/ miércoles 18 de agosto de 2021

Mexicanos en el Bronx: Defenderse para sobrevivir

Bronx de Nueva York ha alcanzado en reciente fecha nuevos niveles de violencia provocados por el encierro y marginación que ha dejado la pandemia

NUEVA YORK, Estados Unidos.- Fue durante los primeros meses de la pandemia. Luego de terminar su jornada como repartidor de comida, Juan regresaba a su casa y cruzaba en bicicleta el puente de la avenida Willis, que conecta Manhattan con el Bronx. Ahí fue atajado por dos o tres sujetos –no recuerda bien- quienes lo bajaron de la bicicleta. A pesar de no oponer resistencia y entregar su medio de transporte le dieron un tubazo en la cabeza que, de no ser por el casco que traía puesto, hubiera tenido consecuencias fatales.

Poco antes, en febrero de 2020, otro repartidor -también mexicano- fue despojado igualmente de su bicicleta y asesinado con arma de fuego en el mismo punto del atraco a Juan. Desde entonces es común ver a su pequeña hija que va constantemente a dejarle flores a un altar que se levantó en honor a su padre sobre esta avenida que cientos de mexicanos recorren a diario.

Ambas familias son parte de las miles de origen mexicano que viven en este barrio, que trabajan por lo menos 6 días a la semana y que constituyen buena parte de la base productiva de la ciudad de Nueva York. Durante los últimos meses se ha registrado una oleada de violencia contra los repartidores de comida, muchos de ellos mexicanos originarios del estado de Guerrero. Al menos esto es parte de la percepción que se tiene en las calles de Nueva York, en donde el incremento en los homicidios después del periodo de cierre de la ciudad ocasionado por la pandemia también se ha disparado.

“Han asaltado a muchos mexicanos por aquí. Si mi esposo no hubiera traído el casco lo hubieran matado ahí mismo, pero logró escapar. Aunque no todos, ya ve lo que le pasó a Francisco Villalva, que también repartía comida” comenta discreta a Elizabeth, la esposa de Juan.

La joven originaria de Guerrero se refiere a su coterráneo de 29 años, a quien asesinaron el pasado 29 de marzo de 2021 a pocas cuadras del mismo puente Willis, mientras repartía comida. Gracias a la indignación de muchos de sus compañeros, expresada en varias movilizaciones, fue que se pudo ejercer presión al Departamento de Policía de esta ciudad, quien detuvo a un presunto responsable del crimen. La marcha de poco más de tres mil repartidores de comida que avanzó sobre Broadway a lo largo de Manhattan, tuvo efecto. El caso de Villalba es una excepción que confirma la regla: las agresiones y crímenes contra muchas personas quedan impunes, sobre todo si se es migrante latinoamericano, indígena, afroamericano, asiático, lo que se llama en Estados Unidos, gente de color.

Datos públicos del Departamento de Policía neoyorquino muestran que 2019 cerró con 311 asesinatos. Para el primer cuatrimestre de 2020, a fines de abril, según esta estadística local, hubo un aumento del 55% en los homicidios. En junio de ese mismo año, ya con una disminución en los contagios, las hospitalizaciones y las muertes de Covid-19, el aumento en los homicidios llegó a un 79%. A pesar de que, en términos generales, Nueva York no es una ciudad que ha registrado una tasa de homicidios alta, el abrupto aumento puso en alerta a la población y a la policía.

Los repartidores mexicanos se vuelven presas fáciles de otros grupos que viven aquí / Cortesía | Reuters

Es una tarde soleada en Mott Haven, un vecindario del sur del Bronx. Comienza el verano en Nueva York, la gente ocupa las calles, se sienta en sillas de plástico afuera de sus casas y negocios, ponen música (salsa, por supuesto) y charlan entre sí.

Mientras termina sus últimos encargos del día, el tapicero Esteban Estévez, originario del municipio de Santiago Teopantlán, Puebla, hablante de náhuatl, relata con orgullo cómo llegó a esta ciudad en 1990, a los 20 años, en una época en la que cruzar la frontera no era tan difícil como lo es ahora. De inmediato se instaló en este condado y se convirtió en uno más de la gran oleada de poblanos que llegaron a Estados Unidos.

En aquel entonces las calles del Bronx, estaban recomponiéndose, tras pasar dos décadas de destrucción, incendios, desplazamiento y migraciones.

Esteban fue aprendiendo el oficio de la tapicería y después de algunos años, su maestro le heredó el negocio que ahora dirige en el corazón del sur del Bronx y que le da de comer a su familia completa.

En los años 90 todavía quedaba el rastro de los incendios que los landlords, los dueños de los inmuebles, ocasionaban para cobrar los seguros y negociar la compra-venta de los predios con inversionistas que, desde entonces, han querido convertir esta parte de la ciudad en un nuevo desarrollo urbanístico lleno de edificios con fachadas de cristal, restaurantes y cafés de moda, pequeños parches de árboles y calles seguras.

Desde la década de 1970, la fama del Bronx se dividió entre la delincuencia, la pobreza y el de ser la cuna de grandes músicos salseros que harían historia en Latinoamérica. Él no lo sabía entonces, pero a su llegada comenzaría una nueva disputa por el territorio entre distintas comunidades: por un lado, los que llegaron desde Puerto Rico persiguiendo el sueño americano desde finales de los 40 y las decenas de miles de familias afroamericanas que poco a poco fueron expulsadas de Manhattan porque el nivel de vida era –y sigue siendo– demasiado alto; y por el otro, las comunidades indígenas y campesinas mexicanas que huían de la violencia.

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A ello hay que sumar a los que ya estaban ahí, que tras haber sobrevivido la era de los incendios, se ganaron su lugar en esta sociedad vertical y construyeron una identidad común. Ellos vieron en los recién llegados una amenaza posible.

Tuvimos que defendernos para sobrevivir

“Nos tiraban huevos, –relata Esteban– nos asaltaban. Cuando llegó mucha gente de Puebla y nos instalamos en esta parte de la ciudad las cosas eran muy difíciles. Pasamos muchas cosas, sólo teníamos un plato y una cuchara porque no había para más. El Bronx era muy solitario, parecía abandonado o como si le hubieran tirado bombas, sólo uniéndonos pudimos salir adelante”.

Esteban ha caminado muchas veces estas calles, conoce a mucha gente, tiene la memoria fresca y recuerda dónde había un baldío y ahora hay un nuevo edificio, dónde estaban los negocios de sus amigos, muchos de ellos ya retirados o fallecidos por Covid-19. Él le cuenta su historia a mucha gente que va llegando, les previene: “cuando llegué a este país, a principios de los 90, me encontré con mucha violencia en esta ciudad, había mucha droga. En aquel tiempo teníamos muchos problemas, nos esperaban en algunos puntos para asaltarnos y quitarnos lo que ganábamos los viernes o los sábados. Recuerdo que llegamos a formar unos grupos o pandillas, para defendernos, no para pelearnos entre nosotros, había paisanos que llegaban en la noche y desde que se bajaban del tren hacían una llamada para que los fuéramos a encontrar, en ese tiempo no había celulares. Nos defendimos y llegaron a cambiar las cosas”.

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NUEVA YORK, Estados Unidos.- Fue durante los primeros meses de la pandemia. Luego de terminar su jornada como repartidor de comida, Juan regresaba a su casa y cruzaba en bicicleta el puente de la avenida Willis, que conecta Manhattan con el Bronx. Ahí fue atajado por dos o tres sujetos –no recuerda bien- quienes lo bajaron de la bicicleta. A pesar de no oponer resistencia y entregar su medio de transporte le dieron un tubazo en la cabeza que, de no ser por el casco que traía puesto, hubiera tenido consecuencias fatales.

Poco antes, en febrero de 2020, otro repartidor -también mexicano- fue despojado igualmente de su bicicleta y asesinado con arma de fuego en el mismo punto del atraco a Juan. Desde entonces es común ver a su pequeña hija que va constantemente a dejarle flores a un altar que se levantó en honor a su padre sobre esta avenida que cientos de mexicanos recorren a diario.

Ambas familias son parte de las miles de origen mexicano que viven en este barrio, que trabajan por lo menos 6 días a la semana y que constituyen buena parte de la base productiva de la ciudad de Nueva York. Durante los últimos meses se ha registrado una oleada de violencia contra los repartidores de comida, muchos de ellos mexicanos originarios del estado de Guerrero. Al menos esto es parte de la percepción que se tiene en las calles de Nueva York, en donde el incremento en los homicidios después del periodo de cierre de la ciudad ocasionado por la pandemia también se ha disparado.

“Han asaltado a muchos mexicanos por aquí. Si mi esposo no hubiera traído el casco lo hubieran matado ahí mismo, pero logró escapar. Aunque no todos, ya ve lo que le pasó a Francisco Villalva, que también repartía comida” comenta discreta a Elizabeth, la esposa de Juan.

La joven originaria de Guerrero se refiere a su coterráneo de 29 años, a quien asesinaron el pasado 29 de marzo de 2021 a pocas cuadras del mismo puente Willis, mientras repartía comida. Gracias a la indignación de muchos de sus compañeros, expresada en varias movilizaciones, fue que se pudo ejercer presión al Departamento de Policía de esta ciudad, quien detuvo a un presunto responsable del crimen. La marcha de poco más de tres mil repartidores de comida que avanzó sobre Broadway a lo largo de Manhattan, tuvo efecto. El caso de Villalba es una excepción que confirma la regla: las agresiones y crímenes contra muchas personas quedan impunes, sobre todo si se es migrante latinoamericano, indígena, afroamericano, asiático, lo que se llama en Estados Unidos, gente de color.

Datos públicos del Departamento de Policía neoyorquino muestran que 2019 cerró con 311 asesinatos. Para el primer cuatrimestre de 2020, a fines de abril, según esta estadística local, hubo un aumento del 55% en los homicidios. En junio de ese mismo año, ya con una disminución en los contagios, las hospitalizaciones y las muertes de Covid-19, el aumento en los homicidios llegó a un 79%. A pesar de que, en términos generales, Nueva York no es una ciudad que ha registrado una tasa de homicidios alta, el abrupto aumento puso en alerta a la población y a la policía.

Los repartidores mexicanos se vuelven presas fáciles de otros grupos que viven aquí / Cortesía | Reuters

Es una tarde soleada en Mott Haven, un vecindario del sur del Bronx. Comienza el verano en Nueva York, la gente ocupa las calles, se sienta en sillas de plástico afuera de sus casas y negocios, ponen música (salsa, por supuesto) y charlan entre sí.

Mientras termina sus últimos encargos del día, el tapicero Esteban Estévez, originario del municipio de Santiago Teopantlán, Puebla, hablante de náhuatl, relata con orgullo cómo llegó a esta ciudad en 1990, a los 20 años, en una época en la que cruzar la frontera no era tan difícil como lo es ahora. De inmediato se instaló en este condado y se convirtió en uno más de la gran oleada de poblanos que llegaron a Estados Unidos.

En aquel entonces las calles del Bronx, estaban recomponiéndose, tras pasar dos décadas de destrucción, incendios, desplazamiento y migraciones.

Esteban fue aprendiendo el oficio de la tapicería y después de algunos años, su maestro le heredó el negocio que ahora dirige en el corazón del sur del Bronx y que le da de comer a su familia completa.

En los años 90 todavía quedaba el rastro de los incendios que los landlords, los dueños de los inmuebles, ocasionaban para cobrar los seguros y negociar la compra-venta de los predios con inversionistas que, desde entonces, han querido convertir esta parte de la ciudad en un nuevo desarrollo urbanístico lleno de edificios con fachadas de cristal, restaurantes y cafés de moda, pequeños parches de árboles y calles seguras.

Desde la década de 1970, la fama del Bronx se dividió entre la delincuencia, la pobreza y el de ser la cuna de grandes músicos salseros que harían historia en Latinoamérica. Él no lo sabía entonces, pero a su llegada comenzaría una nueva disputa por el territorio entre distintas comunidades: por un lado, los que llegaron desde Puerto Rico persiguiendo el sueño americano desde finales de los 40 y las decenas de miles de familias afroamericanas que poco a poco fueron expulsadas de Manhattan porque el nivel de vida era –y sigue siendo– demasiado alto; y por el otro, las comunidades indígenas y campesinas mexicanas que huían de la violencia.

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A ello hay que sumar a los que ya estaban ahí, que tras haber sobrevivido la era de los incendios, se ganaron su lugar en esta sociedad vertical y construyeron una identidad común. Ellos vieron en los recién llegados una amenaza posible.

Tuvimos que defendernos para sobrevivir

“Nos tiraban huevos, –relata Esteban– nos asaltaban. Cuando llegó mucha gente de Puebla y nos instalamos en esta parte de la ciudad las cosas eran muy difíciles. Pasamos muchas cosas, sólo teníamos un plato y una cuchara porque no había para más. El Bronx era muy solitario, parecía abandonado o como si le hubieran tirado bombas, sólo uniéndonos pudimos salir adelante”.

Esteban ha caminado muchas veces estas calles, conoce a mucha gente, tiene la memoria fresca y recuerda dónde había un baldío y ahora hay un nuevo edificio, dónde estaban los negocios de sus amigos, muchos de ellos ya retirados o fallecidos por Covid-19. Él le cuenta su historia a mucha gente que va llegando, les previene: “cuando llegué a este país, a principios de los 90, me encontré con mucha violencia en esta ciudad, había mucha droga. En aquel tiempo teníamos muchos problemas, nos esperaban en algunos puntos para asaltarnos y quitarnos lo que ganábamos los viernes o los sábados. Recuerdo que llegamos a formar unos grupos o pandillas, para defendernos, no para pelearnos entre nosotros, había paisanos que llegaban en la noche y desde que se bajaban del tren hacían una llamada para que los fuéramos a encontrar, en ese tiempo no había celulares. Nos defendimos y llegaron a cambiar las cosas”.

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