/ domingo 31 de diciembre de 2023

Del Estante | La trágica y desdichada vida de Horacio Quiroga

El escritor uruguayo Horacio Quiroga supo de la muerte desde muy pequeño; el suicidio, incluso de él mismo, marcó su existencia

Trágica, igual o mucho más que las historias que imaginaba, así fue la vida del escritor modernista uruguayo Horacio Quiroga, autor del clásico libro Cuentos de amor, locura y muerte (1917), quien nació, precisamente un 31 de diciembre, como hoy, pero de 1878. Su obra, marcada por el horror y el sufrimiento, fue tan importante para la literatura latinoamericana que se le comparó con el atormentado escritor norteamericano Edgar Alan Poe.

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Hasta su amigo, el escritor Ezequiel Martínez Estrada, redactó alguna vez, en un libro que compila la correspondencia que mantendrían ambos hasta el final de sus días: “Hay en su biografía, dije, una unidad de destino que da a cada episodio una perspectiva y una resonancia constelada de aciagos recuerdos. […] Tal fue la dramática sustancia de su sino, que es fácil y hasta tentador convertir su biografía en una novela luctuosa y emocionante”.

Y es que la pérdida le fue presentada desde muy temprano, cuando aún siendo un bebé de meses su padre, el vicecónsul argentino en Salto (ciudad donde nació), Facundo Quiroga, se pegó un tiro frente a su familia en un accidente de cacería. Tal vez era muy pequeño para que aquella imagen hubiese dejado impronta en su memoria, pero su destino ya había inaugurado una estela de muerte que se extendería incluso más allá de la misma vida del creador del terrorífico cuento El almohadón de plumas.

Horacio Quiroga. | Foto: Gobierno Argentina

Si no lo creen, tan sólo imaginen a Quiroga años después, siendo un adolescente de entre 16 o 17 años —su madre, Pastora Forteza, ya se había casado de nuevo— entrando por casualidad al cuarto de su padrastro, Asencio Barcos, semiparalizado y mudo por un derrame cerebral, para verlo suicidarse con una escopeta que manipuló con sus pies para disparase en la boca.

Aunque buen estudiante, con un gran interés por la filosofía, la literatura, la química, la fotografía y el ciclismo, al grado que llegó a colaborar en importantes publicaciones como La Revista y La Reforma, en el amor tampoco le fue bien, pues su primer amor con María Esther Jurkovskile fue prohibido por los padres de ésta, por no ser judío. Aquella relación daría como resultado dos novelas: Una estación de amor y Las sacrificadas, publicadas en 1917 y 1920.

A los 18 años, después de haber fundado la Revista del Salto, en 1899, con la herencia que le tocó, Quiroga se lanzó a París, ciudad a la que viajó en primera clase, para descubrir su grandeza cosmopolita —epicentro y ejemplo cultural en el siglo XIX— pero también halló su tristeza, las cuales plasmaría en su Diario de viaje a París. Este sería un viaje del que regresaría andrajoso y con una muy poblada barba que es la que nos queda de su memoria, en un viaje de tercera clase.

No todo fue desgracia durante los primeros años de aquel siglo nuevo, a su regreso de París, Quiroga fundó varios círculos literarios y obtuvo importantes colaboraciones con sus cuentos publicaciones, e incluso se instaló en Argentina, donde conocería y entablaría gran amistad con el escritor Leopoldo Lugones —con quien haría una expedición a la selva de Misiones como fotógrafo— y publicaría su primer libro Los arrecifes de coral, en 1901. Pero esa “estabilidad” se vería empañada por la muerte de sus hermanos, Prudencio y Pastora, ambos por tifoidea.

Por si fuera poco, Quiroga tendría que cargar con la culpa de la muerte de su amigo Federico Ferrando, a quien asesinó de forma accidental, al intentar revisar y limpiar el arma de su compañero, antes de batirse en duelo con un periodista que lo había criticado mal. Fue preso, pero por suerte, a los cuatro días Horacio fue liberado.

En un periodo de notable fama, tiempo en que fue maestro en el Colegio Nacional de Buenos Aires, publicó su libro de relatos El crimen de otro, en 1904, fuertemente influenciado por la obra de Poe. También escribió varios cuentos y la novela Los perseguidos, nacida de su experiencia con Lugones y fue colaborador de la prestigiosa revista Caras y caretas.

Quiroga tuvo una estrecha relación con la selva, así que en 1906 regresó a Misiones, donde dos años después construyó una propiedad, en cuyo interior formó una familia con su primera esposa, una estudiante suya, Ana María Cires. Con ella procreó dos hijos, Eglé y Darío, a quienes educó de una peculiar manera, haciéndolos conscientes de los peligros de la jungla desde muy chicos. Lástima que aquel terruño de luz se viera eclipsado por el suicidio de Ana María, quien ingirió químicos para revelar fotografías y cuya agonía fue velada por el mismo escritor.

Ya en la cúspide de su carrera, después de varias idas y venidas entre Buenos Aires y Misiones, y luego de haber tenido un segundo matrimonio, también publicó otros de libros célebres como su colección de relatos Cuentos de la selva, y engendró a otra hija, María Elena, con quien decidió vivir en la selva, en 1932.

El declive de Quiroga comenzó cuando el gobierno, para el que trabajó como juez de paz, le dio aviso de que no requerían más sus servicios. Varios amigos suyos hicieron peticiones y tramitaron su jubilación en argentina. Pero fue en 1935, el mismo año que publicó su libro Más allá, que comenzó a experimentar problemas para orinar y grandes dolores, después de varios análisis se determinó que el escritor tenía un cáncer de próstata muy avanzado.

Fue entonces que lo internaron en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, uno de los mejores de su tiempo en la región. Ahí, Quiroga siguió escribiéndose con Ezequiel Martínez amigo al que consideraba su hermano, junto a la poeta Alfonsina Storni, con quien se dice tuvo un gran romance. Se cuenta que durante sus últimos días, Quiroga se enteró de la presencia de un paciente que permanecía cautivo, llamado Vicente Batistessa, quien padecía una extraña enfermedad que le había provocado grandes deformidades, como la de Josep Merrick, el “Hombre Elefante”, por lo que pidió que lo liberaran para poder conocerlo y se hicieron amigos.

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Fue frente a esa figura que Quiroga atormentado por los dolores decidió adelantarse al ingerir cianuro, el 17 de febrero de 1937. Su muerte causó conmoción y fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores, para luego ser repatriado a Uruguay. Lamentablemente la historia de muerte no terminó ahí, pues sus tres hijos también se suicidaron.

Trágica, igual o mucho más que las historias que imaginaba, así fue la vida del escritor modernista uruguayo Horacio Quiroga, autor del clásico libro Cuentos de amor, locura y muerte (1917), quien nació, precisamente un 31 de diciembre, como hoy, pero de 1878. Su obra, marcada por el horror y el sufrimiento, fue tan importante para la literatura latinoamericana que se le comparó con el atormentado escritor norteamericano Edgar Alan Poe.

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Hasta su amigo, el escritor Ezequiel Martínez Estrada, redactó alguna vez, en un libro que compila la correspondencia que mantendrían ambos hasta el final de sus días: “Hay en su biografía, dije, una unidad de destino que da a cada episodio una perspectiva y una resonancia constelada de aciagos recuerdos. […] Tal fue la dramática sustancia de su sino, que es fácil y hasta tentador convertir su biografía en una novela luctuosa y emocionante”.

Y es que la pérdida le fue presentada desde muy temprano, cuando aún siendo un bebé de meses su padre, el vicecónsul argentino en Salto (ciudad donde nació), Facundo Quiroga, se pegó un tiro frente a su familia en un accidente de cacería. Tal vez era muy pequeño para que aquella imagen hubiese dejado impronta en su memoria, pero su destino ya había inaugurado una estela de muerte que se extendería incluso más allá de la misma vida del creador del terrorífico cuento El almohadón de plumas.

Horacio Quiroga. | Foto: Gobierno Argentina

Si no lo creen, tan sólo imaginen a Quiroga años después, siendo un adolescente de entre 16 o 17 años —su madre, Pastora Forteza, ya se había casado de nuevo— entrando por casualidad al cuarto de su padrastro, Asencio Barcos, semiparalizado y mudo por un derrame cerebral, para verlo suicidarse con una escopeta que manipuló con sus pies para disparase en la boca.

Aunque buen estudiante, con un gran interés por la filosofía, la literatura, la química, la fotografía y el ciclismo, al grado que llegó a colaborar en importantes publicaciones como La Revista y La Reforma, en el amor tampoco le fue bien, pues su primer amor con María Esther Jurkovskile fue prohibido por los padres de ésta, por no ser judío. Aquella relación daría como resultado dos novelas: Una estación de amor y Las sacrificadas, publicadas en 1917 y 1920.

A los 18 años, después de haber fundado la Revista del Salto, en 1899, con la herencia que le tocó, Quiroga se lanzó a París, ciudad a la que viajó en primera clase, para descubrir su grandeza cosmopolita —epicentro y ejemplo cultural en el siglo XIX— pero también halló su tristeza, las cuales plasmaría en su Diario de viaje a París. Este sería un viaje del que regresaría andrajoso y con una muy poblada barba que es la que nos queda de su memoria, en un viaje de tercera clase.

No todo fue desgracia durante los primeros años de aquel siglo nuevo, a su regreso de París, Quiroga fundó varios círculos literarios y obtuvo importantes colaboraciones con sus cuentos publicaciones, e incluso se instaló en Argentina, donde conocería y entablaría gran amistad con el escritor Leopoldo Lugones —con quien haría una expedición a la selva de Misiones como fotógrafo— y publicaría su primer libro Los arrecifes de coral, en 1901. Pero esa “estabilidad” se vería empañada por la muerte de sus hermanos, Prudencio y Pastora, ambos por tifoidea.

Por si fuera poco, Quiroga tendría que cargar con la culpa de la muerte de su amigo Federico Ferrando, a quien asesinó de forma accidental, al intentar revisar y limpiar el arma de su compañero, antes de batirse en duelo con un periodista que lo había criticado mal. Fue preso, pero por suerte, a los cuatro días Horacio fue liberado.

En un periodo de notable fama, tiempo en que fue maestro en el Colegio Nacional de Buenos Aires, publicó su libro de relatos El crimen de otro, en 1904, fuertemente influenciado por la obra de Poe. También escribió varios cuentos y la novela Los perseguidos, nacida de su experiencia con Lugones y fue colaborador de la prestigiosa revista Caras y caretas.

Quiroga tuvo una estrecha relación con la selva, así que en 1906 regresó a Misiones, donde dos años después construyó una propiedad, en cuyo interior formó una familia con su primera esposa, una estudiante suya, Ana María Cires. Con ella procreó dos hijos, Eglé y Darío, a quienes educó de una peculiar manera, haciéndolos conscientes de los peligros de la jungla desde muy chicos. Lástima que aquel terruño de luz se viera eclipsado por el suicidio de Ana María, quien ingirió químicos para revelar fotografías y cuya agonía fue velada por el mismo escritor.

Ya en la cúspide de su carrera, después de varias idas y venidas entre Buenos Aires y Misiones, y luego de haber tenido un segundo matrimonio, también publicó otros de libros célebres como su colección de relatos Cuentos de la selva, y engendró a otra hija, María Elena, con quien decidió vivir en la selva, en 1932.

El declive de Quiroga comenzó cuando el gobierno, para el que trabajó como juez de paz, le dio aviso de que no requerían más sus servicios. Varios amigos suyos hicieron peticiones y tramitaron su jubilación en argentina. Pero fue en 1935, el mismo año que publicó su libro Más allá, que comenzó a experimentar problemas para orinar y grandes dolores, después de varios análisis se determinó que el escritor tenía un cáncer de próstata muy avanzado.

Fue entonces que lo internaron en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, uno de los mejores de su tiempo en la región. Ahí, Quiroga siguió escribiéndose con Ezequiel Martínez amigo al que consideraba su hermano, junto a la poeta Alfonsina Storni, con quien se dice tuvo un gran romance. Se cuenta que durante sus últimos días, Quiroga se enteró de la presencia de un paciente que permanecía cautivo, llamado Vicente Batistessa, quien padecía una extraña enfermedad que le había provocado grandes deformidades, como la de Josep Merrick, el “Hombre Elefante”, por lo que pidió que lo liberaran para poder conocerlo y se hicieron amigos.

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Fue frente a esa figura que Quiroga atormentado por los dolores decidió adelantarse al ingerir cianuro, el 17 de febrero de 1937. Su muerte causó conmoción y fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores, para luego ser repatriado a Uruguay. Lamentablemente la historia de muerte no terminó ahí, pues sus tres hijos también se suicidaron.

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