/ sábado 16 de diciembre de 2017

Acordes de nuestras calles

Enrique Servín es músico urbano y recorre la ciudad en microbuses compartiendo sus canciones

Ante el asedio de los cláxones, el olor a gasolina quemada y el peligro latente de un asalto, ¿no es balsámico un viaje amenizado con una canción? El músico urbano es un provocador de la gravedad: recargado en un tubo, se balancea con el vaivén de los camiones mientras musicaliza al compás de los motores.

Junto a su guitarra electroacústica, Enrique Servín recorre las calles de Santa María la Ribera en los microbuses de las rutas circundantes, claro acto de rebeldía frente a las inclemencias de una metrópoli en la que los ciudadanos gastan innumerables horas de sus vidas en el tráfico crónico.

A bordo, se percibe densidad, ocasionada por el estrés recurrente. Cada nota emanada de su instrumento es un recordatorio de por qué la vida no es un disparate, tal remembranza es lo que motiva a los pasajeros a dar una retribución.

Para Enrique la situación económica del país magnifica el valor que posee cada moneda entregada en sus manos, “es algo muy valioso que la gente te dé dinero porque sé que la gente no tiene mucho dinero, la situación no es nada fácil y la gente no gana nada bien, obviamente sé que se gana muy mal aquí en México, pero la gente es muy noble y te da dinero, si les gusta”.

La crisis económica continúa punzante en la entrevista, es así que recuerda sus comienzos en las unidades motoras como un acto de subsistencia. Hace cuatro años, junto con su amigo, Mauricio, se aproximó al estribo de un camión, giró la cabeza y se enfrentó por primera vez al público viajero de la Ciudad de México.

“Antes me subía con lentes obscuros, así como para no ver a la gente, para que no me vieran a los ojos porque obviamente nunca lo había hecho y me daba mucha pena, me puse muy nervioso la primera vez, pero salió bien, hasta nos dieron una moneda de a 10, no es muy común que nos den monedas de a 10, tal vez una señal de que no lo hacíamos tan mal”, relata con una sonrisa esbozada.

El nerviosismo justificado por las exigencias de la audiencia fortuita nos lleva a la siguiente pregunta, ¿cómo es la recepción del público? El trajín diario en las unidades de transporte es una tómbola que depara experiencias plagadas de matices, por lo regular gratas. El muchacho de 24 años nos cuenta una de las más emotivas:

“Nos subimos a tocar una canción muy bonita, un bolero que se llama “’Nuestro juramento’ y habían unas mujeres de color, empezamos a tocar esa canción y ellas empezaron a hacer algunos coros, tú luego, luego escuchas la armonía que se genera con sus voces, eran varias, como cuatro (…) por la general la gente negra tiene una voz muy increíble, entonces fue increíble cómo se escuchaba la canción y más que todo el micro fue una fiesta de música”.

“Me da gusto formar parte de la música popular de aquí, del barrio” manifiesta, con un dejo de ironía recalca, “yo creo que prefieren obviamente mil veces que se suban a tocar a que se suban a asaltarlos”. En este sentido, sus acordes son también un acto de insurrección ante la violencia. Bienvenidos sean los boleros, las baladas y las trovas en uno de los años más cruentos que registra el país.

Las exigencias de este arte callejero se reflejan en las ampollas de sus dedos y en el desgaste de su tali. Cada acorde significa para él la oportunidad de un sustento, pero también un grito catártico con el que libera sus represiones.

Ante el asedio de los cláxones, el olor a gasolina quemada y el peligro latente de un asalto, ¿no es balsámico un viaje amenizado con una canción? El músico urbano es un provocador de la gravedad: recargado en un tubo, se balancea con el vaivén de los camiones mientras musicaliza al compás de los motores.

Junto a su guitarra electroacústica, Enrique Servín recorre las calles de Santa María la Ribera en los microbuses de las rutas circundantes, claro acto de rebeldía frente a las inclemencias de una metrópoli en la que los ciudadanos gastan innumerables horas de sus vidas en el tráfico crónico.

A bordo, se percibe densidad, ocasionada por el estrés recurrente. Cada nota emanada de su instrumento es un recordatorio de por qué la vida no es un disparate, tal remembranza es lo que motiva a los pasajeros a dar una retribución.

Para Enrique la situación económica del país magnifica el valor que posee cada moneda entregada en sus manos, “es algo muy valioso que la gente te dé dinero porque sé que la gente no tiene mucho dinero, la situación no es nada fácil y la gente no gana nada bien, obviamente sé que se gana muy mal aquí en México, pero la gente es muy noble y te da dinero, si les gusta”.

La crisis económica continúa punzante en la entrevista, es así que recuerda sus comienzos en las unidades motoras como un acto de subsistencia. Hace cuatro años, junto con su amigo, Mauricio, se aproximó al estribo de un camión, giró la cabeza y se enfrentó por primera vez al público viajero de la Ciudad de México.

“Antes me subía con lentes obscuros, así como para no ver a la gente, para que no me vieran a los ojos porque obviamente nunca lo había hecho y me daba mucha pena, me puse muy nervioso la primera vez, pero salió bien, hasta nos dieron una moneda de a 10, no es muy común que nos den monedas de a 10, tal vez una señal de que no lo hacíamos tan mal”, relata con una sonrisa esbozada.

El nerviosismo justificado por las exigencias de la audiencia fortuita nos lleva a la siguiente pregunta, ¿cómo es la recepción del público? El trajín diario en las unidades de transporte es una tómbola que depara experiencias plagadas de matices, por lo regular gratas. El muchacho de 24 años nos cuenta una de las más emotivas:

“Nos subimos a tocar una canción muy bonita, un bolero que se llama “’Nuestro juramento’ y habían unas mujeres de color, empezamos a tocar esa canción y ellas empezaron a hacer algunos coros, tú luego, luego escuchas la armonía que se genera con sus voces, eran varias, como cuatro (…) por la general la gente negra tiene una voz muy increíble, entonces fue increíble cómo se escuchaba la canción y más que todo el micro fue una fiesta de música”.

“Me da gusto formar parte de la música popular de aquí, del barrio” manifiesta, con un dejo de ironía recalca, “yo creo que prefieren obviamente mil veces que se suban a tocar a que se suban a asaltarlos”. En este sentido, sus acordes son también un acto de insurrección ante la violencia. Bienvenidos sean los boleros, las baladas y las trovas en uno de los años más cruentos que registra el país.

Las exigencias de este arte callejero se reflejan en las ampollas de sus dedos y en el desgaste de su tali. Cada acorde significa para él la oportunidad de un sustento, pero también un grito catártico con el que libera sus represiones.

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