/ miércoles 11 de septiembre de 2019

La del idioma, otra corrupción

De un presidente o de un político de alto nivel no es dable esperar purismo en el idioma o un lenguaje culterano ajeno al habla de la generalidad. Sí es válido, en cambio, pedir al hombre público respeto a sí mismo, a su investidura y al público al que se dirige. La corrupción del idioma se torna social y culturalmente más grave cuando proviene del poder por los efectos imitativos que causa en buena parte de los estratos de la población. La falta gramatical y la vulgaridad convertidas en pretendida virtud en busca de popularidad terminan en factores de perversión que ahonda en la descomposición del instrumento más noble de la comunicación, que es el habla; solazarse en ellas es tan reprobable como exhibirlas cual timbre de orgullo.

Si a estas alturas en lo que va de la actual administración es tarde para exigir al presidente de la República un curso de gramática elemental que evite en su discurso repeticiones, cacofonías, discordancias verbales y muletillas en su lento hablar, la defensa del idioma obliga a señalar el pobre empleo del idioma que se escucha a diario y en todo momento en el discurso presidencial. Emplear el vicio gramatical como recurso o estrategia política es igualmente reprobable. Los efectos del mal gusto y la incorrección gramatical se acusan ya en cuestiones trascendentales de la vida pública que merecerían otro tratamiento en problemas como la creciente delincuencia y la ingobernabilidad que se genera.

En vez de cumplir con el mandato constitucional del empleo lícito de la fuerza para reprimir el delito, el presidente de la República acude a la sensiblería supuestamente popular para llamar a los criminales a reflexionar y portarse bien. Las mamacitas de la prédica presidencial tal vez se han encontrado en los ataques de la turbamulta que en fechas recientes han atacado, vejado, humillado y golpeado a los miembros del ejército, inermes por la absurda disposición de no responder a la violencia desatada en su contra. La cosa no es así, se afirma como única censura al delito flagrante.

San Juan del Río en Querétaro, Acajete en Puebla más recientemente, son sólo los últimos casos de las consecuencias de esa orden presidencial que degrada todo principio de autoridad. Expresiones casi escatológicas como el fuchi o el guácala son elementos pueriles con los que quiere reprobar a los delincuentes a quienes, en vez sancionar con la fuerza de la ley, se manda a imaginarias regiones de la nada, al supuesto vacío del desprecio –al carajo—cuya mención es estéril si de acabar con la inseguridad y la impunidad se trata.

Por más que el hombre público, por revolucionario o reformador que quiera presentarse, no es la vulgaridad, la corrupción, la depravación del idioma por ignorancia o por voluntad, como se lograrán los objetivos de cambio que se pretenden. No es necesaria una basta y amplia cultura, pero tampoco la descomposición del habla de la generalidad como el político, el hombre de Estado debe dirigirse a la comunidad.

Con palabras sencillas, Benito Juárez defendió la soberanía y la autodeterminación de los pueblos; Lázaro Cárdenas fue un hombre formado en los fragores de los movimientos armados, pero respetó la dignidad y la cultura de todas las clases de la población que reconocen en él al gran revolucionario. Adolfo Ruiz Cortines, presidente in título universitario, pedía perdón a su investidura cuando en privado caía un pétalo de su florido lenguaje jarocho.

Dirigentes que han encabezado grandes transformaciones de la sociedad como Fidel Castro en América, Charles de Gaulle en Europa o Nelson Mandela en África hablaron a sus pueblos con claridad, sin pretensiones de falsa y rampante popularidad. No es la corrupción del habla de un pueblo el camino para alcanzar su dignidad, su paz y su tranquilidad.

srio28@prodigy.net.mx

De un presidente o de un político de alto nivel no es dable esperar purismo en el idioma o un lenguaje culterano ajeno al habla de la generalidad. Sí es válido, en cambio, pedir al hombre público respeto a sí mismo, a su investidura y al público al que se dirige. La corrupción del idioma se torna social y culturalmente más grave cuando proviene del poder por los efectos imitativos que causa en buena parte de los estratos de la población. La falta gramatical y la vulgaridad convertidas en pretendida virtud en busca de popularidad terminan en factores de perversión que ahonda en la descomposición del instrumento más noble de la comunicación, que es el habla; solazarse en ellas es tan reprobable como exhibirlas cual timbre de orgullo.

Si a estas alturas en lo que va de la actual administración es tarde para exigir al presidente de la República un curso de gramática elemental que evite en su discurso repeticiones, cacofonías, discordancias verbales y muletillas en su lento hablar, la defensa del idioma obliga a señalar el pobre empleo del idioma que se escucha a diario y en todo momento en el discurso presidencial. Emplear el vicio gramatical como recurso o estrategia política es igualmente reprobable. Los efectos del mal gusto y la incorrección gramatical se acusan ya en cuestiones trascendentales de la vida pública que merecerían otro tratamiento en problemas como la creciente delincuencia y la ingobernabilidad que se genera.

En vez de cumplir con el mandato constitucional del empleo lícito de la fuerza para reprimir el delito, el presidente de la República acude a la sensiblería supuestamente popular para llamar a los criminales a reflexionar y portarse bien. Las mamacitas de la prédica presidencial tal vez se han encontrado en los ataques de la turbamulta que en fechas recientes han atacado, vejado, humillado y golpeado a los miembros del ejército, inermes por la absurda disposición de no responder a la violencia desatada en su contra. La cosa no es así, se afirma como única censura al delito flagrante.

San Juan del Río en Querétaro, Acajete en Puebla más recientemente, son sólo los últimos casos de las consecuencias de esa orden presidencial que degrada todo principio de autoridad. Expresiones casi escatológicas como el fuchi o el guácala son elementos pueriles con los que quiere reprobar a los delincuentes a quienes, en vez sancionar con la fuerza de la ley, se manda a imaginarias regiones de la nada, al supuesto vacío del desprecio –al carajo—cuya mención es estéril si de acabar con la inseguridad y la impunidad se trata.

Por más que el hombre público, por revolucionario o reformador que quiera presentarse, no es la vulgaridad, la corrupción, la depravación del idioma por ignorancia o por voluntad, como se lograrán los objetivos de cambio que se pretenden. No es necesaria una basta y amplia cultura, pero tampoco la descomposición del habla de la generalidad como el político, el hombre de Estado debe dirigirse a la comunidad.

Con palabras sencillas, Benito Juárez defendió la soberanía y la autodeterminación de los pueblos; Lázaro Cárdenas fue un hombre formado en los fragores de los movimientos armados, pero respetó la dignidad y la cultura de todas las clases de la población que reconocen en él al gran revolucionario. Adolfo Ruiz Cortines, presidente in título universitario, pedía perdón a su investidura cuando en privado caía un pétalo de su florido lenguaje jarocho.

Dirigentes que han encabezado grandes transformaciones de la sociedad como Fidel Castro en América, Charles de Gaulle en Europa o Nelson Mandela en África hablaron a sus pueblos con claridad, sin pretensiones de falsa y rampante popularidad. No es la corrupción del habla de un pueblo el camino para alcanzar su dignidad, su paz y su tranquilidad.

srio28@prodigy.net.mx