VER. Asistí al matrimonio canónico de una sobrina nieta, que duró algunos años viviendo con su pareja, tuvieron un hijo, pero no se decidían a casarse por ninguna ley, por las dudas sobre si eran el uno para el otro y si podrían llevar la vida juntos para siempre, más por sus limitaciones económicas. Son ya mayores de 30 años, pero su incertidumbre para asumir compromisos definitivos les llevó a retrasar su matrimonio.
Hace años, era común que las muchachas se casaran entre 16 y 22 años, y los muchachos entre 18 y 25. Desde esa edad, decidían comprometerse para siempre, y eran pocos los que rompían esta opción. Hoy, se retrasa mucho el matrimonio, no sólo el religioso, sino también el civil y aún la convivencia conyugal, por las inconsistencias económicas, por la prolongación de los estudios universitarios, pero sobre todo por su resistencia a asumir decisiones para toda la vida. Es más cómodo ser adolescente por largos años, depender económicamente de sus padres, nunca terminar de estudiar y gozar una libertad de solteros sin responsabilidades permanentes y definitivas.
En las comunidades indígenas, era común que los papás casaran a sus hijas entre los 14 y 16 años, muchas veces sin un noviazgo previo, y a los muchachos entre 16 y 17 años, cosa que a todas luces es inhumana, pero casi no había casos de separación o divorcio.
Yo fui ordenado sacerdote apenas con un poco más de 23 años, y asumí con entera libertad y conciencia esta consagración de por vida. El 25 de agosto cumplo 56 años de ordenación, y nunca me he arrepentido del regalo de Dios y de mi compromiso con El y con su Pueblo. Hoy, muchos jóvenes seminaristas son ordenados cerca de los 30 años, o más, y algunos retrasan su consagración porque nunca se les acaban las dudas vocacionales, padecen una inconsistencia psicológica.
Obispo Emérito de San Cristóbal de las Casas