/ domingo 1 de abril de 2018

Hojas de papel volando | En busca del libro perdido Librerías de viejo

Hojas de papel volando | Joel Hernández Santiago

“¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!... ¡Ay mis libros…!” Es el grito de la Llorona colonial por las calles del Centro de la Ciudad de México. Dicen que aún se escucha pasando la media noche. Que recorre su espacio inmortal, sobre todo la calle de Donceles… “¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!”

Y de pronto se escuchan murmullos que provienen de atrás de las cortinas metálicas de algunos locales. Y el murmullo se vuelve algarabía o llanto o carcajada o chasquido, como si miles de ellos quisieran dialogar, expresarse, manifestarse y decir lo que saben porque saben mucho y quieren la libertad y quieren recorrer nuevos caminos y veredas, cruzar mares y ríos y valles y llanos y cielos abiertos de color celeste, hasta el infinito de otros ojos ávidos por conocerlos y llevarlos de la mano.

Ahí están, platican entre todos: autores y personajes. Ahí se percibe, en un rincón, al huraño Fiodor Dostoievski que no quiere hablar aunque entre labios repita: “Creo en la vida eterna en este mundo, hay momentos en que el tiempo se detiene de repente para dar lugar a la eternidad”; en tanto que William Shakespeare le escucha y contesta: “El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad”.

Se les acerca Virginia Wolf que explica cómo se llega Al Faro y Juan Rulfo que es en sí mismo un murmullo, como habría de llamarse originalmente su Pedro Páramo dice: “Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”. Mientras que Lev Tolstoi riñe con su mujer sin guerra y sin paz y Cervantes, con su lanza busca molinos de viento y le repite a Sancho Panza que “Querer atar las lenguas de los maldicientes es lo mismo que querer poner puertas al campo…”

Y junto a ellos están por ahí Rodion Romanovich Raskolnikov que sigue reflexionando la razón o no de su Crimen y Castigo. El príncipe de Dinamarca, Hamlet, no suelta a su calavera mientras la observa y se sigue preguntando si es o no es, en tanto que el señor Fitzwilliam Darcy sigue cortejando con melosas palabras a Elizabeth Bennet, a pesar del Orgullo y Prejuicio

Miles de ellos, autores y personajes; millones de historias, mitos, certezas, verdades y mentiras, ciencia, pensamiento, sumas y restas, ideas y arrepentimientos… millones de palabras escritas como testimonio de vida, todo ahí: la humanidad en un refugio de guerra contra el tiempo se resiste a morir, porque nunca morirá mientras haya en el mundo un libro, uno solo.

Las llamadas librerías de viejo ya son espacios para el recuerdo, para la nostalgia, para lo que fue y ya no será… aunque sí será. Son el resguardo para el inicio de una nueva vida para cada uno de los libros que se refugiaron ahí y son tratados amorosamente, en silencio en una especie de amor fatal: librero, libros, lectores en un revoltijo que parece promiscuidad editorial pero que no es sino el reflejo mismo de la humanidad hecha de todo y por todo, hacia todos lados.

¡Cuántos de nosotros le debemos tanto a estas librerías de viejo! Muchos estudiantes que fuimos habríamos de recorrer uno a uno estos estancos en los que habríamos de encontrar el famoso libro que necesitábamos para saber lo que había que saber y para seguir la lección de vida de un autor que nos dice cómo y por qué de las cosas del ser humano y sus hechos. Acudir a las librerías de viejo –o de segunda mano—se hizo recurrente y de pronto, necesario.

A Carlos Monsiváis se le veía por las librerías de viejo de Donceles, como a José Emilio Pacheco por la que está sobre la calzada de San Cosme, a unos pasos de San Hipólito, a Miguel Ángel Granados Chapa le gustaba la que está en Miguel Ángel de Quevedo.

En el siglo pasado mexicano, muchas librerías de viejo se ubicaron cerca de los recintos estudiantiles, a donde acudían alumnos de toda escala y provenientes de todo el país; en particular hacia el centro del Distrito Federal –hoy bautizado como CdMx-, muy cerca de San Ildefonso y de la gran Escuela de Medicina en Santo Domingo, en el mismo centro.

Ahí se encontraba de todo y para todo. Ahí estaba la solución para los muchachos que no tenían mucho dinero o no querían ediciones nuevas y sí una edición probada y leída por otros ojos y en otro momento asimismo sublime. Porque el libro es para uno y para muchos. Un libro-tomo que no es leído una y mil veces es un libro perdido y su autor fracasado.

Cada lector toma ese libro que una vez fue nuevo, y cada lector recibe el mismo pensamiento, y más; y cada lector es un universo nuevo con intenciones distintas y expectativas diferentes. De ahí la riqueza del libro “viejo”. Y nunca como aquí se quiere más y se respeta a la vejez.

Y por eso mismo los libros que ingresan a una librería de viejo tienen que cumplir con requisitos básicos, el primero de ellos es ser un libro que ya ha sido leído y que pasa a una segunda etapa de lectura; son libros que ya han sido tomados de la mano, vistos con ojos nuevos y señalados como si fuera un mapamundi de la idea y el recuerdo, para pasar luego a ese gran bodegón en donde reposará un poco en tanto escoge a su lector, porque eso es cierto: ahí los libros escogen a sus lectores y no a la inversa.

Las librerías de viejo huelen a papel viejo, asimismo; huelen a tinta y, sobre todo, a nostalgia. Cuando uno entra a una librería de viejo se le escapan a uno por los ojos, los oídos, y todos los sentidos, los recuerdos, la melancolía de haber visto antes esto en otro espacio y bajo otra luz.

Y toma uno los libros con más respeto que cuando se está en librerías de novedad. Aquí se tiene a disposición el tomo de tal año, con la traducción de… y en la edición de tal: de otros tiempos y otros días en los que el libro era preponderante y el esmero editorial sobrepasaba toda razón para ser arte.

Sí. Porque el arte de lo editorial era tan grande que hombres y mujeres se esmeraban para que un libro en tal edición viviera airoso y mejor hecho y vibrante: como un hijo al que se quiere feliz y dispuesto a la vida útil. Hoy también… pero los libros de hoy deberán dejar pasar el tiempo para hacer su examen de admisión en la universidad de las librerías: las librerías de viejo, que son al mismo tiempo una catedral como también un túnel del tiempo.

Hubo etapas de auge de las librerías de viejo. Todavía hasta antes del año 2000 eran visitadas por estudiantes y maestros, por investigadores y por curiosos amantes de la lectura, las librerías de viejo entregaban el pasado para volverlo presente.

Pero de pronto apareció el mundo nuevo. El mundo raro. El mundo de la cibernética, de la web, del libro en disco o audiolibro o libro digital, de pronto los lectores de hoy tienen a la vista toda la galería del conocimiento a su disposición con sólo apretar uno-dos-tres teclas de la compu y viajar por el infinito sideral para encontrarse con los libros-pantalla. Está bien. Son las posibilidades del tiempo y de los inventos del hombre, que para llegar a hacer esto recurrieron a libros impresos.

Pero las librerías de viejo siguen ahí. Y seguirán ahí. A la espera. Porque todo pensamiento y su palabra requiere un refugio para su preservación. Esto hacen las librerías de viejo; preservar para todos nosotros las huellas del hombre aquí, antes y después. La huella de nuestras ideas estará ahí, para otros, cuando ya no estemos.

El acervo de estas librerías se integra de libros que se compran acá o allá, bibliotecas que se adquieren, libros cuyos dueños originales quieren darles otra oportunidad.

Hay librerías de viejo en distintos lugares de la capital del país. Tantas y en los lugares más insospechados. Las hay, incluso, en el mercadillo semanal de la Lagunilla o en los mercados callejeros que de pronto ofrecen ediciones que vimos hace ¿cuántos años?

Las librerías de viejo tienen en su acervo el gran libro antiguo, el gran libro reserva, el que está en el lugar especial y aparte, no apto para legos. Ahí están aquellas ediciones que tienen vida propia porque pertenecen a la élite de los libros antiguos. Ediciones príncipe de La Grandeza Mexicana, de Bernardo de Balbuena, por ejemplo; o ediciones de los Concilios Provinciales, de Lorenzana -1769-; el Cedulario de Alonso Zorita -1574.

Pero también hay libros económicos. Para todos los gustos, placeres, intereses, ignorancias y recursos. Esto es, los libreros de viejo que hoy se reparten en la Ciudad de México acuden a la oferta, al dos por uno, al libro de diez, quince, veinte, cincuenta, cien pesos, lo urgente es vender, pero también dar vida a los libros que están ahí, a la espera de su lector.

Y de pronto, uno compra un libro y ahí dentro se encuentra con aquel recuerdo pendiente: un separador que es boleto de metro, un sobre de sustituto de azúcar, una carta furtiva de amor inocente, una hoja, una flor y un subrayado que dibuja el interés de su lector original. Todo el recuerdo de que el libro tuvo otra vida, otras vidas.

Y quienes resguardan estas obras y su historia son libreros de esencias. Son libreros que tienen ojos-oídos-tacto-olfato y amor por los libros: todos.

Y viven y conviven con ellos en espacios en los que –decíamos- parece que el caos es la ruina, pero es así que la diferencia está en que cada librero sabe dónde está tal o cual obra, cual autor o cual personaje o historia. El librero mismo es un recipiente de sabiduría que nos dice si la edición que tenemos es buena o merecemos una mejor porque siempre hay una mejor edición del Quijote, por ejemplo.

Así que ahí están las muchas librerías de viejo que aún subsisten, es fácil encontrarlas, son las librerías que nos llaman al paso y que pervivirán porque su tarea y su maldición es la de resguardarnos, la de mantenernos vivos, la de querernos para entregarnos a quien nos quiera en libro, en historia, en dos más dos, en la suma y la resta y en la palabra que dice: amigo-libertad-justicia-amor-futuro-vida-democracia y fin.

“¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!... ¡Ay mis libros!...


“¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!... ¡Ay mis libros…!” Es el grito de la Llorona colonial por las calles del Centro de la Ciudad de México. Dicen que aún se escucha pasando la media noche. Que recorre su espacio inmortal, sobre todo la calle de Donceles… “¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!”

Y de pronto se escuchan murmullos que provienen de atrás de las cortinas metálicas de algunos locales. Y el murmullo se vuelve algarabía o llanto o carcajada o chasquido, como si miles de ellos quisieran dialogar, expresarse, manifestarse y decir lo que saben porque saben mucho y quieren la libertad y quieren recorrer nuevos caminos y veredas, cruzar mares y ríos y valles y llanos y cielos abiertos de color celeste, hasta el infinito de otros ojos ávidos por conocerlos y llevarlos de la mano.

Ahí están, platican entre todos: autores y personajes. Ahí se percibe, en un rincón, al huraño Fiodor Dostoievski que no quiere hablar aunque entre labios repita: “Creo en la vida eterna en este mundo, hay momentos en que el tiempo se detiene de repente para dar lugar a la eternidad”; en tanto que William Shakespeare le escucha y contesta: “El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad”.

Se les acerca Virginia Wolf que explica cómo se llega Al Faro y Juan Rulfo que es en sí mismo un murmullo, como habría de llamarse originalmente su Pedro Páramo dice: “Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”. Mientras que Lev Tolstoi riñe con su mujer sin guerra y sin paz y Cervantes, con su lanza busca molinos de viento y le repite a Sancho Panza que “Querer atar las lenguas de los maldicientes es lo mismo que querer poner puertas al campo…”

Y junto a ellos están por ahí Rodion Romanovich Raskolnikov que sigue reflexionando la razón o no de su Crimen y Castigo. El príncipe de Dinamarca, Hamlet, no suelta a su calavera mientras la observa y se sigue preguntando si es o no es, en tanto que el señor Fitzwilliam Darcy sigue cortejando con melosas palabras a Elizabeth Bennet, a pesar del Orgullo y Prejuicio

Miles de ellos, autores y personajes; millones de historias, mitos, certezas, verdades y mentiras, ciencia, pensamiento, sumas y restas, ideas y arrepentimientos… millones de palabras escritas como testimonio de vida, todo ahí: la humanidad en un refugio de guerra contra el tiempo se resiste a morir, porque nunca morirá mientras haya en el mundo un libro, uno solo.

Las llamadas librerías de viejo ya son espacios para el recuerdo, para la nostalgia, para lo que fue y ya no será… aunque sí será. Son el resguardo para el inicio de una nueva vida para cada uno de los libros que se refugiaron ahí y son tratados amorosamente, en silencio en una especie de amor fatal: librero, libros, lectores en un revoltijo que parece promiscuidad editorial pero que no es sino el reflejo mismo de la humanidad hecha de todo y por todo, hacia todos lados.

¡Cuántos de nosotros le debemos tanto a estas librerías de viejo! Muchos estudiantes que fuimos habríamos de recorrer uno a uno estos estancos en los que habríamos de encontrar el famoso libro que necesitábamos para saber lo que había que saber y para seguir la lección de vida de un autor que nos dice cómo y por qué de las cosas del ser humano y sus hechos. Acudir a las librerías de viejo –o de segunda mano—se hizo recurrente y de pronto, necesario.

A Carlos Monsiváis se le veía por las librerías de viejo de Donceles, como a José Emilio Pacheco por la que está sobre la calzada de San Cosme, a unos pasos de San Hipólito, a Miguel Ángel Granados Chapa le gustaba la que está en Miguel Ángel de Quevedo.

En el siglo pasado mexicano, muchas librerías de viejo se ubicaron cerca de los recintos estudiantiles, a donde acudían alumnos de toda escala y provenientes de todo el país; en particular hacia el centro del Distrito Federal –hoy bautizado como CdMx-, muy cerca de San Ildefonso y de la gran Escuela de Medicina en Santo Domingo, en el mismo centro.

Ahí se encontraba de todo y para todo. Ahí estaba la solución para los muchachos que no tenían mucho dinero o no querían ediciones nuevas y sí una edición probada y leída por otros ojos y en otro momento asimismo sublime. Porque el libro es para uno y para muchos. Un libro-tomo que no es leído una y mil veces es un libro perdido y su autor fracasado.

Cada lector toma ese libro que una vez fue nuevo, y cada lector recibe el mismo pensamiento, y más; y cada lector es un universo nuevo con intenciones distintas y expectativas diferentes. De ahí la riqueza del libro “viejo”. Y nunca como aquí se quiere más y se respeta a la vejez.

Y por eso mismo los libros que ingresan a una librería de viejo tienen que cumplir con requisitos básicos, el primero de ellos es ser un libro que ya ha sido leído y que pasa a una segunda etapa de lectura; son libros que ya han sido tomados de la mano, vistos con ojos nuevos y señalados como si fuera un mapamundi de la idea y el recuerdo, para pasar luego a ese gran bodegón en donde reposará un poco en tanto escoge a su lector, porque eso es cierto: ahí los libros escogen a sus lectores y no a la inversa.

Las librerías de viejo huelen a papel viejo, asimismo; huelen a tinta y, sobre todo, a nostalgia. Cuando uno entra a una librería de viejo se le escapan a uno por los ojos, los oídos, y todos los sentidos, los recuerdos, la melancolía de haber visto antes esto en otro espacio y bajo otra luz.

Y toma uno los libros con más respeto que cuando se está en librerías de novedad. Aquí se tiene a disposición el tomo de tal año, con la traducción de… y en la edición de tal: de otros tiempos y otros días en los que el libro era preponderante y el esmero editorial sobrepasaba toda razón para ser arte.

Sí. Porque el arte de lo editorial era tan grande que hombres y mujeres se esmeraban para que un libro en tal edición viviera airoso y mejor hecho y vibrante: como un hijo al que se quiere feliz y dispuesto a la vida útil. Hoy también… pero los libros de hoy deberán dejar pasar el tiempo para hacer su examen de admisión en la universidad de las librerías: las librerías de viejo, que son al mismo tiempo una catedral como también un túnel del tiempo.

Hubo etapas de auge de las librerías de viejo. Todavía hasta antes del año 2000 eran visitadas por estudiantes y maestros, por investigadores y por curiosos amantes de la lectura, las librerías de viejo entregaban el pasado para volverlo presente.

Pero de pronto apareció el mundo nuevo. El mundo raro. El mundo de la cibernética, de la web, del libro en disco o audiolibro o libro digital, de pronto los lectores de hoy tienen a la vista toda la galería del conocimiento a su disposición con sólo apretar uno-dos-tres teclas de la compu y viajar por el infinito sideral para encontrarse con los libros-pantalla. Está bien. Son las posibilidades del tiempo y de los inventos del hombre, que para llegar a hacer esto recurrieron a libros impresos.

Pero las librerías de viejo siguen ahí. Y seguirán ahí. A la espera. Porque todo pensamiento y su palabra requiere un refugio para su preservación. Esto hacen las librerías de viejo; preservar para todos nosotros las huellas del hombre aquí, antes y después. La huella de nuestras ideas estará ahí, para otros, cuando ya no estemos.

El acervo de estas librerías se integra de libros que se compran acá o allá, bibliotecas que se adquieren, libros cuyos dueños originales quieren darles otra oportunidad.

Hay librerías de viejo en distintos lugares de la capital del país. Tantas y en los lugares más insospechados. Las hay, incluso, en el mercadillo semanal de la Lagunilla o en los mercados callejeros que de pronto ofrecen ediciones que vimos hace ¿cuántos años?

Las librerías de viejo tienen en su acervo el gran libro antiguo, el gran libro reserva, el que está en el lugar especial y aparte, no apto para legos. Ahí están aquellas ediciones que tienen vida propia porque pertenecen a la élite de los libros antiguos. Ediciones príncipe de La Grandeza Mexicana, de Bernardo de Balbuena, por ejemplo; o ediciones de los Concilios Provinciales, de Lorenzana -1769-; el Cedulario de Alonso Zorita -1574.

Pero también hay libros económicos. Para todos los gustos, placeres, intereses, ignorancias y recursos. Esto es, los libreros de viejo que hoy se reparten en la Ciudad de México acuden a la oferta, al dos por uno, al libro de diez, quince, veinte, cincuenta, cien pesos, lo urgente es vender, pero también dar vida a los libros que están ahí, a la espera de su lector.

Y de pronto, uno compra un libro y ahí dentro se encuentra con aquel recuerdo pendiente: un separador que es boleto de metro, un sobre de sustituto de azúcar, una carta furtiva de amor inocente, una hoja, una flor y un subrayado que dibuja el interés de su lector original. Todo el recuerdo de que el libro tuvo otra vida, otras vidas.

Y quienes resguardan estas obras y su historia son libreros de esencias. Son libreros que tienen ojos-oídos-tacto-olfato y amor por los libros: todos.

Y viven y conviven con ellos en espacios en los que –decíamos- parece que el caos es la ruina, pero es así que la diferencia está en que cada librero sabe dónde está tal o cual obra, cual autor o cual personaje o historia. El librero mismo es un recipiente de sabiduría que nos dice si la edición que tenemos es buena o merecemos una mejor porque siempre hay una mejor edición del Quijote, por ejemplo.

Así que ahí están las muchas librerías de viejo que aún subsisten, es fácil encontrarlas, son las librerías que nos llaman al paso y que pervivirán porque su tarea y su maldición es la de resguardarnos, la de mantenernos vivos, la de querernos para entregarnos a quien nos quiera en libro, en historia, en dos más dos, en la suma y la resta y en la palabra que dice: amigo-libertad-justicia-amor-futuro-vida-democracia y fin.

“¡Ay mis libros!... ¡Qué será de mis libros!... ¡Ay mis libros!...


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