Fue razón de múltiples titulares en los medios de comunicación, el encuentro que diversos representantes de la iglesia católica habrían tenido con grupos delictivos en Guerrero, a fin de mediar un cese al fuego y la reducción de la violencia en sus comunidades. Al margen de la viabilidad de este tipo de iniciativas –que habría que entrarle al tema sin tabús, con base en evidencia y mecanismos democráticos–, el debate público que se generó da testimonio de la estrechez de miras de nuestra política de seguridad.
Se nos olvida que el tipo de violencia armada que atraviesa México no se contrarrestará únicamente desde el punto de vista militar, toda vez que involucra a poblaciones enteras, cuya organización y movilización resulta ser el centro de gravedad para la pacificación del país. Resolver el flagelo de la violencia homicida en nuestro país depende más de la voluntad colectiva de las comunidades, que de la capacidad táctica u operativa del Estado mexicano –que la tiene–, especialmente en aquellos lugares donde civiles armados, tienen la capacidad, la disposición y los incentivos para emplear la violencia.
A fuerza de tumbos, de esto se dieron cuenta algunos personajes de las fuerzas armadas de Estados Unidos en Irak en 2005, 2006 y, particularmente, 2007 –cuando tuvo lugar lo que se conoce como “The Surge” o el incremento de tropas estadounidenses en este país de Medio Oriente. Entre otras cosas, mandos militares decidieron sentarse a la mesa lo mismo con personas chiitas que con sunitas que desempeñaban un rol clave en su entorno social –muchos de ellos terroristas con harta sangre en su haber, incluida la de vidas estadounidenses. A esta política se le denominó “tribal engagement” y se dio en el contexto del Despertar Anbar (Anbar Awakening) –una reconfiguración de alianzas locales que favorecieron a las tropas estadounidenses en su combate a Al Qaeda, y fue un factor crucial para la reducción de la violencia en Iraq durante ese tiempo. Con ayuda de instancias civiles estadounidenses, se establecieron mecanismos de negociación que permitieron “sentar a iraquíes con iraquíes”. Desgraciadamente, la presión social en EU, la falta de voluntad política, la incapacidad para definir objetivos y transmitirlos a la ciudadanía, entre otros aspectos, terminaron por hacer de Irak un fiasco.
Regresando a México, cualquier intento de pacificación pasará por considerar el contexto específico de las comunidades: sus necesidades, formas de organización y, por supuesto, líderes y personas claves –algo que seguramente incluirá a criminales. Sería ingenuo pensar que se pueden pacificar comunidades violentas sin considerar a todos los centros de poder, incluidos aquellos grupos delictivos que por muchos años se han convertido en condición inseparable del paisaje político, social y económico a nivel local, y que, además, forman parte de las intricadas relaciones –y tensiones– de grupos políticos y económicos.
Muy probablemente se tenga que seguir usando la fuerza para los irreconciliables. Empero, mientras no nos quede claro que el Estado mexicano cuenta con mecanismos de mediación, resolución de conflictos y procesos de construcción de paz para reducir la violencia armada, difícilmente superaremos la crisis de seguridad en la que nos encontramos.
Nuestro país tiene que darle una salida política a la violencia homicida.
Discanto: “Dedicado a los antiguos. A aquellos que desde las sombras se encargan que el fuego no se extinga.”