/ miércoles 6 de diciembre de 2017

El arte en la creación de fuegos artificiales

La creación de fuegos artificiales, una tradición que no escapa a los peligros

Recorrimos un camino que parecía inacabable, como inacabable era el polvo que cubría los maizales resecados por la cosecha y el otoño. Era una región inhóspita incluso para sus habitantes. Dejábamos atrás las casas, pero no parecía que nos acercáramos a los volcanes que teníamos de frente. Era un páramo anacrónico que rompió su monotonía gracias a un letrero sólo esperanzador para los que sabíamos a lo que íbamos: “Cuidado. Zona de peligro”.

Terminado el asfalto, empezó la historia. No notamos el silencio del ambiente hasta que fue roto por unos golpeteos rítmicos pero desiguales, constantes a pesar de la perturbación de nuestra llegada. Estábamos en donde se forja la tradición de las llamas en el cielo: Los fuegos artificiales.

Tres hombres con las manos ennegrecidas rellenaban cilindros de papel con polvos marrones, negros y blancos; todos opacos y finos. Era un día tranquilo, en temporada alta (en fin de año, semana santa y durante las fiestas patronales) son seis los trabajadores. Nos recibió Gilberto, el último “potrillo” que daba nombre al lugar. “Los Tres Potrillos” es un convenio entre generaciones por seguir iluminando el ocaso. Un taller de pirotecnia.

Iniciada en China, hoy en día la tradición continúa en Ozumba, un poblado del sudeste del Estado de México que, sin ser minero, extrae pólvora de sus cuevas. Seguimos caminando. Gilberto nos guía a través de delgadas estructuras de madera “son los castillos que quedan de la última fiesta”, dice con orgullo.

A algunos metros de distancia, y a su vez separados entre ellos, tres pequeñas habitaciones resguardaban la materia prima. Los polvorines eran, por supuesto, lo mejor resguardado del recinto. “Aquí no hay accidentes, no debe haberlos si se hace con cuidado”, comentó Gabriel, mientras yo paseaba la mirada entre los permisos oficinales y las imágenes de santos que colgaban de la pared del taller.

Nos separamos del polvorín. Llegamos al camino de tierra, lo más lejos del taller. De pronto, todo sobre aquel piso de tierra se cubrió de humo y, al centro, una chispa verdosa apareció. Con el tiempo cada fuego adquirió su personalidad. Los colores aparecieron. El azul, rosa, verde, amarillo y rojo se confundieron en la humareda que terminó por sofocarlos. Y pensar que esa chispa es suficiente para elevarlos 27 metros.

Los juegos pirotécnicos de “los Tres Potrillos” se pueden conseguir en gran parte del país. Es más, la pasión los ha hecho participar en concursos con castillos monumentales y maquetas en otros estados como Jalisco y Oaxaca. Los vimos, en sus cicatrices pudimos imaginar las hazañas en las que habían participado, mas no hay nada como verlos en su ambiente, encendidos.

Como muchos fuegos, la pirotecnia es un caos controlado, pero a diferencia de otros, no carga a cuestas el estigma de la hoguera, ni es guía de la vanguardia como la antorcha. Es solo el capricho de lo humano por la efímera comunión de brillos y obscuridades.

Recorrimos un camino que parecía inacabable, como inacabable era el polvo que cubría los maizales resecados por la cosecha y el otoño. Era una región inhóspita incluso para sus habitantes. Dejábamos atrás las casas, pero no parecía que nos acercáramos a los volcanes que teníamos de frente. Era un páramo anacrónico que rompió su monotonía gracias a un letrero sólo esperanzador para los que sabíamos a lo que íbamos: “Cuidado. Zona de peligro”.

Terminado el asfalto, empezó la historia. No notamos el silencio del ambiente hasta que fue roto por unos golpeteos rítmicos pero desiguales, constantes a pesar de la perturbación de nuestra llegada. Estábamos en donde se forja la tradición de las llamas en el cielo: Los fuegos artificiales.

Tres hombres con las manos ennegrecidas rellenaban cilindros de papel con polvos marrones, negros y blancos; todos opacos y finos. Era un día tranquilo, en temporada alta (en fin de año, semana santa y durante las fiestas patronales) son seis los trabajadores. Nos recibió Gilberto, el último “potrillo” que daba nombre al lugar. “Los Tres Potrillos” es un convenio entre generaciones por seguir iluminando el ocaso. Un taller de pirotecnia.

Iniciada en China, hoy en día la tradición continúa en Ozumba, un poblado del sudeste del Estado de México que, sin ser minero, extrae pólvora de sus cuevas. Seguimos caminando. Gilberto nos guía a través de delgadas estructuras de madera “son los castillos que quedan de la última fiesta”, dice con orgullo.

A algunos metros de distancia, y a su vez separados entre ellos, tres pequeñas habitaciones resguardaban la materia prima. Los polvorines eran, por supuesto, lo mejor resguardado del recinto. “Aquí no hay accidentes, no debe haberlos si se hace con cuidado”, comentó Gabriel, mientras yo paseaba la mirada entre los permisos oficinales y las imágenes de santos que colgaban de la pared del taller.

Nos separamos del polvorín. Llegamos al camino de tierra, lo más lejos del taller. De pronto, todo sobre aquel piso de tierra se cubrió de humo y, al centro, una chispa verdosa apareció. Con el tiempo cada fuego adquirió su personalidad. Los colores aparecieron. El azul, rosa, verde, amarillo y rojo se confundieron en la humareda que terminó por sofocarlos. Y pensar que esa chispa es suficiente para elevarlos 27 metros.

Los juegos pirotécnicos de “los Tres Potrillos” se pueden conseguir en gran parte del país. Es más, la pasión los ha hecho participar en concursos con castillos monumentales y maquetas en otros estados como Jalisco y Oaxaca. Los vimos, en sus cicatrices pudimos imaginar las hazañas en las que habían participado, mas no hay nada como verlos en su ambiente, encendidos.

Como muchos fuegos, la pirotecnia es un caos controlado, pero a diferencia de otros, no carga a cuestas el estigma de la hoguera, ni es guía de la vanguardia como la antorcha. Es solo el capricho de lo humano por la efímera comunión de brillos y obscuridades.

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