/ jueves 13 de junio de 2024

Contrapesos de la realidad

El apabullante triunfo electoral de la coalición encabezada por Morena, y sobre todo su mayoría calificada en la Cámara de Diputados y probablemente en el Senado, perfilan un cambio radical en el sistema político mexicano. No por nada politólogos hablan de un nuevo régimen. Una concentración de poder no vista en México en tres décadas. Sin división efectiva de poderes ni contrapesos institucionales importantes. En materia económica, sólo los mercados nacionales e internacionales.

El viraje podría darse tan pronto como en “la ventana de septiembre”, con el Plan C de reformas inserto en la plataforma electoral ganadora y bandera del Gobierno actual, ya con un nuevo Congreso capaz de modificar la Constitución.

No debe extrañar que los mercados hayan reaccionado, pues, aunque daban por hecho una victoria de la coalición oficialista, no contaban con este nuevo “carro completo” que deja en vilo al Estado democrático de derecho que fue forjándose desde la segunda mitad de los 90.

El Plan C incluye eliminar la figura de los diputados y senadores plurinominales. Que los consejeros del INE sean electos por voto popular. Eliminar organismos autónomos que responden a un diseño constitucional que reserva funciones técnicas y que requieren de imparcialidad a instituciones de carácter igualmente técnico y con algún nivel de autonomía: Inai, Cofece, IFT y las comisiones Reguladora de Energía y Nacional de Hidrocarburos. Tareas y facultades que pasarían al Ejecutivo.

En el Poder Judicial, jueces, magistrados y ministros también serían electos por voto popular, y habría un tribunal disciplinario para cuestionar sus decisiones. Difícil que todo eso no acabe en un control del poder político sobre la administración de justicia, máxime cuando se da a la par de un importante menoscabo en el derecho de amparo y en las posibilidades de impugnar leyes y decretos.

Por si fuera poco, el Plan incluye consolidar la militarización del país, tanto en materia de seguridad como en áreas críticas para la economía, como aduanas y puertos y aeropuertos.

Con estos cambios, los contrapesos institucionales al poder político quedan muy limitados. Si bien existe espacio jurídico para defender principios legales como la no retroactividad, la coalición gobernante tiene plena capacidad para alterar la Constitución.

Eso es lo que resonó en los mercados, que, de igual forma, quedan como contrapesos últimos reales en términos prácticos, al menos en el campo económico. Esto es positivo, de entrada, para incentivar la disciplina fiscal, y en general, una orientación prudente en las políticas públicas. No es una fuerza desdeñable, teniendo México una economía tan abierta, sobre todo en comparación con otras emergentes.

En la toma de decisiones legislativas y de política pública debe considerarse esa realidad. Que cerca del 88% de nuestro PIB está vinculado al comercio exterior. Que tenemos una cuenta de capitales igualmente abierta, y éstos se mueven con enorme libertad y velocidad, y en volúmenes muy importantes en función tanto de variables internas como externas. Que el peso es una de las divisas emergentes más negociadas del mundo.

No tomar en cuenta estos elementos en la conducción económica del país sería descabellado, comenzando por la estabilidad macroeconómica.

Por lo pronto, no se ve que esté en perspectiva modificar fundamentos como la autonomía del Banco de México y la apuesta al TMEC y a la red de 14 tratados de libre comercio, con intercambio privilegiado o sin aranceles con cerca de 50 países.

A corto plazo, es fundamental ofrecer certeza jurídica para concretar la atracción de inversión extranjera estimulada por el nearshoring. Esto no se dará sin esa certidumbre elemental, y menos aún si, además, no se asegura el abasto de energía limpia, resolviendo los diferendos dentro del TMEC al respecto.

El TMEC es por sí mismo un contrapeso relevante, al imponer límites aceptados por el Estado mexicano y, en términos prácticos, dado que el proyecto de la coalición ganadora requiere de inversión y crecimiento económico para poder sostener sus políticas de distribución de apoyos a la población. Una prioridad ligada a aprovechar el tratado. Además, viene su renegociación en 2026, en un contexto que se está complicando con las elecciones en Estados Unidos, donde crece una retórica del proteccionismo.

Estos acuerdos de libre comercio, protección a las inversiones y procesamiento arbitral de diferendos representan una salvaguarda en temas tan elementales como la protección de la propiedad y el respeto de los contratos. Sin esto, y con un régimen político sin contrapesos institucionales, la inversión en el país podría desplomarse.

Los mercados, en general, son contrapesos oportunos porque las finanzas públicas de México ya están bajo estrés, con el mayor déficit público en casi tres décadas, sobre 6% del PIB.

La experiencia del Estado democrático de derecho con pesos y contrapesos institucionales ha sido una excepción en nuestra historia. La concentración de poder ha sido lo “normal”, con muchos ejemplos catastróficos de lo que puede acarrear, como las crisis de 1968, 1976, 1982 y 1994.

Hoy los riesgos son claros. Sólo en la parte económica, una renegociación del TMEC del que depende nuestra economía y futuro; mayor gasto público sin la contraparte de más ingresos, con el consiguiente deterioro de la calidad de la deuda pública, comprometiendo su grado de inversión; con ello, más presiones inflacionarias, aunadas a las de los compromisos de aumentos salariales y en programas sociales indexados a la inflación. Desde luego, presiones en el tipo de cambio, y, lo más importante a largo plazo, caída de la inversión productiva.

Hay que atender la lección histórica de los riesgos de la concentración de poder. Un gran poder implica una gran responsabilidad.


El apabullante triunfo electoral de la coalición encabezada por Morena, y sobre todo su mayoría calificada en la Cámara de Diputados y probablemente en el Senado, perfilan un cambio radical en el sistema político mexicano. No por nada politólogos hablan de un nuevo régimen. Una concentración de poder no vista en México en tres décadas. Sin división efectiva de poderes ni contrapesos institucionales importantes. En materia económica, sólo los mercados nacionales e internacionales.

El viraje podría darse tan pronto como en “la ventana de septiembre”, con el Plan C de reformas inserto en la plataforma electoral ganadora y bandera del Gobierno actual, ya con un nuevo Congreso capaz de modificar la Constitución.

No debe extrañar que los mercados hayan reaccionado, pues, aunque daban por hecho una victoria de la coalición oficialista, no contaban con este nuevo “carro completo” que deja en vilo al Estado democrático de derecho que fue forjándose desde la segunda mitad de los 90.

El Plan C incluye eliminar la figura de los diputados y senadores plurinominales. Que los consejeros del INE sean electos por voto popular. Eliminar organismos autónomos que responden a un diseño constitucional que reserva funciones técnicas y que requieren de imparcialidad a instituciones de carácter igualmente técnico y con algún nivel de autonomía: Inai, Cofece, IFT y las comisiones Reguladora de Energía y Nacional de Hidrocarburos. Tareas y facultades que pasarían al Ejecutivo.

En el Poder Judicial, jueces, magistrados y ministros también serían electos por voto popular, y habría un tribunal disciplinario para cuestionar sus decisiones. Difícil que todo eso no acabe en un control del poder político sobre la administración de justicia, máxime cuando se da a la par de un importante menoscabo en el derecho de amparo y en las posibilidades de impugnar leyes y decretos.

Por si fuera poco, el Plan incluye consolidar la militarización del país, tanto en materia de seguridad como en áreas críticas para la economía, como aduanas y puertos y aeropuertos.

Con estos cambios, los contrapesos institucionales al poder político quedan muy limitados. Si bien existe espacio jurídico para defender principios legales como la no retroactividad, la coalición gobernante tiene plena capacidad para alterar la Constitución.

Eso es lo que resonó en los mercados, que, de igual forma, quedan como contrapesos últimos reales en términos prácticos, al menos en el campo económico. Esto es positivo, de entrada, para incentivar la disciplina fiscal, y en general, una orientación prudente en las políticas públicas. No es una fuerza desdeñable, teniendo México una economía tan abierta, sobre todo en comparación con otras emergentes.

En la toma de decisiones legislativas y de política pública debe considerarse esa realidad. Que cerca del 88% de nuestro PIB está vinculado al comercio exterior. Que tenemos una cuenta de capitales igualmente abierta, y éstos se mueven con enorme libertad y velocidad, y en volúmenes muy importantes en función tanto de variables internas como externas. Que el peso es una de las divisas emergentes más negociadas del mundo.

No tomar en cuenta estos elementos en la conducción económica del país sería descabellado, comenzando por la estabilidad macroeconómica.

Por lo pronto, no se ve que esté en perspectiva modificar fundamentos como la autonomía del Banco de México y la apuesta al TMEC y a la red de 14 tratados de libre comercio, con intercambio privilegiado o sin aranceles con cerca de 50 países.

A corto plazo, es fundamental ofrecer certeza jurídica para concretar la atracción de inversión extranjera estimulada por el nearshoring. Esto no se dará sin esa certidumbre elemental, y menos aún si, además, no se asegura el abasto de energía limpia, resolviendo los diferendos dentro del TMEC al respecto.

El TMEC es por sí mismo un contrapeso relevante, al imponer límites aceptados por el Estado mexicano y, en términos prácticos, dado que el proyecto de la coalición ganadora requiere de inversión y crecimiento económico para poder sostener sus políticas de distribución de apoyos a la población. Una prioridad ligada a aprovechar el tratado. Además, viene su renegociación en 2026, en un contexto que se está complicando con las elecciones en Estados Unidos, donde crece una retórica del proteccionismo.

Estos acuerdos de libre comercio, protección a las inversiones y procesamiento arbitral de diferendos representan una salvaguarda en temas tan elementales como la protección de la propiedad y el respeto de los contratos. Sin esto, y con un régimen político sin contrapesos institucionales, la inversión en el país podría desplomarse.

Los mercados, en general, son contrapesos oportunos porque las finanzas públicas de México ya están bajo estrés, con el mayor déficit público en casi tres décadas, sobre 6% del PIB.

La experiencia del Estado democrático de derecho con pesos y contrapesos institucionales ha sido una excepción en nuestra historia. La concentración de poder ha sido lo “normal”, con muchos ejemplos catastróficos de lo que puede acarrear, como las crisis de 1968, 1976, 1982 y 1994.

Hoy los riesgos son claros. Sólo en la parte económica, una renegociación del TMEC del que depende nuestra economía y futuro; mayor gasto público sin la contraparte de más ingresos, con el consiguiente deterioro de la calidad de la deuda pública, comprometiendo su grado de inversión; con ello, más presiones inflacionarias, aunadas a las de los compromisos de aumentos salariales y en programas sociales indexados a la inflación. Desde luego, presiones en el tipo de cambio, y, lo más importante a largo plazo, caída de la inversión productiva.

Hay que atender la lección histórica de los riesgos de la concentración de poder. Un gran poder implica una gran responsabilidad.