/ sábado 17 de febrero de 2024

Disco duro / “También son pueblo” 

Sí lo son, pero están del lado que fastidia al pueblo bueno y trabajador con sus extorsiones, asesinatos, cobros de piso, que secuestra, que asesina por llevarse un tráiler de mercancías, que encarece los productos con sus maniobras, que talan montes, que venden droga…

No deberían ser, por lo mismo, objeto de consideración o de personalidad jurídica, con los que haya que negociar o transar, como si fueran un sujeto social más.

El presidente López Obrador ha dicho hasta el cansancio que no quiere repetir el “error” de Felipe Calderón de atacarlos frontalmente, que prefiere trabajar por sentar las bases de la justicia social, que hará innecesario, en el largo plazo, que se dediquen a actividades delictivas, al tener todos oportunidades de trabajo y desarrollo.

No suena mal, pero en el corto plazo el hecho es que los grupos criminales no hacen caso de lo que diga el Presidente, aunque él crea, idílicamente, que las bandas ya se están arrepintiendo porque él las fustiga verbalmente. Al contrario, controlan partes del territorio nacional y cada vez son más violentas.

Por eso festejar desde Palacio Nacional que los obispos de Guerrero lograron un acuerdo de “pax narca” entre Los Ardillos y Los Tlacos está fuera de lugar. “Todos tenemos que contribuir a la pacificación”, dijo el mandatario, pero no creemos que a costa de permitirles seguir con sus actividades ilícitas, ni a costa de entregarles la mitad del estado a unos y la otra mitad a los otros.

Reconocerles un papel de interlocución es cederles terreno político; es doblegarse ante su poderío armado y la renuncia del Estado mexicano a cuidar y proteger a sus ciudadanos.

De qué sirve tanto pleito por militarizar la Guardia Nacional, si al final ésta queda como una institución desdentada, sin capacidad para hacer justicia, proteger los bienes de la sociedad y, peor aún, con las manos amarradas para defender a la sociedad de quienes también son pueblo, pero ilegal, que hace daño a los demás todos los días.

En cambio, para el Presidente los que están mal son los que se quejan, lo que, como los transportistas esta semana, salen a las calles a pedir que los proteja el Estado y ya no los maten. Estos sí son calificados de chantajistas, politiqueros, “que quieren afectar a nuestro gobierno”. Igual que pasó con los papás de niños con cáncer que no tenían medicinas o las feministas que pedían acabar con los feminicidios. Y con su lógica reduccionista, toda movilización tiene que ser de inspiración conservadora, cuyos hilos los mueven los malvados de caricatura de Claudio X. González y Carlos Salinas de Gortari.

Estas es la gran paradoja de este sexenio: para quienes exigen al gobierno cumplir su labor, desprecio; para los criminales, consideración.

López Obrador no va a cambiar en los meses finales de su sexenio, pero el gran dilema es para el siguiente gobierno, que heredará tasas de homicidios sin precedente y un avance de bandas criminales suplantando al Estado mexicano.

Sí lo son, pero están del lado que fastidia al pueblo bueno y trabajador con sus extorsiones, asesinatos, cobros de piso, que secuestra, que asesina por llevarse un tráiler de mercancías, que encarece los productos con sus maniobras, que talan montes, que venden droga…

No deberían ser, por lo mismo, objeto de consideración o de personalidad jurídica, con los que haya que negociar o transar, como si fueran un sujeto social más.

El presidente López Obrador ha dicho hasta el cansancio que no quiere repetir el “error” de Felipe Calderón de atacarlos frontalmente, que prefiere trabajar por sentar las bases de la justicia social, que hará innecesario, en el largo plazo, que se dediquen a actividades delictivas, al tener todos oportunidades de trabajo y desarrollo.

No suena mal, pero en el corto plazo el hecho es que los grupos criminales no hacen caso de lo que diga el Presidente, aunque él crea, idílicamente, que las bandas ya se están arrepintiendo porque él las fustiga verbalmente. Al contrario, controlan partes del territorio nacional y cada vez son más violentas.

Por eso festejar desde Palacio Nacional que los obispos de Guerrero lograron un acuerdo de “pax narca” entre Los Ardillos y Los Tlacos está fuera de lugar. “Todos tenemos que contribuir a la pacificación”, dijo el mandatario, pero no creemos que a costa de permitirles seguir con sus actividades ilícitas, ni a costa de entregarles la mitad del estado a unos y la otra mitad a los otros.

Reconocerles un papel de interlocución es cederles terreno político; es doblegarse ante su poderío armado y la renuncia del Estado mexicano a cuidar y proteger a sus ciudadanos.

De qué sirve tanto pleito por militarizar la Guardia Nacional, si al final ésta queda como una institución desdentada, sin capacidad para hacer justicia, proteger los bienes de la sociedad y, peor aún, con las manos amarradas para defender a la sociedad de quienes también son pueblo, pero ilegal, que hace daño a los demás todos los días.

En cambio, para el Presidente los que están mal son los que se quejan, lo que, como los transportistas esta semana, salen a las calles a pedir que los proteja el Estado y ya no los maten. Estos sí son calificados de chantajistas, politiqueros, “que quieren afectar a nuestro gobierno”. Igual que pasó con los papás de niños con cáncer que no tenían medicinas o las feministas que pedían acabar con los feminicidios. Y con su lógica reduccionista, toda movilización tiene que ser de inspiración conservadora, cuyos hilos los mueven los malvados de caricatura de Claudio X. González y Carlos Salinas de Gortari.

Estas es la gran paradoja de este sexenio: para quienes exigen al gobierno cumplir su labor, desprecio; para los criminales, consideración.

López Obrador no va a cambiar en los meses finales de su sexenio, pero el gran dilema es para el siguiente gobierno, que heredará tasas de homicidios sin precedente y un avance de bandas criminales suplantando al Estado mexicano.