/ miércoles 26 de abril de 2023

La autonomía o el salvoconducto de las fiscalías 

Por Chrístel Rosales* (@Chris_Ros)


El esfuerzo por establecer una sana (y mínima) distancia entre la justicia penal y el poder político en México suma cuando menos una década. Pero la evidencia cotidiana nos dice que estamos casi en el punto de origen. A diario se conocen casos que ponen en entredicho el acceso a la justicia y la objetividad con la que se administra. La autonomía de las fiscalías es una mera formalidad: retórica en papel. O algo peor, como veremos.

Recordemos que la apuesta original tras la reforma político-electoral de 2014, la reforma al 102 constitucional para evitar el pase automático de un ‘fiscal carnal’ y la Ley de la Fiscalía General de la República de 2018 (y su homologación en los estados) fue el blindaje del poder punitivo frente a presiones e intereses ajenos, mediante mecanismos de autonomía institucional.

El objetivo último de estos esfuerzos ha sido asegurar una justicia pareja –sin sesgos ni selectividades– y profesionalizar a las fiscalías para hacerlas más efectivas, más capaces de combatir la impunidad. Una aspiración tan apremiante como lejana: la impunidad1 en el país alcanza el 91.8% en la generalidad de los casos, y para los delitos de desaparición, homicidio doloso y violación es prácticamente total. Eso quiere decir que la amplia mayoría de los casos no recibe respuesta, es archivada o se decreta no ejercer la acción penal, sin justificación conocida.

En un escenario así, el ejercicio de los derechos de las víctimas y las personas imputadas no se da por sentado, sino que éstas se ven obligadas a litigar por él, con el apoyo de asesores en el mejor de los casos. El lenguaje ‘leguleyo’ y el trato burocrático y poco amigable en los ministerios públicos elevan aún más la barrera. Los casos que se resuelven se convierten en excepciones, y las cárceles se llenan de inocentes en condición de vulnerabilidad.

Pues bien, todo lo anterior se explica en gran medida por decisiones que fueron tomadas en las fiscalías. De ese tamaño es su poder. A nivel micro, pueden resolver la libertad o la reclusión de una persona, y su acceso a la justicia, la verdad y la reparación. A nivel macro, establecen la capacidad del Estado para hacer frente a la delincuencia y los mercados criminales. No es trivial entonces la necesidad de transparentar su trabajo e impulsar la rendición de cuentas sobre sus acciones.

No obstante, a la fecha sólo cinco fiscalías cuentan con una política de persecución criminal que defina prioridades y haga pública la manera en que se enfrentan los delitos. Sólo tres cuentan con un consejo ciudadano que participe en la toma de decisiones y ocho presentan avances, aunque incipientes, en el establecimiento de un servicio profesional de carrera.

Además, poco sabemos sobre las personas al frente de las fiscalías: su visión de la justicia, sus relaciones con grupos políticos y/o económicos, su trayectoria profesional y ética o sus posibles conflictos de interés. Las remociones y designaciones de fiscales toman lugar de forma, digamos, casual, y sin obedecer estrictamente a plazos previstos en la ley. Un motín en un penal puede justificar la remoción del fiscal y su sustitución inmediata con un alfil del gobernador. La llegada de un nuevo Ejecutivo local puede traducirse sin extrañeza en la renuncia en cadena de fiscales. O la ‘comparecencia’ ante el Legislativo de un fiscal general de la República rodeado de sospechas (y más) de actuación ilegal y uso arbitrario del poder puede convertirse en un trámite de selfies, abrazos y aplausos sólo porque... es cercano al Ejecutivo.

No sugerimos que las fiscalías deban operar en una esfera políticamente aislada. No hay persecución criminal de Estado que se pueda dar así. Pero necesitamos una reflexión profunda sobre la naturaleza de autonomía e independencia de las fiscalías, sobre sus titulares y el escrutinio público hacia su desempeño. La opacidad no hace otra cosa que convertir a la ‘justicia’ en un lujo de unos cuantos.


*Chrístel Rosales es coordinadora del Programa de Justicia de México Evalúa.

Por Chrístel Rosales* (@Chris_Ros)


El esfuerzo por establecer una sana (y mínima) distancia entre la justicia penal y el poder político en México suma cuando menos una década. Pero la evidencia cotidiana nos dice que estamos casi en el punto de origen. A diario se conocen casos que ponen en entredicho el acceso a la justicia y la objetividad con la que se administra. La autonomía de las fiscalías es una mera formalidad: retórica en papel. O algo peor, como veremos.

Recordemos que la apuesta original tras la reforma político-electoral de 2014, la reforma al 102 constitucional para evitar el pase automático de un ‘fiscal carnal’ y la Ley de la Fiscalía General de la República de 2018 (y su homologación en los estados) fue el blindaje del poder punitivo frente a presiones e intereses ajenos, mediante mecanismos de autonomía institucional.

El objetivo último de estos esfuerzos ha sido asegurar una justicia pareja –sin sesgos ni selectividades– y profesionalizar a las fiscalías para hacerlas más efectivas, más capaces de combatir la impunidad. Una aspiración tan apremiante como lejana: la impunidad1 en el país alcanza el 91.8% en la generalidad de los casos, y para los delitos de desaparición, homicidio doloso y violación es prácticamente total. Eso quiere decir que la amplia mayoría de los casos no recibe respuesta, es archivada o se decreta no ejercer la acción penal, sin justificación conocida.

En un escenario así, el ejercicio de los derechos de las víctimas y las personas imputadas no se da por sentado, sino que éstas se ven obligadas a litigar por él, con el apoyo de asesores en el mejor de los casos. El lenguaje ‘leguleyo’ y el trato burocrático y poco amigable en los ministerios públicos elevan aún más la barrera. Los casos que se resuelven se convierten en excepciones, y las cárceles se llenan de inocentes en condición de vulnerabilidad.

Pues bien, todo lo anterior se explica en gran medida por decisiones que fueron tomadas en las fiscalías. De ese tamaño es su poder. A nivel micro, pueden resolver la libertad o la reclusión de una persona, y su acceso a la justicia, la verdad y la reparación. A nivel macro, establecen la capacidad del Estado para hacer frente a la delincuencia y los mercados criminales. No es trivial entonces la necesidad de transparentar su trabajo e impulsar la rendición de cuentas sobre sus acciones.

No obstante, a la fecha sólo cinco fiscalías cuentan con una política de persecución criminal que defina prioridades y haga pública la manera en que se enfrentan los delitos. Sólo tres cuentan con un consejo ciudadano que participe en la toma de decisiones y ocho presentan avances, aunque incipientes, en el establecimiento de un servicio profesional de carrera.

Además, poco sabemos sobre las personas al frente de las fiscalías: su visión de la justicia, sus relaciones con grupos políticos y/o económicos, su trayectoria profesional y ética o sus posibles conflictos de interés. Las remociones y designaciones de fiscales toman lugar de forma, digamos, casual, y sin obedecer estrictamente a plazos previstos en la ley. Un motín en un penal puede justificar la remoción del fiscal y su sustitución inmediata con un alfil del gobernador. La llegada de un nuevo Ejecutivo local puede traducirse sin extrañeza en la renuncia en cadena de fiscales. O la ‘comparecencia’ ante el Legislativo de un fiscal general de la República rodeado de sospechas (y más) de actuación ilegal y uso arbitrario del poder puede convertirse en un trámite de selfies, abrazos y aplausos sólo porque... es cercano al Ejecutivo.

No sugerimos que las fiscalías deban operar en una esfera políticamente aislada. No hay persecución criminal de Estado que se pueda dar así. Pero necesitamos una reflexión profunda sobre la naturaleza de autonomía e independencia de las fiscalías, sobre sus titulares y el escrutinio público hacia su desempeño. La opacidad no hace otra cosa que convertir a la ‘justicia’ en un lujo de unos cuantos.


*Chrístel Rosales es coordinadora del Programa de Justicia de México Evalúa.