Cuando escucho a Claudia Sheinbaum en el arranque de su campaña decir que se crearán universidades de las artes, entro en el túnel del tiempo. Es una vieja idea como un largo anhelo frustrado. Otros piensan que para eso están ya la diversidad de instituciones de educación superior públicas y privadas donde bien o mal se forman los aspirantes a artistas. Reforzarlas, modernizar sus planes de estudio, inyectarles dinero e infraestructura es mejor inversión que poner a circular otros centros formativos. Son las discusiones de siempre, pues.
Del enorme catálogo de episodios vividos, el Centro Nacional de las Artes (Cenart) representa el último esfuerzo por reordenar la educación artística profesional. El lugar común señala que la mayor responsabilidad de esta tarea educativa yace en el INBAL. Y esa mayoría coincide una y otra vez en que el modelo está agotado, su actuar lleno de problemas de todo orden e intransitable para una reorganización. Es decir, sólo cabe el borrón y cuenta nueva.
Esa noción alentó la concepción del Cenart. La afirmación no viene del simple estudio del devenir del aparato estatal en cultura. En esos años 90 del tiempo salinista era director de Prensa y Difusión del Conaculta, siendo mi jefe Javier González Rubio. Un vigoroso Rafael Tovar tuvo la visión de volver al redil del pendiente. Lo hizo aprovechando el abandono en que se encontraba la parte del predio que albergó la Cineteca Nacional.
Al favorecer este nodo de infraestructura con una intención integral, se pensaba detonar una reforma delicada, de alta cirugía administrativa. Atraer al Cenart todo el bloque educativo del INBAL y dejar al instituto con las funciones de preservación y promoción cultural, tan abundantes como complejas. El proceso debería consumarse al finalizar el sexenio de Ernesto Zedillo ya fuera como una suerte de Instituto Politécnico Nacional, como la Universidad Pedagógica Nacional o de plano como universidad autónoma.
En ese plan, el Cenart alentaría su efecto de coordinación como multiplicador del cambio en los estados de la república, donde lo “Nacional” del INBAL ya era un fantasma. Ejemplos de esta política son el Centro de las Artes de San Luis Potosí y el sistema de cinco Ceart en Baja California.
Las intenciones del gobierno no eran de la agenda pública ya que primero era menester ganarse la confianza de la comunidad cultural, de los habitantes del instituto y de sus trabajadores sindicalizados. La batería de atractivos fueron el vistoso complejo en manos de renombrados arquitectos, la vanguardia del diseño de los espacios, el equipamiento -incluido un centro multimedia- y la promesa de una cohabitación generadora de un cluster creativo. No fue posible la conciliación.
El archipiélago se veía así. Las escuelas del INBAL de primer mundo, el Centro de Capacitación Cinematográfica con aspiraciones a ser la gran escuela nacional, el vanguardista Canal 22, la solvente paraestatal Estudios Churubusco con foros y tecnología de envidia, vastos jardines en el justo equilibrio. La cereza del pastel, en ese entonces (1994), un complejo de salas cinematográficas en lo que fuera el cine Pedro Armendáriz, en manos de la consentida del TLCAN, la cadena Cinemark, una suerte de bendición en esos años.
La edificación del Cenart abrió muchos frentes de batalla. Desde el cuestionamiento de la mega obra centralista, pasando por las deficiencias de diseño arquitectónico en las escuelas y la torre, hasta la resistencia sindical y particularmente de la comunidad del Conservatorio Nacional de Música. Su oposición a la mudanza fue letal para consumar los objetivos de la enorme inversión pública en el singular predio ubicado entre Calzada de Tlalpan y Río Churubusco.
Los del Conservatorio ganaron la partida. Sostenían que su nueva sede acusaba notorias deficiencias y que, al abandonar sus instalaciones consideradas patrimonio cultural, de la avenida Presidente Masaryk, se tenía el plan de vender el predio para convertirlo en una plaza comercial. Entonces se llevó a la Escuela Superior de Música, quien salió ganando por tener unas instalaciones bastante fregadas en el centro de Coyoacán.
Por supuesto los trabajadores sindicalizados hicieron su parte, sobre todo los pertenecientes a los centros de investigación, cuya torre emblemática, también acusó severas deficiencias arquitectónicas. Se aceptaron las nuevas instalaciones, pero no se cedió un ápice a cualquier insinuación de modificar al instituto.
Con sus treinta velitas, el Cenart quedó reducido a una suerte de casa de cultura plus. Hace lo que puede, lejos de lo que se llegó a soñar haría. También quedó anulado el futuro de los demás miembros del predio compartido en la alcaldía de Coyoacán. A estas alturas del camino, Rafael Tovar quizá hubiera aceptado que se equivocó al expulsar a los hermanos Gurza con su zoológico: sería un atractivo más para la nutrida audiencia del parque Cenart.