/ lunes 22 de mayo de 2023

Turismofobia: Un fenómeno en expansión

El turismo, como todo fenómeno complejo, tiene también su “cara B”, sobre todo cuando se trata de una expresión de masas

Tres años después del confinamiento, la cuestión sobre qué modelo de turismo quieren las ciudades y comunidades en países como España aún está por definirse.

En un sector que, según Exceltur, supera el 12 por ciento del PIB en ese país, la explosión de un turismo urbano impulsado por vuelos de bajo costo y la irrupción de plataformas digitales de contratación ha tensionado las costuras de la sostenibilidad de los destinos receptores.

Te puede interesar: Cafetaleros resisten al asedio del urbanismo

Tras decaer las restricciones por la pandemia, el retorno masivo de turistas ha reactivado tres cuestiones claves: La sostenibilidad urbanística, la medioambiental y la económica. Porque el turismo ya no sólo es una estadística de visitantes, sino el ariete del impacto globalizador en ciudades y comunidades.

Recientemente el Cabildo de Lanzarote declaraba dicha isla como “turísticamente saturada”; Sevilla, Barcelona o San Sebastián persiguen apartamentos turísticos sin licencia y candidatos de todos los colores debaten si gravar o no con tasas las pernoctaciones.

El cuadro macroeconómico respira consenso: España está a muy poco de sobrepasar las tasas de crecimiento turístico del 2019. Pero resucitan dilemas prepandémicos avivados especialmente desde la llegada a la política de nuevos partidos tras la disrupción social e ideológica del atentado del 15-M.

No caben matices: ¿Tendrá Madrid tasa turística si gana la izquierda? ¿Seguirá De la Cruz la cruzada de Kichi contra los pisos turísticos en Cádiz? ¿Llegará la ecotasa a Canarias?

Y es que el turismo ha bajado a la arena política en forma de “doble T”: Tasas y turismofobia, conceptos surgidos en destinos como Cataluña, Baleares y Valencia y que han extendido su mancha por toda la geografía española.

La turismofobia se refiere al momento en que el roce no hace el cariño entre los locales y los visitantes.

Todos esos ingredientes han cuajado en la llamada turismofobia, un clima cuya temperatura oscila según se pregunte a un vecino de Palma, a un jubilado de Benidorm o si lanzamos una encuesta improvisada en una terraza madrileña en hora pico.

La Universitat de les Illes Balears definió en 2017 el concepto como “un sentimiento de rechazo por los residentes de un destino turístico hacia personas que vienen a visitarlo, pero no personal contra el turista, sino hacia el turismo de masas en general”.

Sean activistas asaltando un bus turístico en Barcelona, acciones contra el “sobreturismo” en Palma, contra la agencia vasca del turismo o contra la “masificación” del Xacobeo, estas quejas, a veces emprendidas por las ramas juveniles de partidos, quedan en la retina como imaginario de este fenómeno.

“No estamos contra el turismo, sino contra la masificación y el turismo descontrolado”, es el mantra que políticos como Ada Colau esgrimen contra determinados modelos cuando se pregunta si Barcelona puede soportar hasta 80 cruceros en un mes.

Pero el turismo, como todo fenómeno complejo, tiene también su “cara B” si vislumbramos otro fenómeno reciente: La España vaciada que pide turno ante los principales touroperadores para revindicar el turismo rural.

Es el caso de Castilla y León con su apuesta por un turismo de desconexión para nuevos perfiles de viajeros que demandan wifi en medio del campo; o Cantabria, donde el turismo no admite debates y sigue siendo ese gran invento y maná de riqueza.

La realidad: Nadie quiere ser Venecia

Tras el fenómeno del turismo urbano, en España subyace otra batalla entre el urbanismo y los intereses económicos de ayuntamientos, hoteleros, vecinos y propietarios de apartamentos y pisos turísticos, un sector sacudido tanto por la oferta ilegal como por la irrupción de plataformas como Airbnb.

El ayuntamiento de Barcelona libra una cruzada contra los departamentos turísticos ilegales, mientras que la Junta de Andalucía prepara una regulación que dará competencias a los ayuntamientos sobre un sector que ya es la mitad de la oferta en la comunidad.

También en Canarias, histórico granero de departamentos turísticos, el Cabildo ha aplicado en esta legislatura las primeras sanciones a pisos sin licencia con el beneplácito del sector hotelero.

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En Donostia el ayuntamiento del PNV y PSE ha suspendido temporalmente la concesión de nuevas licencias para hoteles y pisos turísticos, mientras que en Valencia el gobierno del PSPV y Compromís han iniciado un proceso para restringir la oferta en el centro histórico.

Para las viviendas turísticas, el ayuntamiento de Madrid cambió la normativa y sólo se permitirá su implantación cuando estén en las plantas baja o primera de su edificio y no encima de otra vivienda, suprimiendo la obligatoriedad de que cuenten con acceso independiente y el límite de días de uso al año a partir del cual se exigía licencia.

Tres años después del confinamiento, la cuestión sobre qué modelo de turismo quieren las ciudades y comunidades en países como España aún está por definirse.

En un sector que, según Exceltur, supera el 12 por ciento del PIB en ese país, la explosión de un turismo urbano impulsado por vuelos de bajo costo y la irrupción de plataformas digitales de contratación ha tensionado las costuras de la sostenibilidad de los destinos receptores.

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Tras decaer las restricciones por la pandemia, el retorno masivo de turistas ha reactivado tres cuestiones claves: La sostenibilidad urbanística, la medioambiental y la económica. Porque el turismo ya no sólo es una estadística de visitantes, sino el ariete del impacto globalizador en ciudades y comunidades.

Recientemente el Cabildo de Lanzarote declaraba dicha isla como “turísticamente saturada”; Sevilla, Barcelona o San Sebastián persiguen apartamentos turísticos sin licencia y candidatos de todos los colores debaten si gravar o no con tasas las pernoctaciones.

El cuadro macroeconómico respira consenso: España está a muy poco de sobrepasar las tasas de crecimiento turístico del 2019. Pero resucitan dilemas prepandémicos avivados especialmente desde la llegada a la política de nuevos partidos tras la disrupción social e ideológica del atentado del 15-M.

No caben matices: ¿Tendrá Madrid tasa turística si gana la izquierda? ¿Seguirá De la Cruz la cruzada de Kichi contra los pisos turísticos en Cádiz? ¿Llegará la ecotasa a Canarias?

Y es que el turismo ha bajado a la arena política en forma de “doble T”: Tasas y turismofobia, conceptos surgidos en destinos como Cataluña, Baleares y Valencia y que han extendido su mancha por toda la geografía española.

La turismofobia se refiere al momento en que el roce no hace el cariño entre los locales y los visitantes.

Todos esos ingredientes han cuajado en la llamada turismofobia, un clima cuya temperatura oscila según se pregunte a un vecino de Palma, a un jubilado de Benidorm o si lanzamos una encuesta improvisada en una terraza madrileña en hora pico.

La Universitat de les Illes Balears definió en 2017 el concepto como “un sentimiento de rechazo por los residentes de un destino turístico hacia personas que vienen a visitarlo, pero no personal contra el turista, sino hacia el turismo de masas en general”.

Sean activistas asaltando un bus turístico en Barcelona, acciones contra el “sobreturismo” en Palma, contra la agencia vasca del turismo o contra la “masificación” del Xacobeo, estas quejas, a veces emprendidas por las ramas juveniles de partidos, quedan en la retina como imaginario de este fenómeno.

“No estamos contra el turismo, sino contra la masificación y el turismo descontrolado”, es el mantra que políticos como Ada Colau esgrimen contra determinados modelos cuando se pregunta si Barcelona puede soportar hasta 80 cruceros en un mes.

Pero el turismo, como todo fenómeno complejo, tiene también su “cara B” si vislumbramos otro fenómeno reciente: La España vaciada que pide turno ante los principales touroperadores para revindicar el turismo rural.

Es el caso de Castilla y León con su apuesta por un turismo de desconexión para nuevos perfiles de viajeros que demandan wifi en medio del campo; o Cantabria, donde el turismo no admite debates y sigue siendo ese gran invento y maná de riqueza.

La realidad: Nadie quiere ser Venecia

Tras el fenómeno del turismo urbano, en España subyace otra batalla entre el urbanismo y los intereses económicos de ayuntamientos, hoteleros, vecinos y propietarios de apartamentos y pisos turísticos, un sector sacudido tanto por la oferta ilegal como por la irrupción de plataformas como Airbnb.

El ayuntamiento de Barcelona libra una cruzada contra los departamentos turísticos ilegales, mientras que la Junta de Andalucía prepara una regulación que dará competencias a los ayuntamientos sobre un sector que ya es la mitad de la oferta en la comunidad.

También en Canarias, histórico granero de departamentos turísticos, el Cabildo ha aplicado en esta legislatura las primeras sanciones a pisos sin licencia con el beneplácito del sector hotelero.

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Para las viviendas turísticas, el ayuntamiento de Madrid cambió la normativa y sólo se permitirá su implantación cuando estén en las plantas baja o primera de su edificio y no encima de otra vivienda, suprimiendo la obligatoriedad de que cuenten con acceso independiente y el límite de días de uso al año a partir del cual se exigía licencia.

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