Sima Azimi se lanza desde la cumbre de una colina para hacer unapirueta y durante un instante su figura queda estampada en el cielode Kabul, desafiando el conservadurismo de la sociedad afgana.
En Afganistán, para dedicarse al deporte, sobre todo a un artemarcial como el wushu, se necesita audacia y cierta valentía.
Sima Azimi, una joven de 20 años, profesora de wushu desde haceun año en Kabul, decidió en enero salir del entrepiso dondehabía instalado los tatamis de su club para entrenar a los alumnosal aire libre.
Con los pies en la nieve, vestidos con la chaqueta y elpantalón de seda de colores negro o rosado y el pelo cubierto, lasjóvenes aprendices practican las proezas de los famosos monjesvolantes de Shaolin (norte de China).
El wushu, que combina boxeo, dominio de sables y puñales, estan acrobático y coreográfico como el kung fu, y exige un cuerpofirme como el acero y flexible como el caucho.
En el tapiz de calentamiento, las muecas de dolor ilustran laexigencia del esfuerzo, mientras que Sima Azimi, cinturón negro dewushu, presiona la espalda y los hombros, hunde el vientre de lasalumnas para perfeccionar el "split", que consiste en alinear laspiernas en un ángulo de 180 grados.
Azimi se inició en el wushu en Irán, donde su familia sehabía refugiado cuando tenía dos años.
Al regresar a su país, la joven abrió enseguida su club en elbarrio de Karte Sé, poblado por la comunidad hazara en el oeste deKabul.
"Lamentablemente todas las alumnas son hazaras y estauniformidad étnica no me place. Me gustaría recibir muchachas deotras comunidades", dice Azimi.
La comunidad hazara, minoría chiita en un paísmayoritariamente sunita, es la más abierta de Afganistán.
Las mujeres gozan de más libertad de movimiento y son másrebeldes, son los hombres menos opresores.