/ sábado 13 de enero de 2018

Markos, exguerrillero colombiano exiliado en México desde hace 30 años

En Colombia, Carlos Alberto Méndez Contreras era militante del M19, joven rebelde, revolucionario convencido de que la humanidad tenía salvación

13:25 hrs. Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Compró una chamarra café para llegar a la cita. Cerca a la playa, donde vive exiliado desde hace treinta años, taparse es una grosería, podría morir cocinado, pero a estas alturas, la muerte le ha susurrado tantas veces al oído, que morir acalorado, le resulta un poema.

13:32 —¿Llegaste?

13:40 —Voy bajando del avión. Ansiedad…

13:43 —Mándame una foto para reconocerte

13:45 —Aquí va

Camisa amarilla, cabello negro, un mechón tapando el rostro completo, la imagen de perfil inconcluso muestra un asiento de avión; un ojo derecho. Medio bigote.

El equipo de televisión lo espera en la sala A justo debajo del pizarrón eléctrico de arribos nacionales como habían quedado. Su vuelo ha llegado a tiempo. Como una especie de parodia donde el ladrón siempre logra escabullirse de quien lo espera, Markos sale por otra puerta. Se ha justificado la llegada de cuatro personas de televisión a las autoridades del Aeropuerto de la Ciudad de México con cámara, tripié y micrófonos, avisando el arribo de un “escritor colombiano”. Apuntan su nombre real, así completo con nombre y apellido. En México, Carlos Alberto Méndez Contreras, escritor, poeta, periodista, corrector de estilo, maestro de literatura y periodismo. En Colombia, Markos, así a secas, estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, ex militante de la otrora guerrilla colombiana conocida como El M19, encarcelado un año y ocho meses por subversión.

No es la primera vez que viajas de Cancún a la capital. Sí la única ocasión desde el exilio, en la que confiesas esta historia llevas  protegiendo, escondiendo durante treinta años.

—¿Quién es… quien es? —pregunta la multitud.

En el fondo de tu clandestinidad hay una sola respuesta.

Yo era Markos.

—Markos era yo y escribía Markos con `k´, era un militante del M19, un joven rebelde colombiano, un revolucionario convencido desde muy chico, un joven lleno de ideales, que creía en que la humanidad tenía salvación—

Tus ojos se han llenado de lágrimas Carlos y has olvidado un detalle…

La silla que te ha elegido a ti para el confesionario da la espalda a una biblioteca con libros que no son tuyos; tu pantalón beige y tu estilo de profesor de literatura, han construido una atmósfera más parecida al Carlos de hoy que al Markos del ayer con su melena larga, bigote descuidado y jeans para la ocasión.

En esa fotografía que sostienes con la derecha mientras el lente se clava en el primer plano de tu rostro, apareces delgado, con un bigote puberto apenas asomado. Tu estás sentado en una cama individual junto a una muchacha que te clava una mirada coqueta, estabas en la cárcel de máxima seguridad de Bellavista en Medellín, donde pasaron grandes capos de la mafia colombiana.

¿Quieres llorar?

Agachas la mirada, te suda la nariz. Tu pose intelectual ha quedado sepultada. Ahora pareces más una víctima, un hombre consternado por el recuerdo de un proyecto perdido, porque lo reconociste Carlos, los rebeldes como tu, lucharon y perdieron.

—-Realmente es la primera vez que cuento esta historia. Mientras yo estoy aquí sentado, muchos compañeros murieron y no pudieron contar la suya—

Has olvidado un detalle Carlos…

A menos de dos metros de ti está un muchacho de quince años, la edad que tenías cuando ya leías a Marx y cantabas trova cubana. Comparte tus ojos miel y el lacio de tu cabello negro, incluso ahora que los comparo, se parece mucho a ti en la foto que enviaste por Whatsapp para reconocerte en el aeropuerto. Es como si el Markos que dejaste en Bogotá estuviera aquí presente, acompañándote a tus espaldas y quien habla es Carlos convertido en escritor. A tu lado está un adolescente que te acompaña mientras te entrevistan para sacar tus secretos desde el exilio para un canal de televisión de la ciudad que te vio nacer: Bogotá. Me habías contado ya, que el muchacho iba en la prepa en el Distrito Federal, que había algunos problemas con su mamá y que guardabas cierto enojo porque un día de pleito, la mujer quemó todos los recuerdos de Markos afuera de la casa donde vivían juntos y sólo alcanzaste a recuperar un dibujo entre las llamas. Hechos cenizas quedaron fotografías, una autobiografía, cartas de tus compañeros de lucha en prisión, dibujos, el periódico donde escribías, revistas de la época y entonces decidiste desterrar ese amor de tus entrañas, lo justificas diciendo que el día en que la mamá de tus hijos le prendió fuego a tu pasado, ella también se quemó por siempre.

Omar ha venido a escuchar tu entrevista, creyendo que viene a oír el testimonio de un periodista, escritor de poemas,  de un literato, de su papá.

Pero insisto Carlos, olvidaste un detalle…

Omar, tu hijo, no conocía la historia de Markos ¿Cómo pudiste esconderle tu pasado tanto tiempo?

Cuando dijiste a la cámara “Markos era yo cuando era guerrillero”, el muchacho alzó la vista con asombro para tratar de encontrarse con tus ojos. Unos ojos ahogados en lágrimas.

El yunque y el martillo

Era un jueves de 1981. El bloque rural del M19 llevaba un año consolidándose en las montañas del sur de Colombia con la ayuda del gobierno cubano y su experiencia en táctica armamentista. La idea era crear una guerrilla cercana a la gente pero alejada de las grandes urbes donde el enemigo acechara. El brazo político del movimiento subversivo fue llamado a la clandestinidad, a ponerse las botas, a ser el brazo armado en las montañas colombianas que defendiera sus fines. Markos  ya estaba lleno de selva sin imaginar que  estaba por perder el único camino cierto para un guerrillero: la libertad.

Semanas atrás, un compañero alzado en armas había decidido hacer proselitismo político de puerta en puerta; llegaba a las casas de los campesinos para contarles la lucha que desde las montañas se gestaba  “por una Colombia justa”. Pero el Ejército detectó el secreto en las montañas cerca a la frontera con Ecuador. Alistó una cuadrilla de más de mil hombres dispuestos a todo con tal de detener a setecientos guerrilleros anclados en el espesor de la selva.

La travesía por la selva fue larguísima. Desde el río Mira, fronterizo con Ecuador, los combatientes entraron al Putumayo y subieron hasta el Caquetá. Desplazar ochocientos hombres en cayucos, con la amenaza de voltearse en el primer mal forcejeo, resultó el primer reto militar del grupo insurgente. Los poblados aledaños tenían reservas. Algunos cerraron las puertas de la casa para volver a salir tres días después, cuando los rebeldes se marcharan. Otros optaron por ayudar a embarcarlos, ofrecieron víveres. Un puñado dio aviso a las autoridades.

Los lugareños aseguran que ahí, la selva es como las mujeres de la zona: impredecibles, rudas, difíciles, tan dominantes. La lluvia haciendo gala de un torrente que se deja caer al salir el sol, con vísperas de arreboles, con temperaturas que superan los 28 grados, con el abrazo de la noche.

14:30 hrs.

Como volcán en erupción, la falda de la montaña se llena de miles de hombres del Ejército de Colombia, enemigo a la vista.

Fusiles G-3, alemanes, lanzagranadas, granadas, bayonetas, armas cortas 9 milímetros, municiones, camuflados, sombreros, fornituras, botas gringas de cuero, así recibió la guerrilla maoísta al rival cerca del Caquetá. La moral estaba en alto pero no era suficiente para 700 hombres pertrechados. La debilidad del M estaba en su interior, en sus filas. Guerrilleros formados en las ciudades que desconocían la inmensidad de la selva.

Los fusiles de ambos bandos escupieron fuego, ruido, plomo y muerte. Algunos repelieron la agresión, otros cayeron de inmediato al pasto que en segundos se tiñe de rojo. El flanco fuerte del Ejército utiliza una longeva táctica militar puesta en marcha desde los tiempos de las tropas napoleónicas para combatir al enemigo: el yunque y el martillo.

Aprovechando el número inferior de guerrilleros en frente, los militares fueron cercando a los guerrilleros del lado ecuatoriano intentando comportarse como un herrero que aplasta al enemigo. El primero en caer  fue un líder campesino cuando una bala le alcanzó la ingle. Era de los pocos que conocía el terreno por donde transitaba Markos haciendo frente a un combate que más tarde lo llevaría al exilio.

El plan de llegar a fortalecer las filas de la guerrilla en el Caquetá se desmoronó al instante. Los pocos que quedaron del M decidieron entregarse, más de cuatrocientos hombres habían caído en la selva. Antes de subir las manos con las armas en tierra, escondieron algunas armas, documentos, cosas comprometedoras.

—El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas. Luego comenzaron los interrogatorios, la tortura sicológica, la presión— Markos llora. Fue condenado a prisión por un consejo de guerra.

Mexilio

México siempre ha sido especial para Colombia, para Markos. Creció al igual que muchos amigos de la época con la música ranchera en las venas, viendo cine mexicano con Antonio Aguilar, Cantinflas, admirando la extensión territorial, esas grandes fincas con hombres que también usaban botas, bigotes, el sombrero bien puesto, llevando a la mujer de su vida en un caballo que se pierde en el camino. Pero para un revolucionario, México era más que novelas, tequila y mariachis. La relación sostenida con esa Cuba rebelde, ser el escondite de León Trotski, la morada temporal del Che, el surgimiento de algunas guerrillas en Guerrero y la hospitalidad de otros compatriotas que zarparon en el exilio primero que Markos, lo hicieron inclinar la balanza por el país de los manitos.

Siglos atrás, México había abierto la puerta a más de veinte mil refugiados españoles que huían del régimen franquista, más tarde acogieron a miles de argentinos, brasileños, chilenos y uruguayos, que escapaban de dictaduras militares.

Desde 1980, cincuenta países han figurado al menos una vez entre los veinte países que más expulsa refugiados, Colombia, país de Markos, ha estado ocho veces en la lista de la ACNUR al igual que Camboya y Uganda, por encima de Yemen, Ucrania, Siria, Sudáfrica, Pakistán, Nicaragua y el Salvador.

Era septiembre de 1985 cuando pisaste por primera vez el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Recuerdas esa sensación de sentirte minúsculo, provinciano ante la inmensidad de una de las ciudades más grandes del mundo. No habían fincas a la vista, ni caballos, ni sombreros. Sí un país con un régimen priísta gobernando por setenta años, represivo con los jóvenes, de mano dura contra cualquier oposición. Viste un Distrito Federal que se caía a pedazos por el terremoto más grande de su historia: abajo quedaron casas, edificios completos, carros sepultados, ¡más de 20 mil muertos¡. Y de nuevo la suerte echada, el destino haciendo de las suyas, la tragicomedia en vivo y a todo color: Markos pasó por Avenida Revolución, atravesó la avenida de los Insurgentes y fue a parar en Avenida de la Paz, su primera casa en el Distrito Federal, cerca al Nobel Gabriel García Márquez.

Los primeros años los siguió encausando la lucha armada. Esa que venía persiguiendo desde Colombia y que ahora le hacía pensar en Latinoamérica. Participó en esfuerzos solidarios con la Nicaragua sandinista, la revolución salvadoreña, los exiliados chilenos, argentinos uruguayos. Y hasta aquí todo era lucha, utopía, botas, clandestinidad, mientras en su tierra natal en vísperas del 91´, se pactó el desarme del M19, tus amigos creyeron en los diálogos, dejaron las armas. Meses después fueron asesinados a quemarropa, unos cuantos sobrevivieron y hoy tienen una curul en el Congreso de Bogotá o viven igual que Markos, en el destierro del exilio.

Para ese tiempo ya habías adoptado tu nueva identidad. Markos se fue, mutó, maduró, cambió, también lo escondiste.

Ya con Carlos al frente, la nueva lucha fue estudiar Filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, hacerse responsable de tres hijos, pagar una renta, eventualmente una hipoteca, ahorrar para la vejez. Carlos aprendió a comer picante, utilizar sus dotes de baile para ligar, tirar los perros, como dicen en Colombia al arte de la seducción. Hablaste de rancheras, de historia en las aulas, con tal de sumergirte en una nueva cultura. México  desplazó a Colombia y aunque se empeña en decir que es su segunda casa, ya es la primera.

Han pasado tres décadas de exilio. Subiste un par de kilos, tienes 46 años, cambiaste los jean por pantalones de vestir y usas lentes. Pero ese  acento tan cachaco, tan rolo, tan bogotano, tan colombiano, siguen ahí anclados en tu garganta.

¿Sabías que Juan Manuel Santos, el Presidente de Colombia, está preparando el terreno para que millones de colombianos regresen al país? ¿que la guerrilla de las FARC está aceptando dejar las armas y renunciar a reclutar niños? ¿sabías del proceso de paz? pregunta una periodista ochentera que cuando nació, Markos ya tenía puestas las botas y había oído hablar de paz.

—La paz sin justicia social no es posible, la paz con pobreza no es posible, la paz con paramilitarismo no es posible. La Paz es un sueño colombiano que se vuelve pesadilla cada vez que la proclaman— la última vez que escuchaste la monosílaba, también fue la última ocasión que viste con vida a tus compañeros de lucha.

Durante treinta años de exilio, Markos se quedó ahí, guardado en su pecho como una mariposa errante que encontró buen nido.

Ahora estás aquí. Has volado de Cancún al Distrito Federal, la ciudad que frecuentas de cuando en vez para reencontrarte con tus hijos. Con tu chamarra nueva para salir a cuadro, tus libros, las fotografías de ese Markos que sobrevivió al yunque y al martillo.

La pregunta obligada. 

Jamás abandonaste la idea de regresar a Colombia, esa por la que peleaste a muerte en la clandestinidad de las montañas. La maleta con la que llegaste, permaneció intacta por un par de años, esperando la oportunidad de subirte a un vuelo con retorno.

Estuviste tentado a quedarte para siempre en los 90 cuando pisaste suelo colombiano después de seis años en el exilio. Querías instalarte en un apartamento pequeño en el centro de Bogotá, incluso consideraste competir por la alcaldía de la capital después de ver algunos simpatizantes del M hacerlo. Pero no, no se pudo, no se puede.

Tampoco pudiste regresar a tu terruño ese sábado de 2009. Veías por el golpe de Estado al Presidente Manuel Zelaya en Honduras cuando sonó el teléfono. Tu hermano del otro lado del auricular confirmó la muerte de mamá. Murió de vieja Markos, murió esperando tu regreso.

La pregunta obligada. A treinta años de distancia, una esposa, cuatro hijos, una carrera como Literato, el mar danzando en los oídos.

—¿Regresaría Markos a Colombia?—

—Quizás me suceda lo que el poeta Tuerto López se pregunta en unos versos: ¿Y qué hago yo con este fusil entre las piernas.

Destacados:

• Yo era Markos, hace parte de la antología, Sin Maletas, historias de refugiados desde el exilio que publicó editorial Icono en Colombia en diciembre de 2017.

• “El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas”, ex guerrillero colombiano narra cómo peleó en la selva.

13:25 hrs. Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Compró una chamarra café para llegar a la cita. Cerca a la playa, donde vive exiliado desde hace treinta años, taparse es una grosería, podría morir cocinado, pero a estas alturas, la muerte le ha susurrado tantas veces al oído, que morir acalorado, le resulta un poema.

13:32 —¿Llegaste?

13:40 —Voy bajando del avión. Ansiedad…

13:43 —Mándame una foto para reconocerte

13:45 —Aquí va

Camisa amarilla, cabello negro, un mechón tapando el rostro completo, la imagen de perfil inconcluso muestra un asiento de avión; un ojo derecho. Medio bigote.

El equipo de televisión lo espera en la sala A justo debajo del pizarrón eléctrico de arribos nacionales como habían quedado. Su vuelo ha llegado a tiempo. Como una especie de parodia donde el ladrón siempre logra escabullirse de quien lo espera, Markos sale por otra puerta. Se ha justificado la llegada de cuatro personas de televisión a las autoridades del Aeropuerto de la Ciudad de México con cámara, tripié y micrófonos, avisando el arribo de un “escritor colombiano”. Apuntan su nombre real, así completo con nombre y apellido. En México, Carlos Alberto Méndez Contreras, escritor, poeta, periodista, corrector de estilo, maestro de literatura y periodismo. En Colombia, Markos, así a secas, estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, ex militante de la otrora guerrilla colombiana conocida como El M19, encarcelado un año y ocho meses por subversión.

No es la primera vez que viajas de Cancún a la capital. Sí la única ocasión desde el exilio, en la que confiesas esta historia llevas  protegiendo, escondiendo durante treinta años.

—¿Quién es… quien es? —pregunta la multitud.

En el fondo de tu clandestinidad hay una sola respuesta.

Yo era Markos.

—Markos era yo y escribía Markos con `k´, era un militante del M19, un joven rebelde colombiano, un revolucionario convencido desde muy chico, un joven lleno de ideales, que creía en que la humanidad tenía salvación—

Tus ojos se han llenado de lágrimas Carlos y has olvidado un detalle…

La silla que te ha elegido a ti para el confesionario da la espalda a una biblioteca con libros que no son tuyos; tu pantalón beige y tu estilo de profesor de literatura, han construido una atmósfera más parecida al Carlos de hoy que al Markos del ayer con su melena larga, bigote descuidado y jeans para la ocasión.

En esa fotografía que sostienes con la derecha mientras el lente se clava en el primer plano de tu rostro, apareces delgado, con un bigote puberto apenas asomado. Tu estás sentado en una cama individual junto a una muchacha que te clava una mirada coqueta, estabas en la cárcel de máxima seguridad de Bellavista en Medellín, donde pasaron grandes capos de la mafia colombiana.

¿Quieres llorar?

Agachas la mirada, te suda la nariz. Tu pose intelectual ha quedado sepultada. Ahora pareces más una víctima, un hombre consternado por el recuerdo de un proyecto perdido, porque lo reconociste Carlos, los rebeldes como tu, lucharon y perdieron.

—-Realmente es la primera vez que cuento esta historia. Mientras yo estoy aquí sentado, muchos compañeros murieron y no pudieron contar la suya—

Has olvidado un detalle Carlos…

A menos de dos metros de ti está un muchacho de quince años, la edad que tenías cuando ya leías a Marx y cantabas trova cubana. Comparte tus ojos miel y el lacio de tu cabello negro, incluso ahora que los comparo, se parece mucho a ti en la foto que enviaste por Whatsapp para reconocerte en el aeropuerto. Es como si el Markos que dejaste en Bogotá estuviera aquí presente, acompañándote a tus espaldas y quien habla es Carlos convertido en escritor. A tu lado está un adolescente que te acompaña mientras te entrevistan para sacar tus secretos desde el exilio para un canal de televisión de la ciudad que te vio nacer: Bogotá. Me habías contado ya, que el muchacho iba en la prepa en el Distrito Federal, que había algunos problemas con su mamá y que guardabas cierto enojo porque un día de pleito, la mujer quemó todos los recuerdos de Markos afuera de la casa donde vivían juntos y sólo alcanzaste a recuperar un dibujo entre las llamas. Hechos cenizas quedaron fotografías, una autobiografía, cartas de tus compañeros de lucha en prisión, dibujos, el periódico donde escribías, revistas de la época y entonces decidiste desterrar ese amor de tus entrañas, lo justificas diciendo que el día en que la mamá de tus hijos le prendió fuego a tu pasado, ella también se quemó por siempre.

Omar ha venido a escuchar tu entrevista, creyendo que viene a oír el testimonio de un periodista, escritor de poemas,  de un literato, de su papá.

Pero insisto Carlos, olvidaste un detalle…

Omar, tu hijo, no conocía la historia de Markos ¿Cómo pudiste esconderle tu pasado tanto tiempo?

Cuando dijiste a la cámara “Markos era yo cuando era guerrillero”, el muchacho alzó la vista con asombro para tratar de encontrarse con tus ojos. Unos ojos ahogados en lágrimas.

El yunque y el martillo

Era un jueves de 1981. El bloque rural del M19 llevaba un año consolidándose en las montañas del sur de Colombia con la ayuda del gobierno cubano y su experiencia en táctica armamentista. La idea era crear una guerrilla cercana a la gente pero alejada de las grandes urbes donde el enemigo acechara. El brazo político del movimiento subversivo fue llamado a la clandestinidad, a ponerse las botas, a ser el brazo armado en las montañas colombianas que defendiera sus fines. Markos  ya estaba lleno de selva sin imaginar que  estaba por perder el único camino cierto para un guerrillero: la libertad.

Semanas atrás, un compañero alzado en armas había decidido hacer proselitismo político de puerta en puerta; llegaba a las casas de los campesinos para contarles la lucha que desde las montañas se gestaba  “por una Colombia justa”. Pero el Ejército detectó el secreto en las montañas cerca a la frontera con Ecuador. Alistó una cuadrilla de más de mil hombres dispuestos a todo con tal de detener a setecientos guerrilleros anclados en el espesor de la selva.

La travesía por la selva fue larguísima. Desde el río Mira, fronterizo con Ecuador, los combatientes entraron al Putumayo y subieron hasta el Caquetá. Desplazar ochocientos hombres en cayucos, con la amenaza de voltearse en el primer mal forcejeo, resultó el primer reto militar del grupo insurgente. Los poblados aledaños tenían reservas. Algunos cerraron las puertas de la casa para volver a salir tres días después, cuando los rebeldes se marcharan. Otros optaron por ayudar a embarcarlos, ofrecieron víveres. Un puñado dio aviso a las autoridades.

Los lugareños aseguran que ahí, la selva es como las mujeres de la zona: impredecibles, rudas, difíciles, tan dominantes. La lluvia haciendo gala de un torrente que se deja caer al salir el sol, con vísperas de arreboles, con temperaturas que superan los 28 grados, con el abrazo de la noche.

14:30 hrs.

Como volcán en erupción, la falda de la montaña se llena de miles de hombres del Ejército de Colombia, enemigo a la vista.

Fusiles G-3, alemanes, lanzagranadas, granadas, bayonetas, armas cortas 9 milímetros, municiones, camuflados, sombreros, fornituras, botas gringas de cuero, así recibió la guerrilla maoísta al rival cerca del Caquetá. La moral estaba en alto pero no era suficiente para 700 hombres pertrechados. La debilidad del M estaba en su interior, en sus filas. Guerrilleros formados en las ciudades que desconocían la inmensidad de la selva.

Los fusiles de ambos bandos escupieron fuego, ruido, plomo y muerte. Algunos repelieron la agresión, otros cayeron de inmediato al pasto que en segundos se tiñe de rojo. El flanco fuerte del Ejército utiliza una longeva táctica militar puesta en marcha desde los tiempos de las tropas napoleónicas para combatir al enemigo: el yunque y el martillo.

Aprovechando el número inferior de guerrilleros en frente, los militares fueron cercando a los guerrilleros del lado ecuatoriano intentando comportarse como un herrero que aplasta al enemigo. El primero en caer  fue un líder campesino cuando una bala le alcanzó la ingle. Era de los pocos que conocía el terreno por donde transitaba Markos haciendo frente a un combate que más tarde lo llevaría al exilio.

El plan de llegar a fortalecer las filas de la guerrilla en el Caquetá se desmoronó al instante. Los pocos que quedaron del M decidieron entregarse, más de cuatrocientos hombres habían caído en la selva. Antes de subir las manos con las armas en tierra, escondieron algunas armas, documentos, cosas comprometedoras.

—El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas. Luego comenzaron los interrogatorios, la tortura sicológica, la presión— Markos llora. Fue condenado a prisión por un consejo de guerra.

Mexilio

México siempre ha sido especial para Colombia, para Markos. Creció al igual que muchos amigos de la época con la música ranchera en las venas, viendo cine mexicano con Antonio Aguilar, Cantinflas, admirando la extensión territorial, esas grandes fincas con hombres que también usaban botas, bigotes, el sombrero bien puesto, llevando a la mujer de su vida en un caballo que se pierde en el camino. Pero para un revolucionario, México era más que novelas, tequila y mariachis. La relación sostenida con esa Cuba rebelde, ser el escondite de León Trotski, la morada temporal del Che, el surgimiento de algunas guerrillas en Guerrero y la hospitalidad de otros compatriotas que zarparon en el exilio primero que Markos, lo hicieron inclinar la balanza por el país de los manitos.

Siglos atrás, México había abierto la puerta a más de veinte mil refugiados españoles que huían del régimen franquista, más tarde acogieron a miles de argentinos, brasileños, chilenos y uruguayos, que escapaban de dictaduras militares.

Desde 1980, cincuenta países han figurado al menos una vez entre los veinte países que más expulsa refugiados, Colombia, país de Markos, ha estado ocho veces en la lista de la ACNUR al igual que Camboya y Uganda, por encima de Yemen, Ucrania, Siria, Sudáfrica, Pakistán, Nicaragua y el Salvador.

Era septiembre de 1985 cuando pisaste por primera vez el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Recuerdas esa sensación de sentirte minúsculo, provinciano ante la inmensidad de una de las ciudades más grandes del mundo. No habían fincas a la vista, ni caballos, ni sombreros. Sí un país con un régimen priísta gobernando por setenta años, represivo con los jóvenes, de mano dura contra cualquier oposición. Viste un Distrito Federal que se caía a pedazos por el terremoto más grande de su historia: abajo quedaron casas, edificios completos, carros sepultados, ¡más de 20 mil muertos¡. Y de nuevo la suerte echada, el destino haciendo de las suyas, la tragicomedia en vivo y a todo color: Markos pasó por Avenida Revolución, atravesó la avenida de los Insurgentes y fue a parar en Avenida de la Paz, su primera casa en el Distrito Federal, cerca al Nobel Gabriel García Márquez.

Los primeros años los siguió encausando la lucha armada. Esa que venía persiguiendo desde Colombia y que ahora le hacía pensar en Latinoamérica. Participó en esfuerzos solidarios con la Nicaragua sandinista, la revolución salvadoreña, los exiliados chilenos, argentinos uruguayos. Y hasta aquí todo era lucha, utopía, botas, clandestinidad, mientras en su tierra natal en vísperas del 91´, se pactó el desarme del M19, tus amigos creyeron en los diálogos, dejaron las armas. Meses después fueron asesinados a quemarropa, unos cuantos sobrevivieron y hoy tienen una curul en el Congreso de Bogotá o viven igual que Markos, en el destierro del exilio.

Para ese tiempo ya habías adoptado tu nueva identidad. Markos se fue, mutó, maduró, cambió, también lo escondiste.

Ya con Carlos al frente, la nueva lucha fue estudiar Filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, hacerse responsable de tres hijos, pagar una renta, eventualmente una hipoteca, ahorrar para la vejez. Carlos aprendió a comer picante, utilizar sus dotes de baile para ligar, tirar los perros, como dicen en Colombia al arte de la seducción. Hablaste de rancheras, de historia en las aulas, con tal de sumergirte en una nueva cultura. México  desplazó a Colombia y aunque se empeña en decir que es su segunda casa, ya es la primera.

Han pasado tres décadas de exilio. Subiste un par de kilos, tienes 46 años, cambiaste los jean por pantalones de vestir y usas lentes. Pero ese  acento tan cachaco, tan rolo, tan bogotano, tan colombiano, siguen ahí anclados en tu garganta.

¿Sabías que Juan Manuel Santos, el Presidente de Colombia, está preparando el terreno para que millones de colombianos regresen al país? ¿que la guerrilla de las FARC está aceptando dejar las armas y renunciar a reclutar niños? ¿sabías del proceso de paz? pregunta una periodista ochentera que cuando nació, Markos ya tenía puestas las botas y había oído hablar de paz.

—La paz sin justicia social no es posible, la paz con pobreza no es posible, la paz con paramilitarismo no es posible. La Paz es un sueño colombiano que se vuelve pesadilla cada vez que la proclaman— la última vez que escuchaste la monosílaba, también fue la última ocasión que viste con vida a tus compañeros de lucha.

Durante treinta años de exilio, Markos se quedó ahí, guardado en su pecho como una mariposa errante que encontró buen nido.

Ahora estás aquí. Has volado de Cancún al Distrito Federal, la ciudad que frecuentas de cuando en vez para reencontrarte con tus hijos. Con tu chamarra nueva para salir a cuadro, tus libros, las fotografías de ese Markos que sobrevivió al yunque y al martillo.

La pregunta obligada. 

Jamás abandonaste la idea de regresar a Colombia, esa por la que peleaste a muerte en la clandestinidad de las montañas. La maleta con la que llegaste, permaneció intacta por un par de años, esperando la oportunidad de subirte a un vuelo con retorno.

Estuviste tentado a quedarte para siempre en los 90 cuando pisaste suelo colombiano después de seis años en el exilio. Querías instalarte en un apartamento pequeño en el centro de Bogotá, incluso consideraste competir por la alcaldía de la capital después de ver algunos simpatizantes del M hacerlo. Pero no, no se pudo, no se puede.

Tampoco pudiste regresar a tu terruño ese sábado de 2009. Veías por el golpe de Estado al Presidente Manuel Zelaya en Honduras cuando sonó el teléfono. Tu hermano del otro lado del auricular confirmó la muerte de mamá. Murió de vieja Markos, murió esperando tu regreso.

La pregunta obligada. A treinta años de distancia, una esposa, cuatro hijos, una carrera como Literato, el mar danzando en los oídos.

—¿Regresaría Markos a Colombia?—

—Quizás me suceda lo que el poeta Tuerto López se pregunta en unos versos: ¿Y qué hago yo con este fusil entre las piernas.

Destacados:

• Yo era Markos, hace parte de la antología, Sin Maletas, historias de refugiados desde el exilio que publicó editorial Icono en Colombia en diciembre de 2017.

• “El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas”, ex guerrillero colombiano narra cómo peleó en la selva.

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