/ sábado 27 de octubre de 2018

La Muerte: fiesta del espíritu

La próxima semana entraremos de lleno al penúltimo mes del año y último del sexenio.


El mes de noviembre se destaca especialmente por la celebración de los fieles difuntos; por el acrecentamiento de la crisis económica que tiene al mundo entero envuelto en una vorágine de codicia, y que no se detendrá; y por el estiaje, lapso de varios meses en los cuales la falta de lluvias y de vientos de alta atmósfera harán que los habitantes del altiplano suframos los embates de la altísima contaminación ambiental.

El día de muertos es una celebración tradicional y religiosa que nos reconoce, ante propios y extraños, como un pueblo con una cultura ancestral y rica en conocimientos y vastedades. La identificación del mexicano con la muerte es legendaria. Es sabido y conocido que todas las naciones tienen bien fundadas sus leyendas en la muerte y en la vida posterior. Pero nuestras tradiciones son excepcionales. Han sido especiales.

El día 1º de noviembre celebramos a los Difuntos Chiquitos o Pequeños y a Todos los Santos. Y el día 2 recordamos en grande a los Fieles Difuntos.

La muerte –drama, sufrimiento, liberación- está ligada al destino de los mexicanos de manera indisoluble. Sus lazos tienen que ver con un antiguo lenguaje con el que nuestros antepasados se comunicaban y soñaban con sus dioses propicios.

Para ellos –para los antiguos mexicanos- la realidad circundante era en verdad el valle de la muerte; y para ganar el derecho a la plenitud espiritual era necesario demostrar aquí, en la desolación terrestre, los suficientes atributos de valentía, entereza y serenidad ante el sufrimiento cotidiano.

Por ello, a pesar del sincretismo cultural aportado por los conquistadores, el día de muertos es, para el pueblo mexicano, una fiesta del espíritu, de nostalgia, sí, por los seres queridos que se adelantaron en el escabroso camino de las sombras; pero al mismo tiempo de reconocimiento por quienes gozan ya del merecido descanso en el paraíso prometido.

Basta disfrutar las ofrendas plenas de colorido e imaginación creadora, instaladas en los hogares, en las oficinas, en lugares públicos y en los propios cementerios. Todo el país se convierte en una grande ofrenda de muertos, entre las que destacan las de Pátzcuaro en Michoacán, las de Xochimilco, Mixquic y el Zócalo en la Ciudad de México, las de Huaquechula en Puebla, y las de Xico en Veracruz. Pero este homenaje se repite incesante a lo largo y ancho del territorio nacional.

Por siglos los mexicanos hemos llevado a cabo estos rituales para darnos cuenta de esta dualidad esencial, plena de dramatismo, burla a la muerte, exorcismo, advertencia final. Tengo la impresión de que no hay un pueblo en el mundo como el mexicano tan cercano a la muerte. Su concepción artística, el trasfondo de su filosofía vital, sus valores morales, la religión y en general su desarrollo cultural, están impregnados de ese pensamiento fúnebre que nos encadena –querámoslo o no, con el inframundo.

Desde hace mucho tiempo nos vienen persiguiendo la raíz generadora de la madre Coatlicue y el negro espejo de Tezcatlipoca, oscuro mensajero de la destrucción y de la venganza. La diosa Coatlicue, cuya representación es espantosamente bella nos guía a través de las desapacibles nubes de la historia barriendo, quizá, con su escobilla las faldas del cerro de Coatepec.

La sabiduría popular dice que “una muerte es la madre de mil vidas”. Y quienes se aferran al curso desconocido de la vida para retar al desamparo y alumbrar la realización de un destino siempre indescifrable, expresan que “antes de la muerte todo es posible”.

Recuerdo aquí al gran maestro litógrafo y grabador de Aguascalientes José Guadalupe Posada. Al hablar de Posada no podemos dejar de pensar en “La Catrina”, conocida y vista por todo el planeta. “Como me ves, te verás”, pretende divulgar el trabajo y la historia de una de las figuras más representativas del arte popular mexicano. Las Catrinas se convirtieron en un símbolo popular durante la Revolución Mexicana y en un elemento representativo en la cultura mexicana de la tradición ancestral del “Día de los Muertos”.

Noviembre nos va a deparar días de excepción. Días de todos los santos, de los difuntos, y de los difuntos chiquitos. Seguiremos, además, sufriendo vejaciones en materia de seguridad; soportando la corrupción y su eterna acompañante la impunidad;perdiendo día a día nuestra capacidad de asombro. Será un mes de decisiones, de mantenernos unidos y en vigilancia. Habrá novedades con el arribo de los nuevos gobernantes que son una esperanza para millones de desamparados.

Tendremos que negociar con nosotros mismos. Cada uno en su propia conciencia. Tendremos que pensar que nada hay más digno que la firmeza de carácter; que nada hay más noble que el amor por la Patria, que nada hay más gratificante que ver la mirada limpia de los hijos en un México de cielos azules y de claros horizontes.

La próxima semana entraremos de lleno al penúltimo mes del año y último del sexenio.


El mes de noviembre se destaca especialmente por la celebración de los fieles difuntos; por el acrecentamiento de la crisis económica que tiene al mundo entero envuelto en una vorágine de codicia, y que no se detendrá; y por el estiaje, lapso de varios meses en los cuales la falta de lluvias y de vientos de alta atmósfera harán que los habitantes del altiplano suframos los embates de la altísima contaminación ambiental.

El día de muertos es una celebración tradicional y religiosa que nos reconoce, ante propios y extraños, como un pueblo con una cultura ancestral y rica en conocimientos y vastedades. La identificación del mexicano con la muerte es legendaria. Es sabido y conocido que todas las naciones tienen bien fundadas sus leyendas en la muerte y en la vida posterior. Pero nuestras tradiciones son excepcionales. Han sido especiales.

El día 1º de noviembre celebramos a los Difuntos Chiquitos o Pequeños y a Todos los Santos. Y el día 2 recordamos en grande a los Fieles Difuntos.

La muerte –drama, sufrimiento, liberación- está ligada al destino de los mexicanos de manera indisoluble. Sus lazos tienen que ver con un antiguo lenguaje con el que nuestros antepasados se comunicaban y soñaban con sus dioses propicios.

Para ellos –para los antiguos mexicanos- la realidad circundante era en verdad el valle de la muerte; y para ganar el derecho a la plenitud espiritual era necesario demostrar aquí, en la desolación terrestre, los suficientes atributos de valentía, entereza y serenidad ante el sufrimiento cotidiano.

Por ello, a pesar del sincretismo cultural aportado por los conquistadores, el día de muertos es, para el pueblo mexicano, una fiesta del espíritu, de nostalgia, sí, por los seres queridos que se adelantaron en el escabroso camino de las sombras; pero al mismo tiempo de reconocimiento por quienes gozan ya del merecido descanso en el paraíso prometido.

Basta disfrutar las ofrendas plenas de colorido e imaginación creadora, instaladas en los hogares, en las oficinas, en lugares públicos y en los propios cementerios. Todo el país se convierte en una grande ofrenda de muertos, entre las que destacan las de Pátzcuaro en Michoacán, las de Xochimilco, Mixquic y el Zócalo en la Ciudad de México, las de Huaquechula en Puebla, y las de Xico en Veracruz. Pero este homenaje se repite incesante a lo largo y ancho del territorio nacional.

Por siglos los mexicanos hemos llevado a cabo estos rituales para darnos cuenta de esta dualidad esencial, plena de dramatismo, burla a la muerte, exorcismo, advertencia final. Tengo la impresión de que no hay un pueblo en el mundo como el mexicano tan cercano a la muerte. Su concepción artística, el trasfondo de su filosofía vital, sus valores morales, la religión y en general su desarrollo cultural, están impregnados de ese pensamiento fúnebre que nos encadena –querámoslo o no, con el inframundo.

Desde hace mucho tiempo nos vienen persiguiendo la raíz generadora de la madre Coatlicue y el negro espejo de Tezcatlipoca, oscuro mensajero de la destrucción y de la venganza. La diosa Coatlicue, cuya representación es espantosamente bella nos guía a través de las desapacibles nubes de la historia barriendo, quizá, con su escobilla las faldas del cerro de Coatepec.

La sabiduría popular dice que “una muerte es la madre de mil vidas”. Y quienes se aferran al curso desconocido de la vida para retar al desamparo y alumbrar la realización de un destino siempre indescifrable, expresan que “antes de la muerte todo es posible”.

Recuerdo aquí al gran maestro litógrafo y grabador de Aguascalientes José Guadalupe Posada. Al hablar de Posada no podemos dejar de pensar en “La Catrina”, conocida y vista por todo el planeta. “Como me ves, te verás”, pretende divulgar el trabajo y la historia de una de las figuras más representativas del arte popular mexicano. Las Catrinas se convirtieron en un símbolo popular durante la Revolución Mexicana y en un elemento representativo en la cultura mexicana de la tradición ancestral del “Día de los Muertos”.

Noviembre nos va a deparar días de excepción. Días de todos los santos, de los difuntos, y de los difuntos chiquitos. Seguiremos, además, sufriendo vejaciones en materia de seguridad; soportando la corrupción y su eterna acompañante la impunidad;perdiendo día a día nuestra capacidad de asombro. Será un mes de decisiones, de mantenernos unidos y en vigilancia. Habrá novedades con el arribo de los nuevos gobernantes que son una esperanza para millones de desamparados.

Tendremos que negociar con nosotros mismos. Cada uno en su propia conciencia. Tendremos que pensar que nada hay más digno que la firmeza de carácter; que nada hay más noble que el amor por la Patria, que nada hay más gratificante que ver la mirada limpia de los hijos en un México de cielos azules y de claros horizontes.