/ sábado 13 de enero de 2018

A diez años de la muerte de don Andrés Henestrosa

Un palabrista, un hombre que vivió 101 años de historia mexicana, que más que historiador, fue parte de ésta

El diez de enero se cumplieron diez años de que murió don Andrés Henestrosa. El hombre que dispersó la danza y que vivió hasta 101 años, como sin deberla ni temerla: “Niña cuando yo muera, no llores sobre mi tumba, toca sones alegras mamá, cántame La Sandunga. Toca el Bejuco de Oro, la flor de todos los sones, canta La Martiniana ¡ay mamá! que alegra los corazones…”

A don Andrés Morales Henestrosa le vino la luz en Ixhuatán, Oaxaca, en 1906. Todavía gobernaba el país don Porfirio Díaz; aquel fue el año de la muerte de Alfredo Chavero, el dramaturgo, historiador y abogado que acompañó a Benito Juárez en su peregrinar por el norte del país; ese año también nació otro escritor de fuste, el venezolano Arturo Uslar Pietri y fue asimismo el año de la huelga de los mineros de la Oversight de Cananea, Sonora. Ese año llegó a Oaxaca don Andrés Henestrosa, como prefería llamarse.

Creció hablando huave y zapoteco (“Yo hablo huave y zapoteco. El huave lo aprendí del pecho derecho de mi madre, del otro pecho aprendí el zapoteco…”) en las tierras calientes de Ixhuatán, en la zona del istmo de Tehuantepec, en donde dicen que mandan las mujeres. “Por eso nunca hay que discutir con ellas, porque salen ganando”, reía.

Fue parte de una familia en la que su madre, Martina, Tina Man, la del Retrato de mi madre, tuvo que hacerse cargo de los seis hijos de Andrés Morales, a quien apenas le dio la vida para mirarlos un poco. Un día de 1922 Martina Man acompañó a su hijo todavía niño; caminaron  en medio del calor y el tierrerío del camino de Ixhuatán hasta Juchitán para que Andresito emprendiera el viaje a la capital del país. Ella, al despedirlo, lloraba en silencio, poniendo las manos en los ojos y la frente, como hacen las mujeres de allá cuando el dolor es mucho.

Ixhuatán es un lugar caluroso, para gente de temple. Hay una especie de bochornosa vegetación: flamboyanes, laureles, flores amarillas de acahual y multitud de colores que saltan al paso, como las liebres de Toledo.

El cielo es chaparro, muy azul y con muchas nubes que casi se tocan, la vaporación del agua del mar cercano y de los arroyos. Ahí el tiempo pasa en calma, como si no quisiera irse, y de pronto se tiene la sensación de que las figuras humanas que caminan por calles silenciosas al mediodía, avanzan entre brumas, como si flotaran, como si no tocaran el piso y como si no existieran. Y existen y viven y trabajan y se reproducen y algún día, quizá, a los 101 años, mueren.

Andrés Henestrosa dejó Ixhuatán a los 16 años. Llegó a la Ciudad de México el 28 de noviembre de 1922. Hablaba “idioma”, que decimos en Oaxaca para referirnos a las lenguas indígenas. El “castilla” lo aprendió en el entonces DF y no fue difícil, apenas y para hacerlo reflexionar en el cambio de piel que estaba viviendo, porque aprender un idioma que no es el de uno, es penetrar en otras vidas y en otras culturas, en otras construcciones mentales y en otras aspiraciones. Cada idioma tiene su propia vida y sus sueños. Así, don Andrés tuvo diferentes vidas y diferentes sueños.

Se acercó a José Vasconcelos Calderón, paisano oaxaqueño que era secretario de Educación con Álvaro Obregón. Consiguió una beca para estudiar en la Escuela Nacional de Maestros. Don Andrés vivió a intensidad la capital y se aproximó a los espacios de la creación y la cultura.

Conoció al grupo de intelectuales que rodeaban a Vasconcelos, tanto en su gestión gubernamental como aquellos que le acompañaron en su intento por ser el Presidente de un país en donde la mayoría de la gente –decían- ‘había perdido la posibilidad de la lectura y la escritura sin perder el sentido esencial de la vida: era la raza cósmica’.

Vivió con  Vasconcelos la campaña del 29; se hizo amigo de Antonieta Rivas Mercado, quien pagó la edición de su primer libro motivado por don Alfonso Caso: Los hombres que dispersó la danza.

En esta obra Henestrosa recuperaba historias y leyendas que escuchó a los mayores durante su infancia. Pero, sobre todo, don Andrés rinde homenaje a la viejísima costumbre oaxaqueña de contar historias de lo que fue, historias de costumbres y leyendas con las que se construyeron una raza y una forma de vida. Su libro es una forma de nostalgia por esas tardes en las que, para aliviar el agobio del calor oaxaqueño, se sale a los grandes patios y, protegidos a la sombra de los laureles, se platican historias de aparecidos, ahora desaparecidos.

Don Andrés pone estas historias en el papel y las divulga. Tiene apenas 23 años y ya se vislumbra a un escritor de intensidades. Por supuesto, no inventa el indigenismo. No le atosiga con sus propias ideas; simple y sencillamente recoge su savia, porque, bien visto, él no es indígena: es un hombre en el que se resume el criollismo que nutre a Ixhuatán: cultura blanca, la negra, la filipina y un poco el reducto de aquellos europeos de la intervención que se internaron en los calores istmeños.

Pero en él predomina el orgullo de una de estas razas: la indígena, aunque se pregunta y le pregunta a su madre: “¿Por qué soy blanco?”. Precisamente de esta pregunta nace el Retrato de mi madre (1940) me dijo alguna vez.

Fue, sobre todo, un palabrista. Un hombre que construyó su propia historia y que vivió 101 años de historia mexicana. De ahí que, más que historiador, él mismo fue parte de la historia mexicana.

Don Andrés escribió mucho. Varios libros, aunque en general su obra está dispersa en muchos periódicos del país. En textos breves para libros o en prólogos de índole diversa. Hace falta una minuciosa recopilación y selección para ubicar tiempo y razones.

Y, bueno, hace diez años que ya no está don Andrés. Al final me dejó hablando solo.

Lo recuerdo en nuestras pláticas interminables en cafés, en su despacho de la calle de Motolinía o por las calles del centro de la Ciudad de México. Nos reíamos de todo y por todo, o hasta dramatizábamos un poco, como cuando al encontrarlo en alguna ocasión por la avenida 5 de Mayo y preguntarle por su salud, me platicó sus dolencias físicas:

 –Pero se le ve bien del semblante, don Andrés.

 – ¡Es que no estoy enfermo del semblante, chingaos!

O como cuando le visité en su casa, poco antes de su muerte que ocurrió el 10 de enero de 2008. Ya enfermo me hizo sentar a su lado en la cama que le daba refugio. Me preguntó de nuestra tierra, de cómo están las cosas por allá… se acordó del cielo azul turquesa que nos cubre en Oaxaca y del viento suave que nos hace infinitos… Y repetimos el son, que es de todos, allá:

“No me llores no, no me llores no, porque si lloras yo peno, en cambio si tú me cantas, yo siempre vivo… yo nunca muero…”

"Yo vengo como todos los hombres, de muy lejos, de muy abajo; pertenezco a la despeinada, descalza y hambrienta multitud mexicana, y he peleado, desde que me acuerdo, por ser mañana distinto al de hoy y pasado al de antier; ser distinto cada día ha sido mi lucha, pero siempre con un horizonte y sin dejar de ser aquel que descalzo anduvo en su niñez".

 

Fragmento de "Retrato de mi madre"

El diez de enero se cumplieron diez años de que murió don Andrés Henestrosa. El hombre que dispersó la danza y que vivió hasta 101 años, como sin deberla ni temerla: “Niña cuando yo muera, no llores sobre mi tumba, toca sones alegras mamá, cántame La Sandunga. Toca el Bejuco de Oro, la flor de todos los sones, canta La Martiniana ¡ay mamá! que alegra los corazones…”

A don Andrés Morales Henestrosa le vino la luz en Ixhuatán, Oaxaca, en 1906. Todavía gobernaba el país don Porfirio Díaz; aquel fue el año de la muerte de Alfredo Chavero, el dramaturgo, historiador y abogado que acompañó a Benito Juárez en su peregrinar por el norte del país; ese año también nació otro escritor de fuste, el venezolano Arturo Uslar Pietri y fue asimismo el año de la huelga de los mineros de la Oversight de Cananea, Sonora. Ese año llegó a Oaxaca don Andrés Henestrosa, como prefería llamarse.

Creció hablando huave y zapoteco (“Yo hablo huave y zapoteco. El huave lo aprendí del pecho derecho de mi madre, del otro pecho aprendí el zapoteco…”) en las tierras calientes de Ixhuatán, en la zona del istmo de Tehuantepec, en donde dicen que mandan las mujeres. “Por eso nunca hay que discutir con ellas, porque salen ganando”, reía.

Fue parte de una familia en la que su madre, Martina, Tina Man, la del Retrato de mi madre, tuvo que hacerse cargo de los seis hijos de Andrés Morales, a quien apenas le dio la vida para mirarlos un poco. Un día de 1922 Martina Man acompañó a su hijo todavía niño; caminaron  en medio del calor y el tierrerío del camino de Ixhuatán hasta Juchitán para que Andresito emprendiera el viaje a la capital del país. Ella, al despedirlo, lloraba en silencio, poniendo las manos en los ojos y la frente, como hacen las mujeres de allá cuando el dolor es mucho.

Ixhuatán es un lugar caluroso, para gente de temple. Hay una especie de bochornosa vegetación: flamboyanes, laureles, flores amarillas de acahual y multitud de colores que saltan al paso, como las liebres de Toledo.

El cielo es chaparro, muy azul y con muchas nubes que casi se tocan, la vaporación del agua del mar cercano y de los arroyos. Ahí el tiempo pasa en calma, como si no quisiera irse, y de pronto se tiene la sensación de que las figuras humanas que caminan por calles silenciosas al mediodía, avanzan entre brumas, como si flotaran, como si no tocaran el piso y como si no existieran. Y existen y viven y trabajan y se reproducen y algún día, quizá, a los 101 años, mueren.

Andrés Henestrosa dejó Ixhuatán a los 16 años. Llegó a la Ciudad de México el 28 de noviembre de 1922. Hablaba “idioma”, que decimos en Oaxaca para referirnos a las lenguas indígenas. El “castilla” lo aprendió en el entonces DF y no fue difícil, apenas y para hacerlo reflexionar en el cambio de piel que estaba viviendo, porque aprender un idioma que no es el de uno, es penetrar en otras vidas y en otras culturas, en otras construcciones mentales y en otras aspiraciones. Cada idioma tiene su propia vida y sus sueños. Así, don Andrés tuvo diferentes vidas y diferentes sueños.

Se acercó a José Vasconcelos Calderón, paisano oaxaqueño que era secretario de Educación con Álvaro Obregón. Consiguió una beca para estudiar en la Escuela Nacional de Maestros. Don Andrés vivió a intensidad la capital y se aproximó a los espacios de la creación y la cultura.

Conoció al grupo de intelectuales que rodeaban a Vasconcelos, tanto en su gestión gubernamental como aquellos que le acompañaron en su intento por ser el Presidente de un país en donde la mayoría de la gente –decían- ‘había perdido la posibilidad de la lectura y la escritura sin perder el sentido esencial de la vida: era la raza cósmica’.

Vivió con  Vasconcelos la campaña del 29; se hizo amigo de Antonieta Rivas Mercado, quien pagó la edición de su primer libro motivado por don Alfonso Caso: Los hombres que dispersó la danza.

En esta obra Henestrosa recuperaba historias y leyendas que escuchó a los mayores durante su infancia. Pero, sobre todo, don Andrés rinde homenaje a la viejísima costumbre oaxaqueña de contar historias de lo que fue, historias de costumbres y leyendas con las que se construyeron una raza y una forma de vida. Su libro es una forma de nostalgia por esas tardes en las que, para aliviar el agobio del calor oaxaqueño, se sale a los grandes patios y, protegidos a la sombra de los laureles, se platican historias de aparecidos, ahora desaparecidos.

Don Andrés pone estas historias en el papel y las divulga. Tiene apenas 23 años y ya se vislumbra a un escritor de intensidades. Por supuesto, no inventa el indigenismo. No le atosiga con sus propias ideas; simple y sencillamente recoge su savia, porque, bien visto, él no es indígena: es un hombre en el que se resume el criollismo que nutre a Ixhuatán: cultura blanca, la negra, la filipina y un poco el reducto de aquellos europeos de la intervención que se internaron en los calores istmeños.

Pero en él predomina el orgullo de una de estas razas: la indígena, aunque se pregunta y le pregunta a su madre: “¿Por qué soy blanco?”. Precisamente de esta pregunta nace el Retrato de mi madre (1940) me dijo alguna vez.

Fue, sobre todo, un palabrista. Un hombre que construyó su propia historia y que vivió 101 años de historia mexicana. De ahí que, más que historiador, él mismo fue parte de la historia mexicana.

Don Andrés escribió mucho. Varios libros, aunque en general su obra está dispersa en muchos periódicos del país. En textos breves para libros o en prólogos de índole diversa. Hace falta una minuciosa recopilación y selección para ubicar tiempo y razones.

Y, bueno, hace diez años que ya no está don Andrés. Al final me dejó hablando solo.

Lo recuerdo en nuestras pláticas interminables en cafés, en su despacho de la calle de Motolinía o por las calles del centro de la Ciudad de México. Nos reíamos de todo y por todo, o hasta dramatizábamos un poco, como cuando al encontrarlo en alguna ocasión por la avenida 5 de Mayo y preguntarle por su salud, me platicó sus dolencias físicas:

 –Pero se le ve bien del semblante, don Andrés.

 – ¡Es que no estoy enfermo del semblante, chingaos!

O como cuando le visité en su casa, poco antes de su muerte que ocurrió el 10 de enero de 2008. Ya enfermo me hizo sentar a su lado en la cama que le daba refugio. Me preguntó de nuestra tierra, de cómo están las cosas por allá… se acordó del cielo azul turquesa que nos cubre en Oaxaca y del viento suave que nos hace infinitos… Y repetimos el son, que es de todos, allá:

“No me llores no, no me llores no, porque si lloras yo peno, en cambio si tú me cantas, yo siempre vivo… yo nunca muero…”

"Yo vengo como todos los hombres, de muy lejos, de muy abajo; pertenezco a la despeinada, descalza y hambrienta multitud mexicana, y he peleado, desde que me acuerdo, por ser mañana distinto al de hoy y pasado al de antier; ser distinto cada día ha sido mi lucha, pero siempre con un horizonte y sin dejar de ser aquel que descalzo anduvo en su niñez".

 

Fragmento de "Retrato de mi madre"

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