Podemos recordar la figura de José Luis Cuevas a través de dos imágenes: la que nuestros ojos percibían cada vez que lo observábamos o la que el artista nos mostraba a través de los autorretratos, que lo volvieron un ícono de la pintura mexicana.
El gusto de Cuevas por retratarse se remonta a 1934, año en que formó parte de un concurso de dibujo organizado por la Secretaría de Educación Pública, cuando Lázaro Cárdenas era presidente de la República y la cultura era eje de la educación en México. En este certamen, el joven de siete años obtuvo el primer lugar con un autorretrato donde se mostraba como un “niño obrero”.
Pero este premio no fue sinónimo de una infancia de ensueño. La joven promesa fue diagnosticada con una fiebre reumática que lo obligó a dejar sus estudios y a postrarse en una cama durante un par de años.
Su temor a morir se tornó lentamente en una obsesión. Esto lo orilló a que cada día, durante 30 años, el artista se dedicara a documentar el desgaste de su rostro a través de autorretratos fotográficos (hoy conocidos como selfies).
Ayer, previo a su despedida en el Palacio de Bellas Artes, El Sol de México fue testigo de cómo estas imágenes que vivieron quietas hasta esa tarde en el museo que lleva su nombre, dejaron su lugar en las paredes para combinarse en lo que será el homenaje que se le prepara por su partida de este mundo.
No sólo la fotografía fue huésped de su esencia. Dibujos y pinturas capturaron la esencia de este enfant terrible. Sus obras siempre mostraban un rostro que transitaba por una frontera que se debatía entre la seriedad y la tristeza.
La escritura también fue su aliada. Cuevas escribió sobre sí en cuatro autobiografías que pretendían desentrañar la misteriosa y complicada imagen que le distinguió hasta el final de sus días.
Hoy los autorretratos, ya sean pinturas, fotografías o letras, lloran la partida de su creador y se preparan para el surgimiento de una leyenda que retrató el rostro mexicano a través de sus manos y sus ojos.