/ lunes 25 de marzo de 2024

Elecciones 2024: ¿Violencia político-electoral o violencia estructural?

Por Carlos Rodríguez Ulloa

El próximo dos de junio se abrirá el espacio de reacomodo del poder político en México de los próximos tres a seis años. Al elegirse 20 708 cargos de elección popular, de los cuales la enorme mayoría, 20 079 son elecciones locales: 14 764 Regidurías, 1 975 Sindicaturas, 1 802 Presidencias municipales, 1 098 Congresistas locales, 431 Cargos auxiliares y 9 Gubernaturas; disputándose “sólo” 629 cargos del orden federal: 500 Diputaciones, 128 Senadurías y, por supuesto, la Presidencia de la República (INE).

Si bien la concurrencia de las elecciones es muy útil a las autoridades electorales, significa un enorme problema de seguridad para los actores políticos, e incluso electorales de los distintos órdenes de gobierno. Esto debido a que se realizan en un ambiente de impunidad nacional del 98,2% en el año 2022, cuando sólo el 1.2% de los 26.8 millones de delitos cometidos tuvieron una condena y la cifra negra, es decir delitos no denunciados o no investigados, fue del 92.4% (INEGI-ENVIPE).

A este ambiente de impunidad se suma la participación activa de múltiples actores criminales que tienen significativa presencia o dominio a nivel local de varios mercados ilegales y han desarrollado diversas formas de intervención político-electoral como financiamiento de campañas, imposición de candidaturas, movilización o inhibición del voto, alteración o robo de las casillas y, por supuesto, el ejercicio directo de la violencia a través de agresiones, amenazas y asesinatos de funcionarios públicos y aspirantes.

Esta alerta de violencia político-electoral la han señalado diversos actores sociales nacionales e internacionales como periodistas, académicos, organizaciones de la sociedad civil, el Episcopado Mexicano, el grupo financiero CITIBANAMEX o el representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos Volker Türk, quién dijo en Ginebra el 4 de marzo que “este inmenso ejercicio de los derechos políticos y civiles debe ser resguardado de la violencia”.

Así, estos llamados de atención al tema de la violencia político-electoral no evitaron que el pasado 26 de febrero asesinaran el mismo día a dos precandidatos a la alcaldía el municipio de Maravatío, Michoacán, Miguel Ángel Zavala (Morena) y Armando Pérez Luna (PAN), que se suman al secuestro y asesinato en octubre de 2023 del dirigente local de Morena, Dagoberto García. Estos hechos ilustran los 574 casos de violencia político electoral de 2023 y 36 en enero de 2024, que contabilizó la organización Data Cívica en el proyecto “Votar entre balas” que pone énfasis en los focos rojos de gobernanza criminal y violencia criminal-electoral.

Si bien está documentada la participación de la delincuencia organizada como un factor en la tendencia creciente de la violencia político-electoral, la investigación “Urnas y Tumbas” de el Colegio de México, que analizó a profundidad 32 asesinatos políticos del 2021, señala que una parte de éstos se dieron por cuestiones criminales, pero otro tanto fueron por motivos políticos (disputas entre grupos políticos locales) y otras por razones personales, apuntando que son “manifestaciones de la normalización de la violencia extrema en el país (…) un país en guerra”.

Así, se concluye que desafortunadamente la violencia político-electoral es un capítulo coyuntural de la profunda crisis de seguridad en México. Si bien los emprendedores de los mercados ilegales encuentran tierra fértil para la prosperidad de sus negocios fomentado por la absoluta impunidad en el país, también vemos como sociedad que la violencia estructural ya es parte de nuestra cotidianidad que crece y carcome el raído tejido social y las instituciones políticas a nivel local. La restauración del tejido social implicará un duro proceso de reconstrucción institucional y amplio acuerdo que se ve muy lejos de lograr, gane quien gane en la próxima contienda electoral. Sin embargo, hay que hacer el intento.

Por Carlos Rodríguez Ulloa

El próximo dos de junio se abrirá el espacio de reacomodo del poder político en México de los próximos tres a seis años. Al elegirse 20 708 cargos de elección popular, de los cuales la enorme mayoría, 20 079 son elecciones locales: 14 764 Regidurías, 1 975 Sindicaturas, 1 802 Presidencias municipales, 1 098 Congresistas locales, 431 Cargos auxiliares y 9 Gubernaturas; disputándose “sólo” 629 cargos del orden federal: 500 Diputaciones, 128 Senadurías y, por supuesto, la Presidencia de la República (INE).

Si bien la concurrencia de las elecciones es muy útil a las autoridades electorales, significa un enorme problema de seguridad para los actores políticos, e incluso electorales de los distintos órdenes de gobierno. Esto debido a que se realizan en un ambiente de impunidad nacional del 98,2% en el año 2022, cuando sólo el 1.2% de los 26.8 millones de delitos cometidos tuvieron una condena y la cifra negra, es decir delitos no denunciados o no investigados, fue del 92.4% (INEGI-ENVIPE).

A este ambiente de impunidad se suma la participación activa de múltiples actores criminales que tienen significativa presencia o dominio a nivel local de varios mercados ilegales y han desarrollado diversas formas de intervención político-electoral como financiamiento de campañas, imposición de candidaturas, movilización o inhibición del voto, alteración o robo de las casillas y, por supuesto, el ejercicio directo de la violencia a través de agresiones, amenazas y asesinatos de funcionarios públicos y aspirantes.

Esta alerta de violencia político-electoral la han señalado diversos actores sociales nacionales e internacionales como periodistas, académicos, organizaciones de la sociedad civil, el Episcopado Mexicano, el grupo financiero CITIBANAMEX o el representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos Volker Türk, quién dijo en Ginebra el 4 de marzo que “este inmenso ejercicio de los derechos políticos y civiles debe ser resguardado de la violencia”.

Así, estos llamados de atención al tema de la violencia político-electoral no evitaron que el pasado 26 de febrero asesinaran el mismo día a dos precandidatos a la alcaldía el municipio de Maravatío, Michoacán, Miguel Ángel Zavala (Morena) y Armando Pérez Luna (PAN), que se suman al secuestro y asesinato en octubre de 2023 del dirigente local de Morena, Dagoberto García. Estos hechos ilustran los 574 casos de violencia político electoral de 2023 y 36 en enero de 2024, que contabilizó la organización Data Cívica en el proyecto “Votar entre balas” que pone énfasis en los focos rojos de gobernanza criminal y violencia criminal-electoral.

Si bien está documentada la participación de la delincuencia organizada como un factor en la tendencia creciente de la violencia político-electoral, la investigación “Urnas y Tumbas” de el Colegio de México, que analizó a profundidad 32 asesinatos políticos del 2021, señala que una parte de éstos se dieron por cuestiones criminales, pero otro tanto fueron por motivos políticos (disputas entre grupos políticos locales) y otras por razones personales, apuntando que son “manifestaciones de la normalización de la violencia extrema en el país (…) un país en guerra”.

Así, se concluye que desafortunadamente la violencia político-electoral es un capítulo coyuntural de la profunda crisis de seguridad en México. Si bien los emprendedores de los mercados ilegales encuentran tierra fértil para la prosperidad de sus negocios fomentado por la absoluta impunidad en el país, también vemos como sociedad que la violencia estructural ya es parte de nuestra cotidianidad que crece y carcome el raído tejido social y las instituciones políticas a nivel local. La restauración del tejido social implicará un duro proceso de reconstrucción institucional y amplio acuerdo que se ve muy lejos de lograr, gane quien gane en la próxima contienda electoral. Sin embargo, hay que hacer el intento.