/ domingo 13 de enero de 2019

Nueva York, cielo e infierno para la corresponsal Jennie Matthew

La ciudad es esclava de lo material, en una época prohibitivamente cara. Cada vez es más claro que sólo los millonarios pueden progresar en Manhattan: Jennie Matthew

Antes de dejar su puesto como corresponsal de la Agencia Francesa de Noticias en la ciudad estadounidense, la periodista relata su experiencia en la ciudad que considera “el mejor lugar en el que he vivido o probablemente viviré”

La primera vez que almorcé en Nueva York, me gritaron. En aquel entonces, quedé avergonzada e intimidada. Cuando me fui de la ciudad, yo misma estaba gritando.

Nueva York le hace eso a la gente.

En ese momento, acababa de desembarcar o, más bien, de bajar de un vuelo después de 10 años de vivir en Medio Oriente, África y el sudeste asiático, y estaba maravillada por todo.

Me puse en la fila de un comercio durante la hora del almuerzo y conté 27 variedades de emparedados de huevo. 'Wow', pensé, preguntándome cómo alguien podría empalmar, cortar y mezclar huevos de 27 maneras distintas. Con la mente en blanco, quedé muda cuando el empleado me preguntó por mi pedido.

"¡Oye, decídete o salte de la fila!", gritó el chico detrás del mostrador.

Me fui y nunca volví.

Cinco años más tarde, me voy de Nueva York más impaciente que nunca. Tener que esperar más de unos pocos segundos en el semáforo, la lentitud de un turista que se entretiene en la acera o el horror de no poder obtener el talle adecuado de unos carísimos pantalones de yoga con sólo un clic del mouse me pueden provocar una gran indignación.

Foto LifeStyle

Descaro y adrenalina

Cuando vivía en Sudán y Pakistán, la gente sentía pena por mí. En el segundo en que me mudé a Nueva York, todo cambió. Amigos y familiares que no había visto en años vinieron repentinamente en tropel, atraídos por una de las ciudades más intensas del mundo, con un glamour, descaro y adrenalina que hace que todos los demás se vean desaliñados, tímidos y con una lentitud que mata.

Incluso para una pasajera de avión nerviosa como yo, el aterrizaje sobre el brillante horizonte de Manhattan nunca parece algo viejo.

Nueva York es un lugar que va rápido. En la ciudad que nunca duerme, merodear es una pérdida de tiempo, quizás el peor pecado. El tiempo es dinero, siempre hay un millón de cosas que hacer y nunca tiempo suficiente para hacerlas.

Los terrenos baldíos de la autopista de Nueva Jersey se transforman instantáneamente cuando aparece a la vista el brillo de la Torre de la Libertad, símbolo de la resilencia y construida después del 9/11 donde estaba el World Trade Center.

¿El semáforo acaba de ponerse rojo? A pasarlo rápido. ¿El vagón del metro está demasiado lleno? Avanza y grítales a todos para que retrocedan.

Puede que no seas nadie, pero estás compartiendo los inmuebles más atestados de Estados Unidos con algunas de las personas más ricas, talentosas y exitosas del planeta.

Cuando llegué por primera vez, Robert de Niro rodaba una película a la vuelta de la esquina. También tuve un breve entusiasmo por frecuentar la misma hamburguesería a la que iba el famoso escritor británico Martin Amis (nunca lo vi).

Luego de mudarme a Harlem, mi parada de autobús fue en la calle 110, como en la canción de Bobby Womack. Por la carretera se encontraba el Teatro Apollo, punto de despegue de mil carreras.

Incluso yo, una de las personas más hogareñas de la ciudad, me he codeado en fiestas con gente como Naomi Campbell (impresionante), Donatella Versace (escalofriante) y Lady Gaga (pequeña). Más de una vez Anna Wintour fijó su mirada helada en mi anticuado abrigo verde.

A los escépticos, que son tipo antiestadounidenses, les digo que Nueva York representa lo mejor de Estados Unidos. Tolerante, pujando hacia la renovación, infinitamente optimista e inclusivo: un lugar donde se habla hebreo y árabe en el mismo vagón del metro, y abuelas menudas toleran la música de un rap ensordecedor.

Es una ciudad en constante regeneración.

Foto Life Style

Deseo de riqueza

Ha sido la puerta de entrada para inmigrantes por generaciones, puedes tomar un desayuno israelí, un almuerzo yemení o pedir que te traigan comida china a tu apartamento para la cena.

Durante mi estadía, la celebración islámica Eid al-Fitr y el año nuevo chino se consideraron feriados escolares; las fiestas judías lo han sido durante años.

Mis vecinos indios pusieron un calendario de adviento de chocolate en el vestíbulo. Menorás, y no sólo árboles de Navidad, adornaron casi todos los edificios públicos a partir de diciembre.

Mi acento (británico) rara vez provoca comentarios. Te aceptan en un crisol donde millones de personas vienen de otra parte y esa "otra parte" nunca es tan importante como estar en Nueva York.

Por más cursi que suene, te hace ser más abierto. Ya no asumo que cuando alguien se refiere a una pareja, habla de su socio o de un miembro del sexo opuesto. También puede hacerte más estridente. El movimiento #MeToo me abrió los ojos a desigualdades frente a las que antes me encogía de hombros creyendo que eran "parte de la vida".

Después de periodos cubriendo guerras en Irak, Afganistán y Siria y durante años de autoconsciencia sobre si mi trasero no estaba cubierto, ahora apenas noto los minishorts en verano y ni pienso en el ya tradicional “Día de viajar sin pantalones en el metro”.

La energía cinética de compartir una pequeña masa de tierra con tanta gente brillante te alienta a ser más determinado, a estar más en forma, a mantenerte más informado y actualizado, y te inculca el deseo de ser más rico.

Foto Life Style

No todo es oro

Nueva York ha sido una convergencia de mis vidas pasadas. Hay una sucursal de mi lugar favorito de emparedados de Jerusalén, bares de kebabs afganos, restauradores de habla griega, subastadores de arte de Londres y refugiados sirios en el Parque Central.

Fue en Nueva York donde vi a Abu Hamza, la pesadilla de los tabloides de Londres, que fue condenado a cadena perpetua, aunque antes la jueza le ofreciera una dona.

Fue también en Nueva York donde vi a Hillary Clinton ungida como primera mujer candidata a la presidencia de un partido importante y a Donald Trump clamar su victoria ante una sala llena de simpatizantes y fanáticos en las elecciones de 2016.

Puede que el “sueño americano”, por duro que sea, aún viva y prospere en Nueva York. Pero, como la mayoría de las cosas estadounidenses que se ven radiantes en la superficie, no todo lo que brilla es oro.

El metro está en plena crisis, es difícil evitar el viaje aplastante y, sí, he visto excrementos humanos en el pasillo.

La ciudad es esclava de lo material, en una época prohibitivamente cara. Cada vez es más claro que sólo los millonarios pueden progresar en Manhattan, mientras que el resto de nosotros nos vemos obligados a hacer largos desplazamientos desde distritos de las afueras.

La crónica falta de vivienda, la crisis de los opioides o las divisiones raciales en la asistencia sanitaria y la educación de alguna manera nunca reciben suficiente atención.

Derroché los ahorros de mi vida en el pago inicial de un apartamento en el que apenas se puede hacer girar a un gato, e incluso entonces tuve que alquilar mi habitación de vez en cuando para pagar lujos que una vez di por sentados.

El reciclaje está a años luz de Europa. La basura se acumula en las noches de calor, con un tufillo similar al de la playa en Gaza o una alcantarilla en Bagdad. Las carreteras están llenas de baches.

Quizás en lo único en lo que concuerdan los demócratas y los republicanos es en los aeropuertos de "tercer mundo" de Nueva York.

Mis cinco años han visto un ciclo deprimente de celebridades muertas, no por causas naturales, sino por sobredosis de drogas y suicidios.

Foto Life Style

Trump, un neoyorquino

Si bien la ciudad es infinitamente estimulante, también puede ser completamente enloquecedora. Hay otros pocos lugares en el mundo donde se tiene que abrir la ventana cuando está nevando porque el edificio no bajará la calefacción central del nivel de calor que hace en el desierto del Sahara.

Las autoridades de Nueva York parecen vivir en una suerte de pánico constante.

En verano, te acosan con advertencias sobre calor peligroso. Cuando llueve, las alertas de inundaciones repentinas acaparan tu celular. En invierno, las advertencias apocalípticas de la amenaza de nieve provocan el almacenamiento y la vigilancia compulsiva.

Los últimos dos años han estado marcados por el colapso nervioso colectivo del Estados Unidos liberal, todavía conmocionado, angustiado e incrédulo de que Trump sea el presidente de lo que ellos y el resto de los estadounidenses consideran el mejor país del mundo.

Lo que acecha debajo de la superficie, aunque rara vez se reconoce, es que él es uno de ellos. Nos guste o no, es un neoyorquino, la máxima personificación de la impetuosa década de 1980.

El ascenso de Trump ha sido la última bofetada para la elite de Manhattan que desdeñó al magnate por sus sonados divorcios, derrumbados casinos y escandalosas bancarrotas.

Su visión de Estados Unidos es la antítesis de lo que representa la Nueva York colectiva. Sus pronunciamientos agitan a legisladores, conductores de televisión, actores y músicos. Incluso Wall Street está nervioso.

Una ciudad tan grande y tan poderosa en un Estados Unidos descentralizado está en gran parte protegida de las incursiones federales. Los turistas aún acuden en bandada. Broadway está mejor que nunca y la mayoría de los problemas son anteriores a la administración de Trump.

Foto Life Style

Sin embargo, incluso aquí, las redadas de inmigrantes se han convertido en realidad. Miles de trabajadores indocumentados viven en un universo paralelo. El odio está en aumento. En una ciudad donde, con un 13 por ciento, la población judía es la más grande fuera de Israel, las sinagogas han sido objeto de vandalismo.

Cuando les digo a amigos estadounidenses que Nueva York y Estados Unidos sobrevivirán a Trump, parecen inseguros. Su legendaria confianza está ahora profundamente afectada.

Cuando me vaya, lo que más recordaré son los neoyorquinos comunes que he conocido, deslumbrantes en su diversidad, y a los gigantes sobre los que he reporteado. Vástagos del “sueño americano”. Escribí sobre diseñadores como Ralph Lauren o Tommy Hilfiger, o el magnate de Microsoft Bill Gates, cuyo baño del hotel era más grande que mi apartamento.

Por encima de todo, Nueva York te pone en tu lugar. Rey del mundo un minuto, masticado y escupido al siguiente instante.

No hay nada más brutal que volver a los suburbios en el metro después de encontrarte con Rihanna en una fiesta, entrevistar a un compositor veinteañero sobre su nuevo musical o tener a un paso a un millonario con cara de bebé en Christie's después de que éste pagó más dinero por una obra de arte de lo que ganarás en toda tu vida.

Aun así, sigue siendo el mejor lugar en el que he vivido o probablemente viviré.



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Deezer

Antes de dejar su puesto como corresponsal de la Agencia Francesa de Noticias en la ciudad estadounidense, la periodista relata su experiencia en la ciudad que considera “el mejor lugar en el que he vivido o probablemente viviré”

La primera vez que almorcé en Nueva York, me gritaron. En aquel entonces, quedé avergonzada e intimidada. Cuando me fui de la ciudad, yo misma estaba gritando.

Nueva York le hace eso a la gente.

En ese momento, acababa de desembarcar o, más bien, de bajar de un vuelo después de 10 años de vivir en Medio Oriente, África y el sudeste asiático, y estaba maravillada por todo.

Me puse en la fila de un comercio durante la hora del almuerzo y conté 27 variedades de emparedados de huevo. 'Wow', pensé, preguntándome cómo alguien podría empalmar, cortar y mezclar huevos de 27 maneras distintas. Con la mente en blanco, quedé muda cuando el empleado me preguntó por mi pedido.

"¡Oye, decídete o salte de la fila!", gritó el chico detrás del mostrador.

Me fui y nunca volví.

Cinco años más tarde, me voy de Nueva York más impaciente que nunca. Tener que esperar más de unos pocos segundos en el semáforo, la lentitud de un turista que se entretiene en la acera o el horror de no poder obtener el talle adecuado de unos carísimos pantalones de yoga con sólo un clic del mouse me pueden provocar una gran indignación.

Foto LifeStyle

Descaro y adrenalina

Cuando vivía en Sudán y Pakistán, la gente sentía pena por mí. En el segundo en que me mudé a Nueva York, todo cambió. Amigos y familiares que no había visto en años vinieron repentinamente en tropel, atraídos por una de las ciudades más intensas del mundo, con un glamour, descaro y adrenalina que hace que todos los demás se vean desaliñados, tímidos y con una lentitud que mata.

Incluso para una pasajera de avión nerviosa como yo, el aterrizaje sobre el brillante horizonte de Manhattan nunca parece algo viejo.

Nueva York es un lugar que va rápido. En la ciudad que nunca duerme, merodear es una pérdida de tiempo, quizás el peor pecado. El tiempo es dinero, siempre hay un millón de cosas que hacer y nunca tiempo suficiente para hacerlas.

Los terrenos baldíos de la autopista de Nueva Jersey se transforman instantáneamente cuando aparece a la vista el brillo de la Torre de la Libertad, símbolo de la resilencia y construida después del 9/11 donde estaba el World Trade Center.

¿El semáforo acaba de ponerse rojo? A pasarlo rápido. ¿El vagón del metro está demasiado lleno? Avanza y grítales a todos para que retrocedan.

Puede que no seas nadie, pero estás compartiendo los inmuebles más atestados de Estados Unidos con algunas de las personas más ricas, talentosas y exitosas del planeta.

Cuando llegué por primera vez, Robert de Niro rodaba una película a la vuelta de la esquina. También tuve un breve entusiasmo por frecuentar la misma hamburguesería a la que iba el famoso escritor británico Martin Amis (nunca lo vi).

Luego de mudarme a Harlem, mi parada de autobús fue en la calle 110, como en la canción de Bobby Womack. Por la carretera se encontraba el Teatro Apollo, punto de despegue de mil carreras.

Incluso yo, una de las personas más hogareñas de la ciudad, me he codeado en fiestas con gente como Naomi Campbell (impresionante), Donatella Versace (escalofriante) y Lady Gaga (pequeña). Más de una vez Anna Wintour fijó su mirada helada en mi anticuado abrigo verde.

A los escépticos, que son tipo antiestadounidenses, les digo que Nueva York representa lo mejor de Estados Unidos. Tolerante, pujando hacia la renovación, infinitamente optimista e inclusivo: un lugar donde se habla hebreo y árabe en el mismo vagón del metro, y abuelas menudas toleran la música de un rap ensordecedor.

Es una ciudad en constante regeneración.

Foto Life Style

Deseo de riqueza

Ha sido la puerta de entrada para inmigrantes por generaciones, puedes tomar un desayuno israelí, un almuerzo yemení o pedir que te traigan comida china a tu apartamento para la cena.

Durante mi estadía, la celebración islámica Eid al-Fitr y el año nuevo chino se consideraron feriados escolares; las fiestas judías lo han sido durante años.

Mis vecinos indios pusieron un calendario de adviento de chocolate en el vestíbulo. Menorás, y no sólo árboles de Navidad, adornaron casi todos los edificios públicos a partir de diciembre.

Mi acento (británico) rara vez provoca comentarios. Te aceptan en un crisol donde millones de personas vienen de otra parte y esa "otra parte" nunca es tan importante como estar en Nueva York.

Por más cursi que suene, te hace ser más abierto. Ya no asumo que cuando alguien se refiere a una pareja, habla de su socio o de un miembro del sexo opuesto. También puede hacerte más estridente. El movimiento #MeToo me abrió los ojos a desigualdades frente a las que antes me encogía de hombros creyendo que eran "parte de la vida".

Después de periodos cubriendo guerras en Irak, Afganistán y Siria y durante años de autoconsciencia sobre si mi trasero no estaba cubierto, ahora apenas noto los minishorts en verano y ni pienso en el ya tradicional “Día de viajar sin pantalones en el metro”.

La energía cinética de compartir una pequeña masa de tierra con tanta gente brillante te alienta a ser más determinado, a estar más en forma, a mantenerte más informado y actualizado, y te inculca el deseo de ser más rico.

Foto Life Style

No todo es oro

Nueva York ha sido una convergencia de mis vidas pasadas. Hay una sucursal de mi lugar favorito de emparedados de Jerusalén, bares de kebabs afganos, restauradores de habla griega, subastadores de arte de Londres y refugiados sirios en el Parque Central.

Fue en Nueva York donde vi a Abu Hamza, la pesadilla de los tabloides de Londres, que fue condenado a cadena perpetua, aunque antes la jueza le ofreciera una dona.

Fue también en Nueva York donde vi a Hillary Clinton ungida como primera mujer candidata a la presidencia de un partido importante y a Donald Trump clamar su victoria ante una sala llena de simpatizantes y fanáticos en las elecciones de 2016.

Puede que el “sueño americano”, por duro que sea, aún viva y prospere en Nueva York. Pero, como la mayoría de las cosas estadounidenses que se ven radiantes en la superficie, no todo lo que brilla es oro.

El metro está en plena crisis, es difícil evitar el viaje aplastante y, sí, he visto excrementos humanos en el pasillo.

La ciudad es esclava de lo material, en una época prohibitivamente cara. Cada vez es más claro que sólo los millonarios pueden progresar en Manhattan, mientras que el resto de nosotros nos vemos obligados a hacer largos desplazamientos desde distritos de las afueras.

La crónica falta de vivienda, la crisis de los opioides o las divisiones raciales en la asistencia sanitaria y la educación de alguna manera nunca reciben suficiente atención.

Derroché los ahorros de mi vida en el pago inicial de un apartamento en el que apenas se puede hacer girar a un gato, e incluso entonces tuve que alquilar mi habitación de vez en cuando para pagar lujos que una vez di por sentados.

El reciclaje está a años luz de Europa. La basura se acumula en las noches de calor, con un tufillo similar al de la playa en Gaza o una alcantarilla en Bagdad. Las carreteras están llenas de baches.

Quizás en lo único en lo que concuerdan los demócratas y los republicanos es en los aeropuertos de "tercer mundo" de Nueva York.

Mis cinco años han visto un ciclo deprimente de celebridades muertas, no por causas naturales, sino por sobredosis de drogas y suicidios.

Foto Life Style

Trump, un neoyorquino

Si bien la ciudad es infinitamente estimulante, también puede ser completamente enloquecedora. Hay otros pocos lugares en el mundo donde se tiene que abrir la ventana cuando está nevando porque el edificio no bajará la calefacción central del nivel de calor que hace en el desierto del Sahara.

Las autoridades de Nueva York parecen vivir en una suerte de pánico constante.

En verano, te acosan con advertencias sobre calor peligroso. Cuando llueve, las alertas de inundaciones repentinas acaparan tu celular. En invierno, las advertencias apocalípticas de la amenaza de nieve provocan el almacenamiento y la vigilancia compulsiva.

Los últimos dos años han estado marcados por el colapso nervioso colectivo del Estados Unidos liberal, todavía conmocionado, angustiado e incrédulo de que Trump sea el presidente de lo que ellos y el resto de los estadounidenses consideran el mejor país del mundo.

Lo que acecha debajo de la superficie, aunque rara vez se reconoce, es que él es uno de ellos. Nos guste o no, es un neoyorquino, la máxima personificación de la impetuosa década de 1980.

El ascenso de Trump ha sido la última bofetada para la elite de Manhattan que desdeñó al magnate por sus sonados divorcios, derrumbados casinos y escandalosas bancarrotas.

Su visión de Estados Unidos es la antítesis de lo que representa la Nueva York colectiva. Sus pronunciamientos agitan a legisladores, conductores de televisión, actores y músicos. Incluso Wall Street está nervioso.

Una ciudad tan grande y tan poderosa en un Estados Unidos descentralizado está en gran parte protegida de las incursiones federales. Los turistas aún acuden en bandada. Broadway está mejor que nunca y la mayoría de los problemas son anteriores a la administración de Trump.

Foto Life Style

Sin embargo, incluso aquí, las redadas de inmigrantes se han convertido en realidad. Miles de trabajadores indocumentados viven en un universo paralelo. El odio está en aumento. En una ciudad donde, con un 13 por ciento, la población judía es la más grande fuera de Israel, las sinagogas han sido objeto de vandalismo.

Cuando les digo a amigos estadounidenses que Nueva York y Estados Unidos sobrevivirán a Trump, parecen inseguros. Su legendaria confianza está ahora profundamente afectada.

Cuando me vaya, lo que más recordaré son los neoyorquinos comunes que he conocido, deslumbrantes en su diversidad, y a los gigantes sobre los que he reporteado. Vástagos del “sueño americano”. Escribí sobre diseñadores como Ralph Lauren o Tommy Hilfiger, o el magnate de Microsoft Bill Gates, cuyo baño del hotel era más grande que mi apartamento.

Por encima de todo, Nueva York te pone en tu lugar. Rey del mundo un minuto, masticado y escupido al siguiente instante.

No hay nada más brutal que volver a los suburbios en el metro después de encontrarte con Rihanna en una fiesta, entrevistar a un compositor veinteañero sobre su nuevo musical o tener a un paso a un millonario con cara de bebé en Christie's después de que éste pagó más dinero por una obra de arte de lo que ganarás en toda tu vida.

Aun así, sigue siendo el mejor lugar en el que he vivido o probablemente viviré.



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