/ martes 4 de abril de 2017

Usa frutas... y condones para hacer vino en Cuba

A varias cuadras de distancia se percibe el olor de la frutafermentada que sale de la casa de Orestes Estévez, una viviendacon la fachada cubierta por una parra y a la que cada vez máspersonas llegan a comprar una botella o solo un vaso de vino hechode uvas, guayabas, berros o flor de Jamaica.

“El más popular sigue siendo el que hacemos de uva”, dijoEstévez, un hombre de 65 años que pasó de la vida militar aempresario autodidacta y desarrolló su propia marca de vino usandofrutas tropicales y un ingenioso método de fermentación: taparlos botellones con condones.

Su negocio comenzó con la producción y venta clandestina enlas décadas de 1960 y 1970, hasta que en los 2000 aprovechóreformas del Gobierno de Raúl Castro para legalizarse e instalaruna pequeña fábrica en su casa, donde tiene casi 300 botellonesde 20 litros tapados con preservativos y de los cuales salentambién vinos de jengibre, fruta bomba o remolacha.

Estévez, su esposa, su hijo y un ayudante contratado llevanadelante la empresa. Compran las frutas o las cosechan, lasmaceran, las mezclan con azúcar y levadura; y lo dejan reposarpara luego trasvasarlo a las botellas que fueron previamentehervidas, lavadas y etiquetadas con la marca de la casa: “ElCanal”.

La estancia más singular de toda la casa: decenas y decenas debotellones burbujeantes por la levadura, todos cubiertoscon condones inflados por los gases de la fermentación.

“Cuando usted le pone un preservativo a un botellón es igualque con un hombre, se para; y cuando el vino está, a eso no hayquien lo levante”, dijo Estévez, en referencia a que al finaldel proceso no hay más gases que hinchen el preservativo.“Entonces es que terminó el proceso de fermentación”.

El productor comentó que junto con otros vinicultores queconforman una asociación probaron diferentes técnicas, ante laimposibilidad de conseguir en Cuba las sofisticadas válvulas depresión.

La solución perfecta fueron los preservativos, aunque tambiénhay que saber hacerlo: “Si usted no lo pincha ese globo saledisparado. Con dos pinchazos bastan”, explicó el hombre sobrecómo eso permite que el gas se deslice suavemente.

Entre un mes y 45 días se tarda en dar a luz un vino rústico,de buena calidad y tan aromático como todo el olor dulzón afrutas fermentadas que envuelve la casa de los Estévez.

Aunque el uso de los condones fue producto del ingenio anónimode los vinicultores cubanos, la tradición de fabricarlo en unpaís donde el ron es el rey es un legado de la familia deEstévez.

Su abuelo, originario de las Islas Canarias, compró una fincaen las afueras de La Habana y Estévez solía ayudarlo en lastemporadas en que lo visitaba a preparar vino para su familia yamigos.

En Cuba, los condones tienen varios usos, además de laproducción de vino. Algunos pescadores los inflan y los anudanpara usarlos como una especie de vela que mantenga a flote lalínea en espera de que pique algún pez en las aguas frente alMalecón.

Aunque de joven vivía en un “solar”, como se llama en Cubaa las vecindades urbanas, Estévez plantó unas parras y con sufruto hacía vino que vendía clandestinamente.

En los años 70, y tras pasar el servicio militar, se hizooficial del Ministerio del Interior y allí le tocó visitar 45países, entre ellos España. Al final también sirvió paraaprender más sobre la fabricación de la bebida.

Y cuando le tocó mudarse a su actual vivienda hace tresdécadas, se llevó sus parras y hasta comenzó a regalar algunasplantas a sus vecinos, a quienes hoy les compra uvas.

“Hoy soy un hombre realizado, satisfecho”, aseguróEstévez.

Su vivienda fue creciendo y ya tiene tres niveles. En el primerouna suerte de garaje convertido en local de ventas y a dondeOrestes hijo despacha las bebidas a clientes; un segundo, en el quevive la familia y con una salida al patio convertido en fábrica; yfinalmente una azotea desde donde cae la parra y que ahora sirvetambién de lugar de reunión para una suerte de club de unos 30vinicultores que un sábado al mes se reúnen para catar eintercambiar ideas.

En 2011 sacó una licencia para poder producir, luego de unaserie de medidas impulsadas por el presidente Raúl Castro paraampliar la iniciativa privada, antes estigmatizada. Ahora es fácilconseguir el azúcar, la levadura y la fruta que necesita, peroEstévez aún tiene que luchar para obtener las botellas.

Según el hombre, su pequeña industria va en crecimiento ypasó de vender unas 10 botellas diarias de vino en 2012, a unas 50en la actualidad. Sus ingresos de oficial retirado — de unos 500pesos cubanos mensuales (cerca de 20 dólares) — se incrementaronal punto de que pudo apoyar financieramente la creación de casasde vino como la suya en otras barriadas de La Habana.

En un país donde una botella de vino importado de España,Chile o Argentina cuesta unos ocho dólares en las tiendasestatales, la familia Estévez ofrece un vaso de un sabroso tintopor cinco pesos cubanos (0,20 centavos de dólar) y una botella por10 pesos (0,40 centavos de dólar).

“Me gusta mucho venir aquí”, dijo a la AP en la puerta delnegocio, Ángel García, un auditor estatal de 43 años y quienantes compraba vino también artesanal pero que consideraba dedudosa procedencia.

Además de su modesto salario en pesos cubanos, García obtieneun sobresueldo de 16 dólares al mes y la opción de Estévez es laideal. “El que hacen aquí no es empalagoso y suelo tomar unasdos botellas a la semana”.

A varias cuadras de distancia se percibe el olor de la frutafermentada que sale de la casa de Orestes Estévez, una viviendacon la fachada cubierta por una parra y a la que cada vez máspersonas llegan a comprar una botella o solo un vaso de vino hechode uvas, guayabas, berros o flor de Jamaica.

“El más popular sigue siendo el que hacemos de uva”, dijoEstévez, un hombre de 65 años que pasó de la vida militar aempresario autodidacta y desarrolló su propia marca de vino usandofrutas tropicales y un ingenioso método de fermentación: taparlos botellones con condones.

Su negocio comenzó con la producción y venta clandestina enlas décadas de 1960 y 1970, hasta que en los 2000 aprovechóreformas del Gobierno de Raúl Castro para legalizarse e instalaruna pequeña fábrica en su casa, donde tiene casi 300 botellonesde 20 litros tapados con preservativos y de los cuales salentambién vinos de jengibre, fruta bomba o remolacha.

Estévez, su esposa, su hijo y un ayudante contratado llevanadelante la empresa. Compran las frutas o las cosechan, lasmaceran, las mezclan con azúcar y levadura; y lo dejan reposarpara luego trasvasarlo a las botellas que fueron previamentehervidas, lavadas y etiquetadas con la marca de la casa: “ElCanal”.

La estancia más singular de toda la casa: decenas y decenas debotellones burbujeantes por la levadura, todos cubiertoscon condones inflados por los gases de la fermentación.

“Cuando usted le pone un preservativo a un botellón es igualque con un hombre, se para; y cuando el vino está, a eso no hayquien lo levante”, dijo Estévez, en referencia a que al finaldel proceso no hay más gases que hinchen el preservativo.“Entonces es que terminó el proceso de fermentación”.

El productor comentó que junto con otros vinicultores queconforman una asociación probaron diferentes técnicas, ante laimposibilidad de conseguir en Cuba las sofisticadas válvulas depresión.

La solución perfecta fueron los preservativos, aunque tambiénhay que saber hacerlo: “Si usted no lo pincha ese globo saledisparado. Con dos pinchazos bastan”, explicó el hombre sobrecómo eso permite que el gas se deslice suavemente.

Entre un mes y 45 días se tarda en dar a luz un vino rústico,de buena calidad y tan aromático como todo el olor dulzón afrutas fermentadas que envuelve la casa de los Estévez.

Aunque el uso de los condones fue producto del ingenio anónimode los vinicultores cubanos, la tradición de fabricarlo en unpaís donde el ron es el rey es un legado de la familia deEstévez.

Su abuelo, originario de las Islas Canarias, compró una fincaen las afueras de La Habana y Estévez solía ayudarlo en lastemporadas en que lo visitaba a preparar vino para su familia yamigos.

En Cuba, los condones tienen varios usos, además de laproducción de vino. Algunos pescadores los inflan y los anudanpara usarlos como una especie de vela que mantenga a flote lalínea en espera de que pique algún pez en las aguas frente alMalecón.

Aunque de joven vivía en un “solar”, como se llama en Cubaa las vecindades urbanas, Estévez plantó unas parras y con sufruto hacía vino que vendía clandestinamente.

En los años 70, y tras pasar el servicio militar, se hizooficial del Ministerio del Interior y allí le tocó visitar 45países, entre ellos España. Al final también sirvió paraaprender más sobre la fabricación de la bebida.

Y cuando le tocó mudarse a su actual vivienda hace tresdécadas, se llevó sus parras y hasta comenzó a regalar algunasplantas a sus vecinos, a quienes hoy les compra uvas.

“Hoy soy un hombre realizado, satisfecho”, aseguróEstévez.

Su vivienda fue creciendo y ya tiene tres niveles. En el primerouna suerte de garaje convertido en local de ventas y a dondeOrestes hijo despacha las bebidas a clientes; un segundo, en el quevive la familia y con una salida al patio convertido en fábrica; yfinalmente una azotea desde donde cae la parra y que ahora sirvetambién de lugar de reunión para una suerte de club de unos 30vinicultores que un sábado al mes se reúnen para catar eintercambiar ideas.

En 2011 sacó una licencia para poder producir, luego de unaserie de medidas impulsadas por el presidente Raúl Castro paraampliar la iniciativa privada, antes estigmatizada. Ahora es fácilconseguir el azúcar, la levadura y la fruta que necesita, peroEstévez aún tiene que luchar para obtener las botellas.

Según el hombre, su pequeña industria va en crecimiento ypasó de vender unas 10 botellas diarias de vino en 2012, a unas 50en la actualidad. Sus ingresos de oficial retirado — de unos 500pesos cubanos mensuales (cerca de 20 dólares) — se incrementaronal punto de que pudo apoyar financieramente la creación de casasde vino como la suya en otras barriadas de La Habana.

En un país donde una botella de vino importado de España,Chile o Argentina cuesta unos ocho dólares en las tiendasestatales, la familia Estévez ofrece un vaso de un sabroso tintopor cinco pesos cubanos (0,20 centavos de dólar) y una botella por10 pesos (0,40 centavos de dólar).

“Me gusta mucho venir aquí”, dijo a la AP en la puerta delnegocio, Ángel García, un auditor estatal de 43 años y quienantes compraba vino también artesanal pero que consideraba dedudosa procedencia.

Además de su modesto salario en pesos cubanos, García obtieneun sobresueldo de 16 dólares al mes y la opción de Estévez es laideal. “El que hacen aquí no es empalagoso y suelo tomar unasdos botellas a la semana”.

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