Desde hace 30 años Joao Silva tiene la misma rutina de trabajo:saca su carrito de aluminio, lo empuja hasta el número 365 de lacalle Visconde de Pirajá, en el barrio carioca de Ipanema, poneaceite a calentar y vende sus crujientes y calientes palomitas.
“Hace más de tres décadas que hago este trabajo. Cuando unoama lo que hace puede trabajar toda la vida”, explica estehombre, de 67 años, mientras hace girar el mecanismo de la cazuelaque revuelve los granos de maíz en el aceite hirviendo.
Como cientos de otros en todo Brasil, Joao es un“pipoqueiro” (“palomitero”, en una traducción libre alespañol), un vendedor profesional de palomitas que a cambio de unimpuesto anual de 590 reales (unos 190 dólares) puede ejercer enla ciudad como vendedor ambulante de palomitas.
En Río de Janeiro son cientos los “pipoqueiros” que, desdehace años, venden por la calle sus palomitas no solo frente a lasentradas de los cines y los centros comerciales, sino también enlugares estratégicos del centro de la ciudad, donde abogados,economistas y funcionarios compran a diario al salir deltrabajo.