El gobierno de Porfirio Díaz tuvo que enviar 500 soldados para reconstruir la zona derruida y el pozo continuó ardiendo por dos meses, sin posibilidad de apagarlo, hasta que todo el yacimiento se quemó en el aire, 100 000 barriles por día (un total aproximado de 5 700 millones de barriles).

Lord Cowdray se sitió devastado. Se retorció dentro de sus sábanas. Le dijo a su esposa:

—Annie, no puedo evitar pensar en lo aventurero que soy en comparación con los hombres de antaño. Entré a la ligera en esta empresa.

—No te juzgues así, darling —y le acarició su cabeza pelona—. Todos cometen errores.

Weetman se sumió en su almohada:

—Sé que si mi empresa petrolera tuviera que desaparecer por completo, me quedaría lo suficiente para vivir tranquilamente. Sin embargo, hasta que sea un éxito comprobado, sigo nervioso.

La bella Annie le dijo:

—Lo que debes hacer es correr a ese inútil de Sir Thomas Boverton Redwood. Debes contratar a estadounidenses.

En los Estados Unidos, el secretario de Estado Philander Knox le dijo a su presidente, el gordo y bigotón William Howard Taft:

—Los inversionistas ya no quieren a Porfirio Díaz en México, quien además de todo nos está negando nuestro puerto en Bahía de Magdalena, y nos está estorbando para las negociaciones con Nicaragua.

El obeso mandatario yanqui se recargó en su sufrida silla. Gruñó:

—Iré a verlo en octubre. Lo haré entrar en razón —detrás de él estaban parados los hombres de John D. Rockefeller.

Pero no. No lo hizo entrar en razón. Porfirio Díaz salió sudando de su reunión con Taft del 17 de octubre de 1909, ocurrida en El Paso, Texas. Apenas un año y medio más tarde ya tenía una “revolución” en México. El 2 de mayo de 1911, también en El Paso, Texas, un hombre extraño se presentó ante el cachetón Gustavo Madero (hermano del “apóstol de la libertad” Francisco I. Madero, hijo del millonario latifundista mexicano Francisco Madero señor). El encuentro sucedió en un parque:

—Soy Troxel —dijo el individuo a Gustavo Madero—. Vengo en nombre de Standard Oil, del señor Rockefeller. Tengo para ustedes un millón de dólares para derrocar al gobierno de Porfirio Díaz.

—Aquí no —y miró a su alrededor.

Días atrás, el 24 de octubre de 1910, en un hotel de lujo en Washington, D. C., este mismo Gustavo Madero, con su cara rechoncha, vio ocurrir un suceso extraño: un acontecimiento de la historia de México que simplemente no ocurrió en México. Lo protagonizó él. Entraron a la habitación suntuosa las siguientes personas: el propio Gustavo Madero, su padre Francisco (Francisco Madero señor, competidor comercial de John D. Rockefeller), y un tercer invitado: el agente secreto del gobierno de los Estados Unidos en México, Cuba y Chile llamado “el agente estadounidense de las revoluciones latinoamericanas”, abogado de la petrolera Waters Pierce y de las empresas de John D. Rockefeller, Sherburne Gillette Hopkins.

El abogado Hopkins se sentó. Comenzó a escribir:

—Estoy listo para organizar el derrocamiento de Porfirio Díaz —y les sonrió a todos. El recibo de esta crucial transacción de intervención exterior llamada “Revolución Mexicana” lo conservó el político Vázquez Gómez y por eso llegó a nosotros y aparece en el libro Secreto 1910.

En enero, Sherburne le había presentado a Gustavo a quien se haría cargo de la artillería de la revolución contra Díaz: el canadiense A. H. Lewis:

—Él es experto —le dijo Sherburne—. Luchó en la guerra en Sudáfrica. También te ayudarán estos amigos míos: Ben Viljoen, general de los bóeres; Paul Mason, también de la guerra Boer, el joven Magee de Tennessee; Jim Harper, Johnny Greer. No tendrás problemas. Yo haré la publicidad de los rebeldes mexicanos ante el mundo.

Cinco meses después, el 6 de marzo de 1911, el nuevo embajador estadounidense para México, Henry Lane Wilson, amigo del millonario Guggenheim, le dijo al gordo presidente Taft en Washington:

—La situación es horrible. Debemos invadir México. ¡Ahora!

En ese momento, el inflado presidente William Howard Taft le sonrió a su secretario Charles:

—Mira… enviemos 20 000 soldados a la frontera con México para lo que se necesite… El presidente Díaz debe entender que ¡debe irse! Que se concentren en San Antonio, Texas. Enviemos también cuatro destructores a los puertos de México para que vea que vamos en serio.

En Sacramento, California, el general adjunto A. E. Forbes de la California National Guard recibió un telegrama: “Ponga en estado de alerta a todos los hombres que se tengan en la milicia estatal”. Lo cuestionó el reportero de Los Angeles Herald:

—General, ¿para qué le están pidiendo tantos soldados? ¿Vamos a invadir México…?

Perplejo, Forbes le respondió:

—¡No tengo absolutamente ninguna información! ¡Sólo me enviaron este maldito telegrama! ¡No sé qué está pasando! Cinco días después, con los puertos de México rodeados de barcos de guerra estadounidenses, el 11 de marzo, en el mismo hotel Astor de Nueva York, el nuevo embajador estadounidense para México, Henry Lane Wilson, junto con el agente Sherburne Gillette Hopkins, recibieron en la habitación suntuosa a las siguientes personas: Francisco León de la Barra, embajador de México ante los Estados Unidos; Fran cisco Vázquez Gómez, representante en Washington de Francis co I. Madero; Gustavo Madero, José Yves Limantour, secretario de Hacienda de México y “leal” del presidente Díaz; el papá de Francisco I. Madero, y directivos estadounidenses del National City Bank (banco del clan Rockefeller/Stillman). Acordaron que Porfirio Díaz renunciaría al poder y habría un presidente provisional, León de la Barra, que llamaría a unas elecciones para que ganara el joven Francisco I. Madero.

En la ciudad de México, el presidente Porfirio Díaz, viendo que no era un juego la amenaza de los estadounidenses, renunció. Emprendió la graciosa huida. De camino hacia Veracruz para irse de México lo detuvo el segundo hombre de Weetman Pearson, el inglés John Benjamin Body. Le dijo:

—Señor Díaz, mi jefe, Lord Cowdray, le ofrece a usted que viva plácidamente en Inglaterra, en uno de sus castillos que compró con dinero de México.

Porfirio Díaz lo miró fijamente:

—Gracias. Prefiero París.

Apenas cuatro años después, el 2 de julio de 1915, Porfirio Díaz murió en París comiendo pastelitos franceses.

En el frío pasillo del Palacio de Buckingham, Londres, el jorobado Winston Churchill caminó hacia el despacho del rey de Inglaterra. Con gran satisfacción, y con su voz chirriante, le dijo:

—Su Majestad, la empresa Mexican Eagle Company, organizada por Sir Weetman Pearson, es hoy la mayor compañía petrolera británica en el mundo, y la seguridad del Imperio británico, y de su flota de defensa, está garantizada. Los estadounidenses han tomado a mal nuestra presencia en México. Reemplazarán al presidente Díaz con un joven al que controlan, llamado Madero, quien ya les prometió favorecer a Standard Oil del señor Rockefeller y bloquear las perforaciones de Mexican Eagle. Pero ya tengo un plan para deshacernos de ese joven sujeto.

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—¿Ya lo tienes…? —le preguntó el rey, asombrado.

—Sí, Majestad. Por otra parte, necesitamos que se aumente el presupuesto para la flota británica a 50 millones de libras.

—¿Tanto…? —y también reaccionó con sorpresa el mayor enemigo de Churchill: el risueño canciller de Hacienda, Lloyd George. Le gritó a Churchill:

—¡¿Cincuenta millones de libras?! —y lo señaló con violencia—. ¡Usted, joven Churchill, piensa que todos vivimos en el mar! ¡Todo lo que usted piensa es sobre la vida en el maldito mar, en los peces y en todas las otras creaturas acuáticas! ¡Algunos vivimos en tierra! —y se volvió hacia el rey—: ¡Majestad, el primer ministro Asquith deberá ahora elegir entre Winston Churchill y yo! ¡Winston sólo está obsesionado con la “inminente guerra a Alemania”! ¡Eso nunca va a ocurrir!

Y sí ocurrió. La llamamos Primera Guerra Mundial. La lucha contra Alemania estalló en agosto de 1914, tal como lo previó Lord Fisher, cuando los alemanes concluyeron su canal de Kiel. Inglaterra logró vencer a Alemania gracias al petróleo de México. De otra forma, hoy todos hablaríamos alemán. La historia completa está en Secreto 1910.

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