/ viernes 14 de junio de 2024

Hojas de papel | ‘En el nombre del Padre’

Hay una mano fuerte que cuida del hijo… o de los hijos. Una mano que parece ruda. Una mano enorme que aprieta la pequeñez de nuestra vida. Una mano que no nos suelta en ningún momento. Que nos protege al mismo tiempo que nos guía fuera de casa…

Que cuida nuestros pasos. Que nos libra del peligro de un tropiezo o una caída. Es la mano fuerte de un hombre que nos conduce por la vida para ponernos en contacto con la realidad, pero también con las responsabilidades, con la ética de la vida y la reciedumbre de los sentimientos.

Si algo necesita cada uno de nosotros es esa imagen de fortaleza, de tenacidad, de carácter inamovible; el mismo que cuando cometemos errores nos reprende, nos sacude, nos regaña con enorme severidad, nos hace ver nuestros errores y quien, en seguida, nos mira con ternura, nos guiña un ojo y nos dice: te quiero: Es el padre.

El padre de cada uno de nosotros existe. Está ahí. Y por él y ella estamos aquí. Por eso somos quienes somos y cómo somos. El padre que es el faro de la casa, el que nos ilustra, el que nos acosa, el que nos persigue para hacer bien las cosas. Es el padre-patrón que está alerta para que los hijos reciban al mismo tiempo cariño como fortaleza y dureza: todo junto.

El padre no es como la madre. Aunque ambos tiene la misma responsabilidad con los hijos. Pero cada uno, como si la naturaleza así lo hubiera marcado, tiene su rol en la vida de aquel pequeño ser al que dieron vida juntos, al que trajeron al mundo juntos, al que miraron por primera vez juntos y al que miraron con azoro cómo crecía, como de un pequeño ser que apenas intentaba dar sus primeros pasos y emitir sus primeras palabras, se convierte en un niño o niña, en un joven o una joven, en un hombre o una mujer hechos y derechos…

Y es que ser padre significa que no importa lo joven o viejo que sea, siempre está ahí para sus hijos. No significa que siempre esté de acuerdo con ellos, pero ellos saben que está ahí para amarlos y cuidarlos de la mejor y más saludable manera posible.

Erich Fromm afirma que la figura del padre tiene un significado distinto al de la madre: ella suele representar al hogar, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre, en cambio, no denota un ámbito natural, sino más bien el otro polo de la existencia humana: el mundo del pensamiento, la ley y el orden, la disciplina.


El padre –dice Fromm- es el que enseña al hijo o a la hija el camino hacia al mundo. Cuando falta este referente o hay una presencia negativa, se producen problemas relacionados con la identidad, el sentido de protección, el concepto y ejercicio de autoridad así como la responsabilidad…

Leonardo Boff, en su libro “San José” que es la imagen arquetípica del padre, dice que “Es responsabilidad del padre hacer que el hijo comprenda que la vida no es solo cariño, sino también trabajo; no solo bondad, sino también conflicto; no solo éxito, sino también fracaso; no solo ganancias, sino también pérdidas. A esto se le suele llamar el principio antropológico del padre (patrón ejemplar), que es distinto a los modelos históricos concretos que puede tomar ese rol; el modelo patriarcal, con sus fuertes rasgos de autoritarismo, es una de esas concreciones históricas.”

Esto es, el padre debe mostrar la fortaleza y la reciedumbre al hijo a los hijos e hijas, pero al mismo tiempo debe mostrarles el camino que deberán andar para que tomen el mejor camino en su vida.

Excepcionalmente hay padres que comenten error al mantener a sus hijos o hijas acorralados bajo sobreprotección casi enfermiza; aun fuera de tiempo, cuando ya han madurado y decidido su camino. Es un error –dice Carl Jung- hacerlos dependientes, irresponsables, menesterosos de acción y sin pasión por la vida. Es un error la tolerancia mal entendida.

‘La mejor educación no es aquella que funciona según la dinámica de la comodidad, o la satisfacción del capricho, o la súper protección ante las adversidades, sino aquella que hace a los sujetos capaces de ser libremente responsables ante las diversas situaciones de la vida. La mejor educación no consiste en la mayor ocultación de las realidades difíciles o negativas de la vida, sino en la capacitación para sumirlas tomando en serio la propia condición humana.’ (Op.cit.)

Aparte: En casa, al padre le duele que los hijos no lo quieran con la misma intensidad que a la madre. Lo reciente pero no lo dice, porque sabe que es su tarea ser el fuerte del hogar, el gran proveedor, ser el de la reciedumbre y el del carácter suficiente para enderezar el camino del hijo o enderezar la rama si se quiere torcer.

Están el padre y la madre juntos, frente al pequeño o frente a aquel joven o jovencita, y ellos corren hacia ella, para abrazarla y buscar su cariño. El padre mira y asiente. Sabe que es así. Que su rol es el de estar presente, de ser la figura principal, pero también adjunta, quien nos da seguridad y fuerza y cariño; pero los seres humanos también necesitamos ternura, comprensión…

Y sin embargo el padre quiere al hijo, a los hijos, el padre bueno, digo, quiere a sus hijos de la misma manera que la madre. El padre está ahí, al frente de los problemas, al frente de la defensa de los hijos, al frente de la vida misma para que no nos toque, para que no nos dañe, para que sea benévola y generosa… Y si algo ocurriera sería él quien habrá de salir en defensa de su familia ‘como un león para el combate’.

Y sí, el padre comprende, pero de tiempo en tiempo no está de acuerdo con lo que hacen los hijos. Quiere que acometan la vida con sus herramientas. Está bien. Es parte de su pasión por los hijos. Pero también sabemos que en el camino, cada uno adquiere las propias herramientas a la medida de las necesidades de cada uno.

Hay también el padre ausente. El padre que dejó de asumir su responsabilidad familiar. El que de forma ignominiosa se aleja y abandona toda posibilidad de solución a la vida en familia. Su ausencia duele a los hijos. Los marca. Los hace temerosos y dependientes. Los hace pedir auxilio a otros, el que con frecuencia les es negado. La figura paterna ausente es dañina, es cruel y malvada. Inolvidable.

Un ejemplo de la presencia-ausencia es la que describe Franz Kafka en una carta escrita para su padre: “Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo”.

En “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, José Arcadio Buendía es un buen padre. Entregado a la causa de construir su propio mundo. Y entregado a la causa de construir Macondo, junto con Amaranta Úrsula, su mujer. Pero de pronto se entrega a sus propios sueños, a sus teorías enloquecidas que le trae Melquiades el gitano que año con año llega al pueblo trayendo los grandes descubrimientos de los sabios del mundo externo.

Él es quien lleva al pueblo el hielo… “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” José Arcadio es un padre presente y amoroso, perdido en sí y para el mundo, pero un padre amoroso que llevó de la mano a su hijo para conocer el hielo.

Pero predomina, sí, el padre generoso; el padre bueno que no sólo provee lo necesario para el hogar; el que sale cada mañana y llega cada tarde exhausto. Ese padre quiere estar con sus hijos a pesar de todo, a pesar de los pesares, son su aliciente; es el padre que lucha y no teme a las adversidades porque primero están sus hijos.

Es el padre que todos admiramos. Es el padre honorable, justo, franco, sincero, sin ambages; es el padre que de tiempo en tiempo mira a sus hijos con dureza pero que en esa dureza les entrega su vida, el corazón, sus sueños, sus ilusiones, sus propuestas de vida, para su vida: la mejor vida.

Yo conozco a uno de ellos, se llama Nicolás Martínez Reyes; es oaxaqueño de San Sebastián Tutla; es y padre de siete hijos e hijas que son, con su esposa Ángela, su propia vida; su pasado y su presente: Su futuro; ni más, ni menos.


Y sí. Un padre es de sus hijos. Un padre es todo el tiempo para ellos. Todos sus pensamientos y toda su historia contada sorbo a sorbo, paso a paso, porque parte de ser padre consiste en querer a sus hijos mucho más de lo que ellos le querrán nunca.

Hay una mano fuerte que cuida del hijo… o de los hijos. Una mano que parece ruda. Una mano enorme que aprieta la pequeñez de nuestra vida. Una mano que no nos suelta en ningún momento. Que nos protege al mismo tiempo que nos guía fuera de casa…

Que cuida nuestros pasos. Que nos libra del peligro de un tropiezo o una caída. Es la mano fuerte de un hombre que nos conduce por la vida para ponernos en contacto con la realidad, pero también con las responsabilidades, con la ética de la vida y la reciedumbre de los sentimientos.

Si algo necesita cada uno de nosotros es esa imagen de fortaleza, de tenacidad, de carácter inamovible; el mismo que cuando cometemos errores nos reprende, nos sacude, nos regaña con enorme severidad, nos hace ver nuestros errores y quien, en seguida, nos mira con ternura, nos guiña un ojo y nos dice: te quiero: Es el padre.

El padre de cada uno de nosotros existe. Está ahí. Y por él y ella estamos aquí. Por eso somos quienes somos y cómo somos. El padre que es el faro de la casa, el que nos ilustra, el que nos acosa, el que nos persigue para hacer bien las cosas. Es el padre-patrón que está alerta para que los hijos reciban al mismo tiempo cariño como fortaleza y dureza: todo junto.

El padre no es como la madre. Aunque ambos tiene la misma responsabilidad con los hijos. Pero cada uno, como si la naturaleza así lo hubiera marcado, tiene su rol en la vida de aquel pequeño ser al que dieron vida juntos, al que trajeron al mundo juntos, al que miraron por primera vez juntos y al que miraron con azoro cómo crecía, como de un pequeño ser que apenas intentaba dar sus primeros pasos y emitir sus primeras palabras, se convierte en un niño o niña, en un joven o una joven, en un hombre o una mujer hechos y derechos…

Y es que ser padre significa que no importa lo joven o viejo que sea, siempre está ahí para sus hijos. No significa que siempre esté de acuerdo con ellos, pero ellos saben que está ahí para amarlos y cuidarlos de la mejor y más saludable manera posible.

Erich Fromm afirma que la figura del padre tiene un significado distinto al de la madre: ella suele representar al hogar, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre, en cambio, no denota un ámbito natural, sino más bien el otro polo de la existencia humana: el mundo del pensamiento, la ley y el orden, la disciplina.


El padre –dice Fromm- es el que enseña al hijo o a la hija el camino hacia al mundo. Cuando falta este referente o hay una presencia negativa, se producen problemas relacionados con la identidad, el sentido de protección, el concepto y ejercicio de autoridad así como la responsabilidad…

Leonardo Boff, en su libro “San José” que es la imagen arquetípica del padre, dice que “Es responsabilidad del padre hacer que el hijo comprenda que la vida no es solo cariño, sino también trabajo; no solo bondad, sino también conflicto; no solo éxito, sino también fracaso; no solo ganancias, sino también pérdidas. A esto se le suele llamar el principio antropológico del padre (patrón ejemplar), que es distinto a los modelos históricos concretos que puede tomar ese rol; el modelo patriarcal, con sus fuertes rasgos de autoritarismo, es una de esas concreciones históricas.”

Esto es, el padre debe mostrar la fortaleza y la reciedumbre al hijo a los hijos e hijas, pero al mismo tiempo debe mostrarles el camino que deberán andar para que tomen el mejor camino en su vida.

Excepcionalmente hay padres que comenten error al mantener a sus hijos o hijas acorralados bajo sobreprotección casi enfermiza; aun fuera de tiempo, cuando ya han madurado y decidido su camino. Es un error –dice Carl Jung- hacerlos dependientes, irresponsables, menesterosos de acción y sin pasión por la vida. Es un error la tolerancia mal entendida.

‘La mejor educación no es aquella que funciona según la dinámica de la comodidad, o la satisfacción del capricho, o la súper protección ante las adversidades, sino aquella que hace a los sujetos capaces de ser libremente responsables ante las diversas situaciones de la vida. La mejor educación no consiste en la mayor ocultación de las realidades difíciles o negativas de la vida, sino en la capacitación para sumirlas tomando en serio la propia condición humana.’ (Op.cit.)

Aparte: En casa, al padre le duele que los hijos no lo quieran con la misma intensidad que a la madre. Lo reciente pero no lo dice, porque sabe que es su tarea ser el fuerte del hogar, el gran proveedor, ser el de la reciedumbre y el del carácter suficiente para enderezar el camino del hijo o enderezar la rama si se quiere torcer.

Están el padre y la madre juntos, frente al pequeño o frente a aquel joven o jovencita, y ellos corren hacia ella, para abrazarla y buscar su cariño. El padre mira y asiente. Sabe que es así. Que su rol es el de estar presente, de ser la figura principal, pero también adjunta, quien nos da seguridad y fuerza y cariño; pero los seres humanos también necesitamos ternura, comprensión…

Y sin embargo el padre quiere al hijo, a los hijos, el padre bueno, digo, quiere a sus hijos de la misma manera que la madre. El padre está ahí, al frente de los problemas, al frente de la defensa de los hijos, al frente de la vida misma para que no nos toque, para que no nos dañe, para que sea benévola y generosa… Y si algo ocurriera sería él quien habrá de salir en defensa de su familia ‘como un león para el combate’.

Y sí, el padre comprende, pero de tiempo en tiempo no está de acuerdo con lo que hacen los hijos. Quiere que acometan la vida con sus herramientas. Está bien. Es parte de su pasión por los hijos. Pero también sabemos que en el camino, cada uno adquiere las propias herramientas a la medida de las necesidades de cada uno.

Hay también el padre ausente. El padre que dejó de asumir su responsabilidad familiar. El que de forma ignominiosa se aleja y abandona toda posibilidad de solución a la vida en familia. Su ausencia duele a los hijos. Los marca. Los hace temerosos y dependientes. Los hace pedir auxilio a otros, el que con frecuencia les es negado. La figura paterna ausente es dañina, es cruel y malvada. Inolvidable.

Un ejemplo de la presencia-ausencia es la que describe Franz Kafka en una carta escrita para su padre: “Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo”.

En “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, José Arcadio Buendía es un buen padre. Entregado a la causa de construir su propio mundo. Y entregado a la causa de construir Macondo, junto con Amaranta Úrsula, su mujer. Pero de pronto se entrega a sus propios sueños, a sus teorías enloquecidas que le trae Melquiades el gitano que año con año llega al pueblo trayendo los grandes descubrimientos de los sabios del mundo externo.

Él es quien lleva al pueblo el hielo… “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” José Arcadio es un padre presente y amoroso, perdido en sí y para el mundo, pero un padre amoroso que llevó de la mano a su hijo para conocer el hielo.

Pero predomina, sí, el padre generoso; el padre bueno que no sólo provee lo necesario para el hogar; el que sale cada mañana y llega cada tarde exhausto. Ese padre quiere estar con sus hijos a pesar de todo, a pesar de los pesares, son su aliciente; es el padre que lucha y no teme a las adversidades porque primero están sus hijos.

Es el padre que todos admiramos. Es el padre honorable, justo, franco, sincero, sin ambages; es el padre que de tiempo en tiempo mira a sus hijos con dureza pero que en esa dureza les entrega su vida, el corazón, sus sueños, sus ilusiones, sus propuestas de vida, para su vida: la mejor vida.

Yo conozco a uno de ellos, se llama Nicolás Martínez Reyes; es oaxaqueño de San Sebastián Tutla; es y padre de siete hijos e hijas que son, con su esposa Ángela, su propia vida; su pasado y su presente: Su futuro; ni más, ni menos.


Y sí. Un padre es de sus hijos. Un padre es todo el tiempo para ellos. Todos sus pensamientos y toda su historia contada sorbo a sorbo, paso a paso, porque parte de ser padre consiste en querer a sus hijos mucho más de lo que ellos le querrán nunca.

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