/ domingo 25 de febrero de 2018

Relámpagos en fuga | La isla de tiburoneros ecologistas

A los grandes bancos de neblina que tornaron fantasmal la travesía en un principio se sumó otra rareza marítima: como si bullera agua hirviendo, apareció el primer banco de sardinas y, luego, como un hechizo, fluyó una corriente de marea roja, señal inequívoca de que alrededor de la lancha de Willy había ese plancton que es el alimento principal del tiburón ballena.

A 80 kilómetros de Holbox, una pequeña isla que se encuentra al norte de la Península de Yucatán, en el estado de Quintana Roo, el sol se yergue sin nubes sobre unos canadienses que guía Willy, hijo, nieto y bisnieto de tiburoneros apellidados todos López.

En esa placidez azul apareció.

Lento e inofensivo se desplazaba el primer ejemplar. Entonces uno de los rubios canadienses se lanzó al agua para corroborar su tamaño y luego Paul instó a Julie y a Deia, esposa e hija suyas, para que saltaran por la borda y se pusieran enfrente, en línea recta frente al tiburón ballena, para que vivieran la primera sensación que brinda esta creatura tan grande como un autobús de pasajeros.

“Cuando te pones frente al enorme pez todo mundo piensa que lo embestirá esa mole, pero no, eso no ocurre, el tiburón ballena siempre te eludirá”, aclara sonriente Willy. “Eres un obstáculo en su camino, así que se hace a un lado”.

Y allí comienza la segunda maravilla del encuentro. Ante tus ojos se desplaza una piel colmada de centelleantes puntos que le han valido también el nombre de tiburón dominó o tiburón ajedrez, estela cuadriculada a la que sigue esa nubecilla de rémoras que nadan desesperadas tras de él o, algunas, más listas, van pegadas a su piel como si fueran moscas.

Y eso ocurrirá una y otra vez. Paul, Julie y Deia se lanzarán al agua más de una vez porque al primer tiburón se sumará otro y otros tantos más hasta sumar una treintena. Aunque sus ojos y sus cuerpos recibirán otra descarga de felicidad cuando en el horizonte aparecen mantarrayas gigantes, cuya envergadura de alas supera los tres metros de largo y la tonelada de peso. Como los tiburones ballena, el nadar de las mantarrayas gigantes es despreocupado y los canadienses van en pos de esas oscuras sombras que también se alimentan de plancton.

Con una suerte imán que atrae momentos inolvidables, los quebecúas cerrarán su viaje a la isla de los tiburoneros ecologistas con la escolta de varios delfines y el obligadísimo cierre de esta excursión: una parvada de flamingos que levanta el vuelo cuando retornan a la ínsula de donde partieron al despuntar el sol pagando, cada uno, 83 dólares estadunidenses o mil 500 pesos mexicanos.

Los holboxeños, en un eco de esos avistamientos, han pintado por doquier varios de esos grandes peces para recordarle al visitante que aquí, de mayo a septiembre, es la época en que llegan abundantes cardúmenes de esta especie hasta sumar, en promedio, si es año bueno, mil ejemplares por temporada.

El tiburón ballena ( Rhincodon typus) habita la Tierra desde hace sesenta millones de años y su alimento principal es el fitoplancton y el kril. Su dieta rica en nutrientes lo lleva a tener grandes dimensiones y una larga vida porque se cree que el tiburón ballena llega a vivir unos cien años repartidos a lo largo de nueve metros.

Como sus parientes, los tiburones blancos de Baja California Sur y los tiburones toro de Playa del Carmen, los tiburones ballenas son monitoreados vía satélite con sensores injertados por la National Geographic Society. Así se sabe que algunos ejemplares de esta especie regresan a las aguas cercanas a Holbox cada seis años y, rompiendo el patrón, sin saberse aún por qué, hay ejemplares que vuelven varios años consecutivos.

Hábiles en el uso del arpón y el avistamiento, ese comportamiento ya lo intuían los tiburoneros de varias generaciones porque la isla vivió, durante décadas, de la pesca del llamado “rey de los océanos”.

El holboxeño Tomás Jiménez Sabitini era conocido como el “rey tiburonero” porque, en un solo día, llegó a pescar hasta 52 escualos. Y así eran todos sus vecinos y competidores, como Willy y sus ancestros, fieros con el arpón y el arreo de las quijadas colmilludas a las que se les despojaba todo lo que las enmarcaba: carne, piel, aletas.

Esos tiempos son pasado ya porque ahora Holbox, con sus 36 km de largo, forma parte de la Reserva de la Biósfera y Área de Protección de Flora y Fauna Yum Balam, donde los manglares y los tiburones, todos, son una especie protegida.

De ahí que los antiguos pescadores ahora son tiburoneros ecologistas que viven, como antaño, de los escualos como atracción turística.


Editor y periodista cultural independiente

yambacaribe@gmail.com


A los grandes bancos de neblina que tornaron fantasmal la travesía en un principio se sumó otra rareza marítima: como si bullera agua hirviendo, apareció el primer banco de sardinas y, luego, como un hechizo, fluyó una corriente de marea roja, señal inequívoca de que alrededor de la lancha de Willy había ese plancton que es el alimento principal del tiburón ballena.

A 80 kilómetros de Holbox, una pequeña isla que se encuentra al norte de la Península de Yucatán, en el estado de Quintana Roo, el sol se yergue sin nubes sobre unos canadienses que guía Willy, hijo, nieto y bisnieto de tiburoneros apellidados todos López.

En esa placidez azul apareció.

Lento e inofensivo se desplazaba el primer ejemplar. Entonces uno de los rubios canadienses se lanzó al agua para corroborar su tamaño y luego Paul instó a Julie y a Deia, esposa e hija suyas, para que saltaran por la borda y se pusieran enfrente, en línea recta frente al tiburón ballena, para que vivieran la primera sensación que brinda esta creatura tan grande como un autobús de pasajeros.

“Cuando te pones frente al enorme pez todo mundo piensa que lo embestirá esa mole, pero no, eso no ocurre, el tiburón ballena siempre te eludirá”, aclara sonriente Willy. “Eres un obstáculo en su camino, así que se hace a un lado”.

Y allí comienza la segunda maravilla del encuentro. Ante tus ojos se desplaza una piel colmada de centelleantes puntos que le han valido también el nombre de tiburón dominó o tiburón ajedrez, estela cuadriculada a la que sigue esa nubecilla de rémoras que nadan desesperadas tras de él o, algunas, más listas, van pegadas a su piel como si fueran moscas.

Y eso ocurrirá una y otra vez. Paul, Julie y Deia se lanzarán al agua más de una vez porque al primer tiburón se sumará otro y otros tantos más hasta sumar una treintena. Aunque sus ojos y sus cuerpos recibirán otra descarga de felicidad cuando en el horizonte aparecen mantarrayas gigantes, cuya envergadura de alas supera los tres metros de largo y la tonelada de peso. Como los tiburones ballena, el nadar de las mantarrayas gigantes es despreocupado y los canadienses van en pos de esas oscuras sombras que también se alimentan de plancton.

Con una suerte imán que atrae momentos inolvidables, los quebecúas cerrarán su viaje a la isla de los tiburoneros ecologistas con la escolta de varios delfines y el obligadísimo cierre de esta excursión: una parvada de flamingos que levanta el vuelo cuando retornan a la ínsula de donde partieron al despuntar el sol pagando, cada uno, 83 dólares estadunidenses o mil 500 pesos mexicanos.

Los holboxeños, en un eco de esos avistamientos, han pintado por doquier varios de esos grandes peces para recordarle al visitante que aquí, de mayo a septiembre, es la época en que llegan abundantes cardúmenes de esta especie hasta sumar, en promedio, si es año bueno, mil ejemplares por temporada.

El tiburón ballena ( Rhincodon typus) habita la Tierra desde hace sesenta millones de años y su alimento principal es el fitoplancton y el kril. Su dieta rica en nutrientes lo lleva a tener grandes dimensiones y una larga vida porque se cree que el tiburón ballena llega a vivir unos cien años repartidos a lo largo de nueve metros.

Como sus parientes, los tiburones blancos de Baja California Sur y los tiburones toro de Playa del Carmen, los tiburones ballenas son monitoreados vía satélite con sensores injertados por la National Geographic Society. Así se sabe que algunos ejemplares de esta especie regresan a las aguas cercanas a Holbox cada seis años y, rompiendo el patrón, sin saberse aún por qué, hay ejemplares que vuelven varios años consecutivos.

Hábiles en el uso del arpón y el avistamiento, ese comportamiento ya lo intuían los tiburoneros de varias generaciones porque la isla vivió, durante décadas, de la pesca del llamado “rey de los océanos”.

El holboxeño Tomás Jiménez Sabitini era conocido como el “rey tiburonero” porque, en un solo día, llegó a pescar hasta 52 escualos. Y así eran todos sus vecinos y competidores, como Willy y sus ancestros, fieros con el arpón y el arreo de las quijadas colmilludas a las que se les despojaba todo lo que las enmarcaba: carne, piel, aletas.

Esos tiempos son pasado ya porque ahora Holbox, con sus 36 km de largo, forma parte de la Reserva de la Biósfera y Área de Protección de Flora y Fauna Yum Balam, donde los manglares y los tiburones, todos, son una especie protegida.

De ahí que los antiguos pescadores ahora son tiburoneros ecologistas que viven, como antaño, de los escualos como atracción turística.


Editor y periodista cultural independiente

yambacaribe@gmail.com


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