/ domingo 24 de junio de 2018

El Colegio de Michoacán El nuevo nido | Hojas de papel volando

Hace unos días volví a un lugar querido. Está en Zamora, Michoacán. Se trata de El Colegio de Michoacán. Una institución de enseñanza e investigación con orígenes de excelencia y cuyos pasillos de la vieja estancia recorrí hace ya unas vueltas de carreta. Y les platico algo de aquello que supe y viví.

Don Luis González y González, el gran historiador mexicano, fundó El Colegio de Michoacán en octubre de 1978, este año hace cuarenta, aunque comenzó sus andaduras académicas y de investigación en enero de 1979, como una rama naciente de El Colegio de México que por entonces presidía don Víctor L. Urquidi.

La idea de don Luis era la de instalar un Colegio en su tierra, para estudiar la historia de la región, su antropología, sus tradiciones, las aventuras y la vida de sus hombres y mujeres y cómo habían construido su día a día y su sociedad: su pasado y su presente.

Un Colegio, decía don Luis, que fuera la casa de los michoacanos, aunque extendía sus intereses de sapiencia hacia lo que don Álvaro Ochoa llama el JalMich, que son los confines de Jalisco y Michoacán y que es por donde está San José de Gracia, el pueblo en vilo.

Para 1978 don Luis ya tenía una obra suficiente, sólida y con piernas de jinete. Ya había publicado su obra emblemática: Pueblo en Vilo, la Historia universal de San José de Gracia que es el lugar en donde nació y al que dedicó ese lienzo que hoy es ejemplo de excelencia en historiografía y que dio origen en México a la “microhistoria”, la historia matria , que es la historia de lo pequeño, de lo casi insignificante, lo que nadie ve pero que existe: los pueblos aquellos perdidos en nuestra geografía y que tienen vida intensa como aspiraciones; tragedias y felicidades.

Al principio, El Colegio de Michoacán estuvo en dos viejas casonas de la calle de Madero, en Zamora. Eran dos estancias bonitas, iluminadas, con pasillos y corredores al estilo de las casas michoacanas de la zona.

Don Luis lo decía así: “Catorce deschaquetados constituimos la corporación académica del ColMich. Salvo uno, los demás somos prófugos de las grandes urbes. Especialmente del Distrito Federal. Todos, sin excepción hemos llegado haciendo adobes. En un año el cuerpo de investigadores de El Colegio de Michoacán, ha hecho media docena de libros ya en librerías y una docena de artículos…”

Por aquellos primeros años se acercaban a ver el milagro de la creación viajeros de todo el mundo, Jean Marie Le Clezió –el francés que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008— y quien recibió aquí casa-comida-sustento-claustro académico y manos extendidas llenas de cordialidad y a las que no supo dar el abrazo completo; el geógrafo francés Claude Bataillon, quien luego publicaría su Un geógrafo francés en América Latina. Cuarenta años de recuerdos y reflexiones sobre México.

Y por ahí se concentraban exalumnos queridos por don Luis y que ya caminaban con lámpara propia: Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, Enrique Florescano, además de Lorenzo Meyer o Samuel del Villar que, por entonces, dirigía la revista Razones.

Don Luis González no escatimaba tiempo ni charla o enseñanza, que eran lo mismo. Y nosotros, con el pretexto de platicar sobre su obra, (que por entonces ya tenía de qué presumir como Historia moderna de México, Los artífices del Cardenismo, Los días del presidente Cárdenas, Sahuayo, El indigenismo de Maximiliano y las que yo mismo le edité La galería de la Reforma y La ronda de las generaciones) y de la idea de historiar, nos acercábamos propios y extraños, pero todos ahí a la sombra del sabio historiador.

Así que las pláticas con don Luis eran cátedras monumentales. Estaba convencido de que la convivencia y el intercambio de ideas hace al intelectual y hace mejores reflexiones. Por eso cada mañana, a las 11, hacía un corte estratégico en las tareas, nos convocaba a la casa principal de Madero, y enmedio del gran patio en donde estaba un gran árbol, nos sentábamos todos, investigadores y profesores, para “tomar el café” que era el pretexto para escucharle y decirle.

En particular, al referirse a mis orígenes periodísticos y como editor, don Luis decía que el reportero escribe la historia del presente, en tanto que el historiador es el reportero de la historia.

Y como si lo estuviera escuchando, aún guardo aquel testimonio de una larguísima plática a la que él mismo denominó: El vía crucis del historiador; historiador puesto en reportero del pasado.

“Yo creo que lo que más debe tener en cuenta al hacer historia –como el periodismo-- es ver a quién se va a dirigir lo que uno escribe. Porque, por ejemplo, es muy distinto que uno escriba para estudiantes de tales o cuales características o público lector de tales o cuales características.

“Si es así, obviamente el lenguaje que tendría que usar es el lenguaje más general, el lenguaje que suele llamarse de la ‘tribu’, el que es más fácilmente consumible por cualquier lector.

“A pesar de que algunas gentes piensan que por utilizar un lenguaje común y corriente se le quita cierto espíritu científico a las obras históricas o periodísticas, yo creo que vale la pena correr el riesgo de no parecer científico, de ser tenido en menos por los colegas, a cambio de saber uno qué realmente está comunicando con quien uno quiere comunicarse…”

Un reportero de la historia, un cronista de San José de Gracia lo decía. El procedimiento de investigación de un hecho histórico puede tener reglas y herramientas estrictas para conseguir obras rigurosas y provechosas para todos. Así mismo se exige que el periodismo lo sea, cada vez con más frecuencia, sobre todo desde que las redacciones de los medios son ocupadas por gente egresada de universidades y escuelas especializadas.

Así eran las valiosísimas charlas con don Luis y sus colegas del Colegio de entonces, las mismas que seguían luego en su casa de Zamora, a cuya mesa siempre había una copita y un buen plato de comida deliciosa. Y seguíamos platicando del pasado y del presente.

Y así era cuando estaba entre los sabios del ColMich, entre los que se sentía un ambiente fraterno incorregible: don Francisco Miranda, que dirigía el Centro de Estudios Históricos; Guillermo de la Peña, el Centro de Estudios Antropológicos. También estaban por ahí Jean Meyer y Andrés Lira, que luego fue su presidente y presidente de El Colegio de México; y estaba desde entonces el espíritu de los michoacanos, es Álvaro Ochoa, quien nos explica el Michoacán histórico y musical, el de la grande figura y sus emociones intensas.

Así que en aquel Colegio de Michoacán, como sin proponérselo, todos hablaban del tiempo: el tiempo era tema central. Para los historiadores, como para los periodistas, el tiempo es esencial, porque el tiempo es el hombre mientras vive y hace obra o la descompone: depende.

Pero todo esto era apenas el complemento. Porque lo que a don Luis y a sus colegas de travesía les importaba era investigar, enseñar, producir obra perenne y, por lo mismo, don Luis decía que la primera obligación de todo investigador es eso, investigar y publicar. No hay uno sin lo otro. Investigador que no publica es que no investiga: “Se engaña a sí y engaña a los demás”. Así decía.

Y bajo su mirada atenta y amorosa, se fundó y echó raíces El Colegio de Michoacán. Produjo investigadores de fuste con creaciones que se publicaron aquí o allá, con alumnos que luego han sido catedráticos o investigadores en México y el extranjero. Y libros, videos, conferencias, foros, intercambio de ideas, cátedras, becas, intercambios internacionales con instituciones de excelencia internacional: todo fue hecho a imagen y semejanza de su creador. Don Luis.

Un día don Luis enfermó. Fue operado. Perdió un ojo. Luego él siguió siendo el mismo platicador y alegre ranchero venido a historiador de los grandes. Y decía con una gran sonrisa: “Hacer historia, me ha costado un ojo de la cara”.

Enfermó doña Armida, su esposa, él sufría la enfermedad de ella. Un día, ella se fue en el Tornaviaje. Luego se fue don Bernardo, su tío querido. Y un día, el 13 de diciembre de 2003, como sin proponérselo, don Luis quiso seguir a doña Armida y se fue a alcanzarla.

Pero aún está en el Colmich. Aún se escuchan sus pasos. Y su juego de llaves en la mano. Aún están ahí cada uno de sus libros, tantos. Ahí está en su obra el recorrido de lo que los hombres y mujeres hicieron y hemos hecho a lo largo del camino, para bien o para mal. Son obras majestuosas que urge leer y releer, siempre.

Y sobre todo está ahí su gran aportación a la academia mexicana: El Colegio de Michoacán. Y aquí vuelvo al presente.

Hoy encuentro un Colegio de Michoacán que me sorprendió. Edificio propio, enorme, inmenso . Con unas instalaciones dignas del legado de don Luis. Amplios jardines, pasillos, estancias, cubículos, áreas de conferencias, salones de clase, oficinas y todo dispuesto para hacer que el espíritu de don Luis siga vigente, porque seguramente él estaría feliz de ver ese crecimiento enorme, pero más feliz si se cumple su ideal de investigación-enseñanza-rigor-excelencia y producción.

Hoy ya no es aquel pequeño nido que conocí.
Cuenta con seis centros de estudios y con doctorados y, aparte, hay un doctorado tutorial. Doctorados en Estudios Antropológicos, Históricos, Rurales, de las Tradiciones, Arqueológicos o en Geografía Humana y el doctorado tutorial en Ciencias Sociales. Y ha producido a la fecha 558 maestros en distintas de sus disciplinas, 21 doctores y cuenta ahora mismo con 147 alumnos con 76 profesores investigadores. Todo ahí.

La continuidad de la obra de don Luis no radica sólo en la modernidad, sino en el espíritu que le dio y le da sentido a lo que es la cátedra, la enseñanza, la investigación, el aprendizaje y, sobre todo, la obra, esa obra que debe estar a disposición de todos, porque es de todos.


jhsantiago@prodigy.net.mx



Hace unos días volví a un lugar querido. Está en Zamora, Michoacán. Se trata de El Colegio de Michoacán. Una institución de enseñanza e investigación con orígenes de excelencia y cuyos pasillos de la vieja estancia recorrí hace ya unas vueltas de carreta. Y les platico algo de aquello que supe y viví.

Don Luis González y González, el gran historiador mexicano, fundó El Colegio de Michoacán en octubre de 1978, este año hace cuarenta, aunque comenzó sus andaduras académicas y de investigación en enero de 1979, como una rama naciente de El Colegio de México que por entonces presidía don Víctor L. Urquidi.

La idea de don Luis era la de instalar un Colegio en su tierra, para estudiar la historia de la región, su antropología, sus tradiciones, las aventuras y la vida de sus hombres y mujeres y cómo habían construido su día a día y su sociedad: su pasado y su presente.

Un Colegio, decía don Luis, que fuera la casa de los michoacanos, aunque extendía sus intereses de sapiencia hacia lo que don Álvaro Ochoa llama el JalMich, que son los confines de Jalisco y Michoacán y que es por donde está San José de Gracia, el pueblo en vilo.

Para 1978 don Luis ya tenía una obra suficiente, sólida y con piernas de jinete. Ya había publicado su obra emblemática: Pueblo en Vilo, la Historia universal de San José de Gracia que es el lugar en donde nació y al que dedicó ese lienzo que hoy es ejemplo de excelencia en historiografía y que dio origen en México a la “microhistoria”, la historia matria , que es la historia de lo pequeño, de lo casi insignificante, lo que nadie ve pero que existe: los pueblos aquellos perdidos en nuestra geografía y que tienen vida intensa como aspiraciones; tragedias y felicidades.

Al principio, El Colegio de Michoacán estuvo en dos viejas casonas de la calle de Madero, en Zamora. Eran dos estancias bonitas, iluminadas, con pasillos y corredores al estilo de las casas michoacanas de la zona.

Don Luis lo decía así: “Catorce deschaquetados constituimos la corporación académica del ColMich. Salvo uno, los demás somos prófugos de las grandes urbes. Especialmente del Distrito Federal. Todos, sin excepción hemos llegado haciendo adobes. En un año el cuerpo de investigadores de El Colegio de Michoacán, ha hecho media docena de libros ya en librerías y una docena de artículos…”

Por aquellos primeros años se acercaban a ver el milagro de la creación viajeros de todo el mundo, Jean Marie Le Clezió –el francés que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008— y quien recibió aquí casa-comida-sustento-claustro académico y manos extendidas llenas de cordialidad y a las que no supo dar el abrazo completo; el geógrafo francés Claude Bataillon, quien luego publicaría su Un geógrafo francés en América Latina. Cuarenta años de recuerdos y reflexiones sobre México.

Y por ahí se concentraban exalumnos queridos por don Luis y que ya caminaban con lámpara propia: Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, Enrique Florescano, además de Lorenzo Meyer o Samuel del Villar que, por entonces, dirigía la revista Razones.

Don Luis González no escatimaba tiempo ni charla o enseñanza, que eran lo mismo. Y nosotros, con el pretexto de platicar sobre su obra, (que por entonces ya tenía de qué presumir como Historia moderna de México, Los artífices del Cardenismo, Los días del presidente Cárdenas, Sahuayo, El indigenismo de Maximiliano y las que yo mismo le edité La galería de la Reforma y La ronda de las generaciones) y de la idea de historiar, nos acercábamos propios y extraños, pero todos ahí a la sombra del sabio historiador.

Así que las pláticas con don Luis eran cátedras monumentales. Estaba convencido de que la convivencia y el intercambio de ideas hace al intelectual y hace mejores reflexiones. Por eso cada mañana, a las 11, hacía un corte estratégico en las tareas, nos convocaba a la casa principal de Madero, y enmedio del gran patio en donde estaba un gran árbol, nos sentábamos todos, investigadores y profesores, para “tomar el café” que era el pretexto para escucharle y decirle.

En particular, al referirse a mis orígenes periodísticos y como editor, don Luis decía que el reportero escribe la historia del presente, en tanto que el historiador es el reportero de la historia.

Y como si lo estuviera escuchando, aún guardo aquel testimonio de una larguísima plática a la que él mismo denominó: El vía crucis del historiador; historiador puesto en reportero del pasado.

“Yo creo que lo que más debe tener en cuenta al hacer historia –como el periodismo-- es ver a quién se va a dirigir lo que uno escribe. Porque, por ejemplo, es muy distinto que uno escriba para estudiantes de tales o cuales características o público lector de tales o cuales características.

“Si es así, obviamente el lenguaje que tendría que usar es el lenguaje más general, el lenguaje que suele llamarse de la ‘tribu’, el que es más fácilmente consumible por cualquier lector.

“A pesar de que algunas gentes piensan que por utilizar un lenguaje común y corriente se le quita cierto espíritu científico a las obras históricas o periodísticas, yo creo que vale la pena correr el riesgo de no parecer científico, de ser tenido en menos por los colegas, a cambio de saber uno qué realmente está comunicando con quien uno quiere comunicarse…”

Un reportero de la historia, un cronista de San José de Gracia lo decía. El procedimiento de investigación de un hecho histórico puede tener reglas y herramientas estrictas para conseguir obras rigurosas y provechosas para todos. Así mismo se exige que el periodismo lo sea, cada vez con más frecuencia, sobre todo desde que las redacciones de los medios son ocupadas por gente egresada de universidades y escuelas especializadas.

Así eran las valiosísimas charlas con don Luis y sus colegas del Colegio de entonces, las mismas que seguían luego en su casa de Zamora, a cuya mesa siempre había una copita y un buen plato de comida deliciosa. Y seguíamos platicando del pasado y del presente.

Y así era cuando estaba entre los sabios del ColMich, entre los que se sentía un ambiente fraterno incorregible: don Francisco Miranda, que dirigía el Centro de Estudios Históricos; Guillermo de la Peña, el Centro de Estudios Antropológicos. También estaban por ahí Jean Meyer y Andrés Lira, que luego fue su presidente y presidente de El Colegio de México; y estaba desde entonces el espíritu de los michoacanos, es Álvaro Ochoa, quien nos explica el Michoacán histórico y musical, el de la grande figura y sus emociones intensas.

Así que en aquel Colegio de Michoacán, como sin proponérselo, todos hablaban del tiempo: el tiempo era tema central. Para los historiadores, como para los periodistas, el tiempo es esencial, porque el tiempo es el hombre mientras vive y hace obra o la descompone: depende.

Pero todo esto era apenas el complemento. Porque lo que a don Luis y a sus colegas de travesía les importaba era investigar, enseñar, producir obra perenne y, por lo mismo, don Luis decía que la primera obligación de todo investigador es eso, investigar y publicar. No hay uno sin lo otro. Investigador que no publica es que no investiga: “Se engaña a sí y engaña a los demás”. Así decía.

Y bajo su mirada atenta y amorosa, se fundó y echó raíces El Colegio de Michoacán. Produjo investigadores de fuste con creaciones que se publicaron aquí o allá, con alumnos que luego han sido catedráticos o investigadores en México y el extranjero. Y libros, videos, conferencias, foros, intercambio de ideas, cátedras, becas, intercambios internacionales con instituciones de excelencia internacional: todo fue hecho a imagen y semejanza de su creador. Don Luis.

Un día don Luis enfermó. Fue operado. Perdió un ojo. Luego él siguió siendo el mismo platicador y alegre ranchero venido a historiador de los grandes. Y decía con una gran sonrisa: “Hacer historia, me ha costado un ojo de la cara”.

Enfermó doña Armida, su esposa, él sufría la enfermedad de ella. Un día, ella se fue en el Tornaviaje. Luego se fue don Bernardo, su tío querido. Y un día, el 13 de diciembre de 2003, como sin proponérselo, don Luis quiso seguir a doña Armida y se fue a alcanzarla.

Pero aún está en el Colmich. Aún se escuchan sus pasos. Y su juego de llaves en la mano. Aún están ahí cada uno de sus libros, tantos. Ahí está en su obra el recorrido de lo que los hombres y mujeres hicieron y hemos hecho a lo largo del camino, para bien o para mal. Son obras majestuosas que urge leer y releer, siempre.

Y sobre todo está ahí su gran aportación a la academia mexicana: El Colegio de Michoacán. Y aquí vuelvo al presente.

Hoy encuentro un Colegio de Michoacán que me sorprendió. Edificio propio, enorme, inmenso . Con unas instalaciones dignas del legado de don Luis. Amplios jardines, pasillos, estancias, cubículos, áreas de conferencias, salones de clase, oficinas y todo dispuesto para hacer que el espíritu de don Luis siga vigente, porque seguramente él estaría feliz de ver ese crecimiento enorme, pero más feliz si se cumple su ideal de investigación-enseñanza-rigor-excelencia y producción.

Hoy ya no es aquel pequeño nido que conocí.
Cuenta con seis centros de estudios y con doctorados y, aparte, hay un doctorado tutorial. Doctorados en Estudios Antropológicos, Históricos, Rurales, de las Tradiciones, Arqueológicos o en Geografía Humana y el doctorado tutorial en Ciencias Sociales. Y ha producido a la fecha 558 maestros en distintas de sus disciplinas, 21 doctores y cuenta ahora mismo con 147 alumnos con 76 profesores investigadores. Todo ahí.

La continuidad de la obra de don Luis no radica sólo en la modernidad, sino en el espíritu que le dio y le da sentido a lo que es la cátedra, la enseñanza, la investigación, el aprendizaje y, sobre todo, la obra, esa obra que debe estar a disposición de todos, porque es de todos.


jhsantiago@prodigy.net.mx



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