Cuando al compositor Martín Urieta —autor de canciones como Mujeres divinas o Acá entre nos— le preguntaron qué opinaba sobre las acusaciones de violación en contra de Vicente Fernández, respondió: “Yo no sé de cosas judiciales, Chente está por encima del bien y del mal”.
En un país donde cada día son asesinadas 10 mujeres —según datos del Inegi— es difícil pensar que una respuesta así cobre popularidad. Pero así fue. En México, la música ranchera no es música: es —diría Flaubert— educación sentimental.
Vicente Fernández fue el último gran charro de México. Lo saben quienes lo amaron, quienes lo odiaron y a quienes les dio igual. Fue el último que se enfundó en un traje de charro porque así se lo enseñó la tradición: su tradición.
Chente fue el bigotón que cobró millones por salir en películas donde no tenía empacho en golpear a las mujeres tras varios tragos de tequila y una montada a caballo. Una escena que antes ya era bastante frecuente en la época de oro del cine mexicano, ese periodo en el que —para bien y para mal— se construyó buena parte de la identidad nacional, como tanto le gustaba decir a otro Fernández: El Indio.
Bajo aquella dicotomía del bien y del mal se edificó, también, la figura de Vicente Fernández. Y es que hay cosas innegables, como que puso a cantar a cuanta estirpe de mexicanos se cruzó con sus canciones. Pero también es innegable que pesó sobre él una acusación por abuso sexual que nunca fue resuelta.
El 10 de febrero de 2021, justo después de que algunas imágenes por televisión mostraban a un Vicente Fernández hinchado y —valga la paradoja— reducido como nunca, la cantante mexicana Lupita Castro dijo a los medios de comunicación que el último charro la había violado cuando tenía 17 años.
“Abusó sexualmente de mí. Es fuerte pero es cierto. Era menor de edad, tenía 17 años y era virgen”, dijo a un canal de televisión de Estados Unidos. Según sus declaraciones, Chente abusó de ella en una posada del programa Siempre en domingo. La mujer nunca presentó denuncia.
Claroscuros de un ídolo
Hombre religioso, amante de los caballos y profundo bebedor de tequila, El charro de Huentitán fue la última personificación tradicional de la ranchera, ese género que curó a tantas generaciones del desamor, la soledad y la tristeza. Pero también fue el hombre que se negó a recibir un trasplante de hígado por temor a que viniera de “un homosexual o un drogadicto”. Chente tenía fobias muy peculiares.
Lo que no le produjo temor fue visitar a Hugo Chávez en el Palacio de Miraflores en 2012 y cantar, a garganta tendida, Lástima que seas ajena. Tampoco pareció tener mucho miedo cuando, en 2016, aseguró que, si se encontraba a Donald Trump, le escupiría en la cara y le mentaría la madre. Él, que apoyó abiertamente la campaña de Hilary Clinton, a la que el empresario venció y se coló a la Casa Blanca por cuatro años.
Vicente Fernández fue el niño que empezó a cantar con una guitarra barata, actuando en fiestas familiares y palenques modestos. Nadie se hubiese imaginado que, años después, en 2013, acabaría siendo investigado en España por el delito de lavado de dinero, luego de que las autoridades señalaran que, en una de sus giras de despedida —porque tuvo varias—, se blanqueó dinero de los cárteles colombianos del narcotráfico.
Años antes, en 1998, su hijo Vicente Jr. fue secuestrado. Lo retuvieron por más de 100 días. Pagaron el rescate. Regresó con vida, con tres dedos mutilados. Nunca se supo el monto que pagó la familia, aunque en su libro El último rey. Biografía no autorizada de Vicente Fernández (Planeta, 2021), la periodista argentina Olga Wornat afirma que fueron 3.2 millones de dólares.
A los viejos idolos rancheros, a todos, desde José Alfredo hasta Antonio Aguilar, les daba por cantar aquello de que con dinero y sin dinero yo sigo siendo el rey. Vicente Fernández fue el último que heredó ese trono. Y lo decoró con 80 discos, 70 millones de copias vendidas en el mercado internacional, 34 películas y hasta una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. La pregunta no es quién sucederá la corona, sino cómo la van a enterrar.