/ martes 11 de abril de 2023

El agua del molino | La resurrección

Con motivo de la Semana Santa que se celebra en el mundo occidental cristiano como punto de referencia del sentido espiritual y cultural de éste, lo que ha impreso un sello indeleble en nuestra evolución social y por ende histórica, someto a la consideración de mi amable lector las siguientes reflexiones. Nuestra vida carecería de sentido y de proyección si no resucitáramos, es decir, si no volviéramos a nacer, a entender que la vida que tenemos no es la vida que deberíamos de tener en acatamiento a valores superiores del espíritu que justifican y explican lo que Max Scheler llama nuestro puesto en el cosmos, o sea, acorde y en consonancia con nuestra verdadera condición y naturaleza cósmica, universal, en medio de un infinito donde el tiempo y el espacio se deberían a su vez humanizar en el sentido de recobrar el camino, la luz, la esperanza que perdimos o extraviamos al ser ángeles caídos que como lo explica Chesterton (véase San Francisco) han sido y son el resultado (el fruto prohibido) de una precipitación hacia la nada y el absurdo que Kierkegaard hace degenerar en la desesperación de Sartre. Debemos dejar de ser hombres desesperados. Esto es resucitar y romper los velos del silencio. En este orden de ideas el gran Unamuno quería creer, y al quererlo se volvía consciente de un renacer que equivale a la presencia humana de Dios, de un ser parte de ese todo. Es así, repito, la humanización de Dios es nacer de nueva cuenta en el proceso de un destino cósmico en el que Dios se humaniza para ser la expresión física y espiritual de lo que llamamos hombre en el más elevado sentido de la palabra y que equivale a la divinización de lo humano, del ser terreno, que recobra su “terrenalidad” y que Miguel expresó genialmente al hacer del barro polvo divino y de lo divino polvo eterno. Es la creación o resurrección, el verdadero nacimiento. Es el fruto permitido y anhelado, la manzana permitida, buscada y anhelada. Jesús no muere sino vive porque es vida y la que tiene como apariencia terrenal es la negación del amor cósmico que Teilhard de Chardin vio en sus sorprendentes descubrimientos dentro de la escala más baja de la evolución donde no hay resurrección ni nacimiento sino muerte y por ende negación de lo que es vida. Jesús no muere en la cruz sino resucita y renace en el entorno de un concepto que Teilhard de Chardin llama amor universal. Cruz, Amor, Resurrección, Renacimiento, Vida. Teilhard maneja una idea fascinante, a saber, la de que el universo se halla en un proceso de creación, la de que estamos siendo creados y por lo tanto resucitados, renacidos, retornados a la vida que es la ley del universo. En suma, y si la muerte no existe, lo eterno es entonces algo fuera del tiempo y del espacio. Es el mal opuesto al Bien, es la nada opuesta al Todo que es el mismo Dios.

Como conclusión de lo expuesto queda claro que la Resurrección no es un acabamiento sino un comienzo. Comencemos, pues, lo que no hemos terminado e integrémonos a la Resurrección en un proceso que como diría el apóstol Pablo es un nacer constante. Tal es el mensaje de occidente en esta fecha memorable e única y que marca el comienzo de algo que no tiene fin, de lo Eterno en la Eternidad.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

PREMIO UNIVERSIDAD NACIONAL

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho raulcarranca


Con motivo de la Semana Santa que se celebra en el mundo occidental cristiano como punto de referencia del sentido espiritual y cultural de éste, lo que ha impreso un sello indeleble en nuestra evolución social y por ende histórica, someto a la consideración de mi amable lector las siguientes reflexiones. Nuestra vida carecería de sentido y de proyección si no resucitáramos, es decir, si no volviéramos a nacer, a entender que la vida que tenemos no es la vida que deberíamos de tener en acatamiento a valores superiores del espíritu que justifican y explican lo que Max Scheler llama nuestro puesto en el cosmos, o sea, acorde y en consonancia con nuestra verdadera condición y naturaleza cósmica, universal, en medio de un infinito donde el tiempo y el espacio se deberían a su vez humanizar en el sentido de recobrar el camino, la luz, la esperanza que perdimos o extraviamos al ser ángeles caídos que como lo explica Chesterton (véase San Francisco) han sido y son el resultado (el fruto prohibido) de una precipitación hacia la nada y el absurdo que Kierkegaard hace degenerar en la desesperación de Sartre. Debemos dejar de ser hombres desesperados. Esto es resucitar y romper los velos del silencio. En este orden de ideas el gran Unamuno quería creer, y al quererlo se volvía consciente de un renacer que equivale a la presencia humana de Dios, de un ser parte de ese todo. Es así, repito, la humanización de Dios es nacer de nueva cuenta en el proceso de un destino cósmico en el que Dios se humaniza para ser la expresión física y espiritual de lo que llamamos hombre en el más elevado sentido de la palabra y que equivale a la divinización de lo humano, del ser terreno, que recobra su “terrenalidad” y que Miguel expresó genialmente al hacer del barro polvo divino y de lo divino polvo eterno. Es la creación o resurrección, el verdadero nacimiento. Es el fruto permitido y anhelado, la manzana permitida, buscada y anhelada. Jesús no muere sino vive porque es vida y la que tiene como apariencia terrenal es la negación del amor cósmico que Teilhard de Chardin vio en sus sorprendentes descubrimientos dentro de la escala más baja de la evolución donde no hay resurrección ni nacimiento sino muerte y por ende negación de lo que es vida. Jesús no muere en la cruz sino resucita y renace en el entorno de un concepto que Teilhard de Chardin llama amor universal. Cruz, Amor, Resurrección, Renacimiento, Vida. Teilhard maneja una idea fascinante, a saber, la de que el universo se halla en un proceso de creación, la de que estamos siendo creados y por lo tanto resucitados, renacidos, retornados a la vida que es la ley del universo. En suma, y si la muerte no existe, lo eterno es entonces algo fuera del tiempo y del espacio. Es el mal opuesto al Bien, es la nada opuesta al Todo que es el mismo Dios.

Como conclusión de lo expuesto queda claro que la Resurrección no es un acabamiento sino un comienzo. Comencemos, pues, lo que no hemos terminado e integrémonos a la Resurrección en un proceso que como diría el apóstol Pablo es un nacer constante. Tal es el mensaje de occidente en esta fecha memorable e única y que marca el comienzo de algo que no tiene fin, de lo Eterno en la Eternidad.


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