/ viernes 13 de noviembre de 2020

Zona Rosa: entre el esplandor y la decadencia

Ubicada dentro de la Colonia Juárez de la CDMX, la Zona Rosa conserva su esencia: la del intercambio de ideas, romances, cuerpos y experiencias

Decía Vicente Leñero que la Zona Rosa era demasiado ingenua para ser roja, pero demasiado frívola para ser blanca. A lo largo de los años, este rincón francés de la Ciudad de México ha mudado de piel tantas veces como ha podido, aunque en el fondo se conserve una esencia: la del intercambio de ideas, de mercancías, de romances, de cuerpos, de experiencias.

Desde los años sesenta, la Zona Rosa ha sido el domicilio preferido de los noctámbulos de la capital más grande de América Latina. Y, por supuesto, el centro neurálgico de la cultura LGBT1+, cuando la homosexualidad era un tabú que acababa en redadas policiales.

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Sus calles afrancesadas han sido la casa de las galerías de arte más sofisticadas, los bares más frenéticos, los restaurantes más elegantes y las tertulias más exquisitas. Pero como la Zona Rosa es un reptil al que le gusta arrastrarse en la oscuridad, su piel cambia constantemente y también ha sido el albergue de los congales más vulgares, los antros más hedonistas y los tables más exóticos.

Según la época, la Zona Rosa ha sido un intelectual con ganas de debatir sobre política, un artista con ganas de transgredirlo todo, un cronista ávido de experiencias inusuales, un comerciante con ganas de volverse rico o un joven con ánimos de liberar el cuerpo.

“La Zona Rosa fue, durante mucho tiempo, un respiro de libertad sin límites, el lugar donde confluyeron los mejores artistas, intelectuales, galeristas y empresarios de México”, dice en entrevista Henri Donnadieu, el francés que en los años 80 fundó El Nueve, el mítico bar gay que fue la catapulta del rock en español que hoy aún se escucha en el mundo y más allá de sus fronteras.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

En ese lugar, que se ubicó en la calle de Londres de 1975 a 1989, sucedieron cientos de noches desenfrenadas donde se derrochaba talento, belleza y sensualidad pero, sobre todo, una libertad sin cortapisas llena de pasajes escandalosos y otros plenos de ternura, escribe Rogelio Villarreal en el prólogo del libro La noche soy yo (2019), de Henri Donnadieu.

El Nueve puso a los jóvenes gays de clase alta a bailar con rockeros, artistas, punks, empresarios, políticos en el mismo lugar. Así de diversa fue la Zona Rosa en sus buenos años; hoy ya sólo es un gueto inseguro donde ya no existe esa mezcla que, en algún momento, la hizo el sitio más interesante de la Ciudad de México”, comenta Donnadieu.

Los orígenes 1950-1960

Su primer nombre fue colonia Americana. La integraban, como hasta ahora, 24 manzanas distribuidas en 28 hectáreas. Sus calles, con nombre de ciudades europeas, absorbieron el espíritu Art Nouveau y Belle Époque que Porfirio Díaz quiso importar desde París hasta la Ciudad de México a finales del siglo XIX. Sus edificios a manera de pequeños palacios albergaron, primero, a familias acaudaladas, luego a artistas e intelectuales exiliados y después a la cultura gay de la capital, hasta convertirse en lo que es hoy: uno de los centros más importantes de la vida nocturna.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

Su historia se traza desde inicios del siglo XIX e involucra a personajes como el arquitecto Noldi Schreck, el artista José Luis Cuevas, el poeta Homero Aridjis e incluso al Nobel de Literatura, Octavio Paz. A partir de la década de 1950, todos ellos, y muchos otros más, convirtieron esta colonia en un epicentro intelectual a la usanza del Montparnasse de París.

Ya para la década de 1960, cafés, restaurantes, pastelerías gourmet, librerías, salas de cine, galerías de arte y hoteles de lujo se instalaron en la ahora colonia Juárez desplazando a las familias que emigraron a vecindarios recién nacidos como Polanco o Lomas de Chapultepec. Entonces el esplendor de la Zona Rosa se hizo notar hasta transformarla en un sitio cultural y turístico.

“La llegada de los artistas exiliados de Europa transformó completamente el panorama artístico en México, es un hecho que no podemos dejar fuera si hablamos de un cambio hacia un modelo más europeo, tanto por querer hacer un arte que dialogue con las vanguardias europeas, como por la creación de espacios que emulen también el modelo europeo, y eso empuja la búsqueda de nuevas galerías, cafés y restaurantes que querían ser la nueva París”, opina la historiadora del arte, Veka Duncan.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

El cambio administrativo del uso de suelo, explica Duncan, fue fundamental para que la Zona Rosa se convirtiera en el epicentro artístico de la Ciudad de México. Ya con un uso de suelo comercial, se asentaron ahí galerías de arte como Prise, Prometeo y Misrachi.

No sólo el arte se benefició del ambiente cultural. También abrieron escuelas como la Alianza Francesa, la Dante Alighieri y el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales; librerías del Fondo de Cultura Económica y la Librería Francesa; el teatro el Can-Can, donde Octavio Paz montó La hija de Rapaccini; los cines Latino, el Roble y el Luis Buñuel.

Según Eduardo Mejía, periodista y amplio conocedor de la cultura citadina, el enamoramiento entre los intelectuales y la Zona Rosa fue breve: apenas un par de décadas. En ese tiempo, sus cafeterías fueron las más concurridas por personajes como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Elena Poniatowska o Carlos Monsiváis.

“Hay que recalcar que siempre fue una zona comercial. Desde los años 50 llegaron los primeros comercios donde antes había casas de familias adineradas que hicieron su fortuna durante el Porfiriato. Muchos de estos comercios eran galerías de arte; una de ellas la de Arte Mexicano de las hermanas Amor, y ahí expusieron los mejores artistas nacionales, como Vicente Rojo, José Luis Cuevas o los Coronel”, recuerda Mejía, para quien la Zona Rosa fue una plataforma fundamental para que se consolidara el movimiento de La Ruptura.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

“Tiene que ver la dinámica de los años 50 y 60 del propio arte mexicano. La Generación de la Ruptura corta relaciones con la institucionalización del arte porque había un malestar contra la manera en que el Estado había cooptado a los artistas a partir de movimientos como el muralismo. Esta nueva generación de jóvenes artistas percibía que estaba anquilosado el sistema artístico y había que renovarlo y dar pie al surgimiento de un mercado de arte privado, el cual, al final, se asentó en la Zona Rosa”, añade Duncan.

El fin del romance 1970-1980

La explosión artística de la Zona Rosa propició la apertura de decenas de cafés, restaurantes y librerías de primera categoría. El Café Viena, por ejemplo, era uno de los más concurridos por pintores, actores, escritores y periodistas. “Una de las grandes bondades que tenía la Zona Rosa era que siempre juntaba a sectores que, en la vida cotidiana, ni siquiera se dirigían la palabra”, dice Mejía.

Sin embargo, afirma, el esplendor de la “alta cultura” se evaporó durante el transcurso de los años 70, cuando las galerías y librerías se convirtieron en clubes nocturnos y su eje se traspasó al comercio formal y ambulante.

“Un perfume barato en un envase elegante. Le impusieron una manera de ser copiada del extranjero y el traje le quedó grande, inapropiado. Pronto mostró el cobre y el sobrenombre se impuso: Zona Rosa. Demasiado ingenua para ser roja, pero demasiado frívola para ser blanca. Rosa; precisamente rosa”, escribió por aquellos años Vicente Leñero en su crónica La Zona Rosa.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

La construcción de la Línea 1 del metro a finales de los 60 y la inauguración de la Glorieta de Insurgentes en 1969 provocaron que la Zona Rosa se masificara en público y, con ello, perdiera su grado de exclusividad. Fue entonces cuando se asentó el grupo que le dio una de sus identidades más sólidas: la comunidad LGBT+.

“Desde siempre, la Zona Rosa fue un punto de encuentro de los homosexuales, pero en los 80 esto se hizo masivo con la apertura de decenas de bares que promovieron la cultura gay desde diferentes perspectivas. El aire libertario, al final, se mantuvo, sólo que con otro enfoque”, sostiene Mejía.

Para Henri Donnadieu, el arribo de la comunidad gay a la Zona Rosa no fue sinónimo de decadencia. Al contrario: fue un movimiento contracultural que transgredió las normas de múltiples maneras.

Al ser un lugar de liberación sexual, recuerda Donnadieu, la Zona Rosa fue una válvula de escape para que muchos artistas manifestaran sus ideas y su trabajo sin temor a ser juzgados.

“Fuimos pioneros también en el aspecto musical, sobre todo a nivel del rock en español. El Nueve abrió el camino a una multitud de grupos entre los que destacaron Las insólitas imágenes de Aurora, (luego Caifanes) y La Maldita Vecindad, cuyo primer disco está dedicado al Nueve. Cómo olvidar a los jóvenes de Café Tacvba, a María Bonita, Ritmo Peligroso, Santa Sabina, El Personal y su legendario Julio Haro. El primer grupo que presenté fue Casino Shanghái con Charlie Robledo, Walter Schmidt, Humberto Álvarez y la diva Ulalume Zavala. Después, pensando en el gran potencial que tenía esta apertura hacia los grupos más jóvenes, comenzamos a organizar lo que serían los famosos Jueves del Nueve, con un grupo distinto cada semana. Fue también el primer lugar donde tocaron chavos banda de Santa Fe, verdaderos punks de Observatorio, que si los veías en la calle te espantabas, pero resultaron músicos extraordinarios. Sin duda, El Nueve fue el semillero de la cultura underground del México de los ochenta, porque también se presentaban obras de teatro y se apoyaban proyectos editoriales”, escribe Donnadieu en La noche soy yo (2019).

Otra asidua de la Zona Rosa era la actriz María Félix, que llegaba al restaurante Cicero de su gran amiga Estela Moctezuma. Famosos se reunían también en el Rafaello’s del chef italiano que se convirtió en estrella de la televisión en la época en la que Raúl Velasco era dueño de la programación dominical. Ambos inmuebles sobrevivieron a la década de los 90, cuando la decadencia se hizo presente en la zona.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

¿Y el nombre?

La leyenda urbana cuenta sobre la disputa entre el escritor argentino Luis Guillermo Piazza y el pintor mexicano José Luis Cuevas sobre la autoría del sobrenombre de la colonia. El novelista afirmaba que él mencionó primero el apodo en su novela La mafia; mientras el integrante de la Generación de la Ruptura señalaba que él tuvo la idea durante una entrevista que le hacían por una exposición en la galería Proteo, y otras veces decía que era en homenaje a la actriz Rosa Carmina.

Carlos Fuentes es el tercero en discordia por la paternidad del nombre, pues en su novela La Región más transparente hace referencia a los palacetes de la colonia Americana pintados de color rosa.

Lo cierto es que quien difundió el nombre fue Agustín Barrios Gómez, cronista de sociales del diario Novedades quien en su columna Ensalada Popoff hacía mención del barrio recurrentemente bajo el sobrenombre Zona Rosa.




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Decía Vicente Leñero que la Zona Rosa era demasiado ingenua para ser roja, pero demasiado frívola para ser blanca. A lo largo de los años, este rincón francés de la Ciudad de México ha mudado de piel tantas veces como ha podido, aunque en el fondo se conserve una esencia: la del intercambio de ideas, de mercancías, de romances, de cuerpos, de experiencias.

Desde los años sesenta, la Zona Rosa ha sido el domicilio preferido de los noctámbulos de la capital más grande de América Latina. Y, por supuesto, el centro neurálgico de la cultura LGBT1+, cuando la homosexualidad era un tabú que acababa en redadas policiales.

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Sus calles afrancesadas han sido la casa de las galerías de arte más sofisticadas, los bares más frenéticos, los restaurantes más elegantes y las tertulias más exquisitas. Pero como la Zona Rosa es un reptil al que le gusta arrastrarse en la oscuridad, su piel cambia constantemente y también ha sido el albergue de los congales más vulgares, los antros más hedonistas y los tables más exóticos.

Según la época, la Zona Rosa ha sido un intelectual con ganas de debatir sobre política, un artista con ganas de transgredirlo todo, un cronista ávido de experiencias inusuales, un comerciante con ganas de volverse rico o un joven con ánimos de liberar el cuerpo.

“La Zona Rosa fue, durante mucho tiempo, un respiro de libertad sin límites, el lugar donde confluyeron los mejores artistas, intelectuales, galeristas y empresarios de México”, dice en entrevista Henri Donnadieu, el francés que en los años 80 fundó El Nueve, el mítico bar gay que fue la catapulta del rock en español que hoy aún se escucha en el mundo y más allá de sus fronteras.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

En ese lugar, que se ubicó en la calle de Londres de 1975 a 1989, sucedieron cientos de noches desenfrenadas donde se derrochaba talento, belleza y sensualidad pero, sobre todo, una libertad sin cortapisas llena de pasajes escandalosos y otros plenos de ternura, escribe Rogelio Villarreal en el prólogo del libro La noche soy yo (2019), de Henri Donnadieu.

El Nueve puso a los jóvenes gays de clase alta a bailar con rockeros, artistas, punks, empresarios, políticos en el mismo lugar. Así de diversa fue la Zona Rosa en sus buenos años; hoy ya sólo es un gueto inseguro donde ya no existe esa mezcla que, en algún momento, la hizo el sitio más interesante de la Ciudad de México”, comenta Donnadieu.

Los orígenes 1950-1960

Su primer nombre fue colonia Americana. La integraban, como hasta ahora, 24 manzanas distribuidas en 28 hectáreas. Sus calles, con nombre de ciudades europeas, absorbieron el espíritu Art Nouveau y Belle Époque que Porfirio Díaz quiso importar desde París hasta la Ciudad de México a finales del siglo XIX. Sus edificios a manera de pequeños palacios albergaron, primero, a familias acaudaladas, luego a artistas e intelectuales exiliados y después a la cultura gay de la capital, hasta convertirse en lo que es hoy: uno de los centros más importantes de la vida nocturna.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

Su historia se traza desde inicios del siglo XIX e involucra a personajes como el arquitecto Noldi Schreck, el artista José Luis Cuevas, el poeta Homero Aridjis e incluso al Nobel de Literatura, Octavio Paz. A partir de la década de 1950, todos ellos, y muchos otros más, convirtieron esta colonia en un epicentro intelectual a la usanza del Montparnasse de París.

Ya para la década de 1960, cafés, restaurantes, pastelerías gourmet, librerías, salas de cine, galerías de arte y hoteles de lujo se instalaron en la ahora colonia Juárez desplazando a las familias que emigraron a vecindarios recién nacidos como Polanco o Lomas de Chapultepec. Entonces el esplendor de la Zona Rosa se hizo notar hasta transformarla en un sitio cultural y turístico.

“La llegada de los artistas exiliados de Europa transformó completamente el panorama artístico en México, es un hecho que no podemos dejar fuera si hablamos de un cambio hacia un modelo más europeo, tanto por querer hacer un arte que dialogue con las vanguardias europeas, como por la creación de espacios que emulen también el modelo europeo, y eso empuja la búsqueda de nuevas galerías, cafés y restaurantes que querían ser la nueva París”, opina la historiadora del arte, Veka Duncan.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

El cambio administrativo del uso de suelo, explica Duncan, fue fundamental para que la Zona Rosa se convirtiera en el epicentro artístico de la Ciudad de México. Ya con un uso de suelo comercial, se asentaron ahí galerías de arte como Prise, Prometeo y Misrachi.

No sólo el arte se benefició del ambiente cultural. También abrieron escuelas como la Alianza Francesa, la Dante Alighieri y el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales; librerías del Fondo de Cultura Económica y la Librería Francesa; el teatro el Can-Can, donde Octavio Paz montó La hija de Rapaccini; los cines Latino, el Roble y el Luis Buñuel.

Según Eduardo Mejía, periodista y amplio conocedor de la cultura citadina, el enamoramiento entre los intelectuales y la Zona Rosa fue breve: apenas un par de décadas. En ese tiempo, sus cafeterías fueron las más concurridas por personajes como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Elena Poniatowska o Carlos Monsiváis.

“Hay que recalcar que siempre fue una zona comercial. Desde los años 50 llegaron los primeros comercios donde antes había casas de familias adineradas que hicieron su fortuna durante el Porfiriato. Muchos de estos comercios eran galerías de arte; una de ellas la de Arte Mexicano de las hermanas Amor, y ahí expusieron los mejores artistas nacionales, como Vicente Rojo, José Luis Cuevas o los Coronel”, recuerda Mejía, para quien la Zona Rosa fue una plataforma fundamental para que se consolidara el movimiento de La Ruptura.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

“Tiene que ver la dinámica de los años 50 y 60 del propio arte mexicano. La Generación de la Ruptura corta relaciones con la institucionalización del arte porque había un malestar contra la manera en que el Estado había cooptado a los artistas a partir de movimientos como el muralismo. Esta nueva generación de jóvenes artistas percibía que estaba anquilosado el sistema artístico y había que renovarlo y dar pie al surgimiento de un mercado de arte privado, el cual, al final, se asentó en la Zona Rosa”, añade Duncan.

El fin del romance 1970-1980

La explosión artística de la Zona Rosa propició la apertura de decenas de cafés, restaurantes y librerías de primera categoría. El Café Viena, por ejemplo, era uno de los más concurridos por pintores, actores, escritores y periodistas. “Una de las grandes bondades que tenía la Zona Rosa era que siempre juntaba a sectores que, en la vida cotidiana, ni siquiera se dirigían la palabra”, dice Mejía.

Sin embargo, afirma, el esplendor de la “alta cultura” se evaporó durante el transcurso de los años 70, cuando las galerías y librerías se convirtieron en clubes nocturnos y su eje se traspasó al comercio formal y ambulante.

“Un perfume barato en un envase elegante. Le impusieron una manera de ser copiada del extranjero y el traje le quedó grande, inapropiado. Pronto mostró el cobre y el sobrenombre se impuso: Zona Rosa. Demasiado ingenua para ser roja, pero demasiado frívola para ser blanca. Rosa; precisamente rosa”, escribió por aquellos años Vicente Leñero en su crónica La Zona Rosa.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

La construcción de la Línea 1 del metro a finales de los 60 y la inauguración de la Glorieta de Insurgentes en 1969 provocaron que la Zona Rosa se masificara en público y, con ello, perdiera su grado de exclusividad. Fue entonces cuando se asentó el grupo que le dio una de sus identidades más sólidas: la comunidad LGBT+.

“Desde siempre, la Zona Rosa fue un punto de encuentro de los homosexuales, pero en los 80 esto se hizo masivo con la apertura de decenas de bares que promovieron la cultura gay desde diferentes perspectivas. El aire libertario, al final, se mantuvo, sólo que con otro enfoque”, sostiene Mejía.

Para Henri Donnadieu, el arribo de la comunidad gay a la Zona Rosa no fue sinónimo de decadencia. Al contrario: fue un movimiento contracultural que transgredió las normas de múltiples maneras.

Al ser un lugar de liberación sexual, recuerda Donnadieu, la Zona Rosa fue una válvula de escape para que muchos artistas manifestaran sus ideas y su trabajo sin temor a ser juzgados.

“Fuimos pioneros también en el aspecto musical, sobre todo a nivel del rock en español. El Nueve abrió el camino a una multitud de grupos entre los que destacaron Las insólitas imágenes de Aurora, (luego Caifanes) y La Maldita Vecindad, cuyo primer disco está dedicado al Nueve. Cómo olvidar a los jóvenes de Café Tacvba, a María Bonita, Ritmo Peligroso, Santa Sabina, El Personal y su legendario Julio Haro. El primer grupo que presenté fue Casino Shanghái con Charlie Robledo, Walter Schmidt, Humberto Álvarez y la diva Ulalume Zavala. Después, pensando en el gran potencial que tenía esta apertura hacia los grupos más jóvenes, comenzamos a organizar lo que serían los famosos Jueves del Nueve, con un grupo distinto cada semana. Fue también el primer lugar donde tocaron chavos banda de Santa Fe, verdaderos punks de Observatorio, que si los veías en la calle te espantabas, pero resultaron músicos extraordinarios. Sin duda, El Nueve fue el semillero de la cultura underground del México de los ochenta, porque también se presentaban obras de teatro y se apoyaban proyectos editoriales”, escribe Donnadieu en La noche soy yo (2019).

Otra asidua de la Zona Rosa era la actriz María Félix, que llegaba al restaurante Cicero de su gran amiga Estela Moctezuma. Famosos se reunían también en el Rafaello’s del chef italiano que se convirtió en estrella de la televisión en la época en la que Raúl Velasco era dueño de la programación dominical. Ambos inmuebles sobrevivieron a la década de los 90, cuando la decadencia se hizo presente en la zona.

Fototeca: Mario Vázquez Raña

¿Y el nombre?

La leyenda urbana cuenta sobre la disputa entre el escritor argentino Luis Guillermo Piazza y el pintor mexicano José Luis Cuevas sobre la autoría del sobrenombre de la colonia. El novelista afirmaba que él mencionó primero el apodo en su novela La mafia; mientras el integrante de la Generación de la Ruptura señalaba que él tuvo la idea durante una entrevista que le hacían por una exposición en la galería Proteo, y otras veces decía que era en homenaje a la actriz Rosa Carmina.

Carlos Fuentes es el tercero en discordia por la paternidad del nombre, pues en su novela La Región más transparente hace referencia a los palacetes de la colonia Americana pintados de color rosa.

Lo cierto es que quien difundió el nombre fue Agustín Barrios Gómez, cronista de sociales del diario Novedades quien en su columna Ensalada Popoff hacía mención del barrio recurrentemente bajo el sobrenombre Zona Rosa.




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