/ viernes 7 de junio de 2024

Sueños Guajiros

Hay lugares que se te niegan; que se cierran al verte llegar. Lugares cuyos caminos son pisadas de intrépidos pasados y sus ciudades, escasos asentamientos sin más. Hay lugares que ocultan, en su adversidad, bellezas incontables y hay bellezas que tampoco se dejan observar. Hay lugares crueles y despiadados donde habita, a la par, la más hermosa naturaleza con la más despiadada crueldad. En fin, hay lugares como la Guajira; hay lugares donde no te puedes quedar.

Para ser precisos—para dejar la generalidad y hacer, real, aquel “lugar”—, la Guajira es el apéndice a la inversa de Colombia. Es un ganglio de tierra que, en lugar de poner final al tracto digestivo, pone inicio al país; al continente entero. Una península amplia, que tiende hacia el Atlántico con una tangente septentrional. El punto más al norte de la América austral y el más remoto, quizá, ignorando las enmarañadas junglas del Amazonas.

Es, también, un lugar desértico. Un pueblo que hace de Colombia un país de contrastes. Si el resto de la nación es montañosa y pecando de jungla, la Guajira es un desierto desolado con espejos de sal. Contadas—muy al final—, aparecen un par de dunas que bordean, celosas, la llegada al mar. Como si el verde hiciera paso al amarillo; como si Colombia no fuera un país tropical.

En fin, un lugar sempiterno—para bien y mal—que, hace poco, pude visitar. Si quisieran hacerlo—si, con sus desiertos, se quieren encontrar—, les dejo la receta y, lo que de paso, encontré por allá.

Llegar al principio de la Guajira es relativamente sencillo. Basta con comprar un vuelo a Riohacha desde Medellín o Bogotá—al menos, esos son los únicos lugares que anuncian los tableros contados en su aeropuerto local—. Lo difícil es adentrarse en la península que se niega al encuentro.

A escasos kilómetros de la ciudad—esa de techos escasos y palmeras penosas en sus camellones—, desaparecen las carreteras y quedan, en su lugar, caminos de terracería. En contados puntos—aleatorios para el extranjero—, aparecen casas que se forman a modo de círculo. Esas que su gente—el pueblo wayuu, que hace tanto habita estas tierras—llama rancherías. Aunque no lo vea, ahí existen divisiones imperceptibles; árboles que marcan territorios donde uno ve solo planicies. Es tierra wayuu; solo ellos la entienden. Solo ellos ven, en el desierto tan amplio, las fronteras de clanes ancestrales, algunos de ellos peleados.

Si cuento esto no es porque fuese yo intrépido y me aventurara, por cuenta propia, en este desierto. Fue porque un guía me llevó por sus enredos y, en sus momentos, señalábame los lugares y sus historias. Era, temo, la única forma de adentrarse. En soledad, me habría perdido entre paisajes repetidos y, tras una vida entera deambulado por sus tierras, o me encontraría con la costa final o seguiría, exhausto, dando vuelta. Todo lo debo, por ello, a ese guía. Ese que, como Virgilio, me iba mostrando la Guajira. Iba trazando, en la arena, nuevos senderos con su camioneta. para que yo, al salir, contara parte de sus cuentos; me adentrara en sus círculos y encontrara un mundo tan ajeno.

Fue así que salí. Porque alguien me guió desde un principio.

Pero volvamos a ese viaje al principio del mundo. Duró tres días; dos noches donde el calor sugería que nunca se fue el sol. Tardamos dos en llegar a Punta Gallinas—el punto más lejano—y uno entero en el viaje de regreso. De por medio—cuanto vi de por medio—planicies que se extendían eternas con los mismos arbustos carcomidos por el sol y caminos de barro forzados por coches anteriores. Si, el primer día, aparecían pueblos contados para romper el dominio árido del desierto, con el caer de la noche se hicieron sueños inciertos.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

Al segundo, con un rigor inquebrantable, fueron surgiendo los primeros retenes locales. Eran sencillos, en verdad. Dos palos a escasos metros de distancia; en esos lugares marcados por llantas pasadas. Entre ellos, una cadena o una cuerda resistente. Al oir, a la distancia, cómo el motor rompía el orden, salían, no sé de donde, un ejército de niños a pedir peaje. El dinero no contaba; pedían paletas, galletas. Los adultos, en sus momentos, salían a pedir arroz o café. Un peaje que le seguían ocho; luego veinte; otros seis. Un pueblo entero que vive del turismo y la voluntad del viajero de dejar, a su paso, un par de residuos. Cada tanto, en el viento acalorado, se veía una bolsa correr libre por el desierto; de esas mismas que uno pagaba para hacerse camino.

Nunca pensé que la pobreza hubiera deshecho a tantos. Que hubiera puesto a un pueblo entero a la merced de un puñado de carros.

Pero no todo fue pesar. De vez en cuando, cada tantas horas, el guía bajaba de velocidad para indicar que llegábamos a un mirador o una montaña. Fueron tantos que, de enlistarlos, sería una larga letanía de hermosura. Toda ella, me temo, similar. Eran lugares donde el paisaje árido se abría a la costa; donde el desierto prometía parar y dejábanos, a los turistas, la oportunidad de soñar con la Guajira. Eso era lo difícil del lugar; el encontrarse, tras ver a familias enteras en la limosna, con cumbres audaces plagadas de la mejor de las historias: esa que no nos concierne a los hombres, mas nos dice que algo ha estado ahí por siempre. Que esas colinas áridas estaban mucho antes.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

A veces, esas paradas tomaban forma de montaña—de cerro, quizá—. Dejaban, entonces, que uno subiera y notara cuánto había avanzado. El mundo en esas cimas era tan amplio que se cubría, entero, de una impenetrable neblina; unas nubes que robaban al horizonte su caracter infinito. Ahí, en la cúspide de la Guajira—misma que viví unas tres o cuatro veces por montañas distintas—, no había más que proyectar sobre el lienzo vacío. Sentir que en esa tierra de hermosura extensa, todo era posible. Si esa neblina cubría el horizonte era para no sobre pasarse de hermosura. Sentir, por un breve instante, que en ese desierto existía la posibilidad de una inmensa dicha.

Lo cruel era saberlo imposible. Era el sentir cómo, en las cimas, el viento mismo te empujaba por el sendero de regreso. Cómo la gente, al bajar, vivía de los escasos pesos que uno dejaba por el camino. Que aún si uno lo sueña en las cimas; todo son sueños—de esos que llaman guajiros—. Eso piensas al salir, en el viaje eterno de regreso, cuando, en sucesión, pasa la naturaleza prístina con la pobreza generalizada. Es el ver la Guajira de retirada y sentir un sutil alivio al no tener que resolver sus indescifrables problemas.

Ay, esa es la Guajira.

En la vida hay lugares donde la hermosura más dulce te hace imaginar que todo es posible. Hay lugares donde la crueldad más grande te hace percatarte de lo contrario. Y, entre ambos, está la Guajira que te invita a soñar con sus montañas solo para quitarte esa dicha con su sutil y penetrante miseria.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

Hay lugares que se te niegan; que se cierran al verte llegar. Lugares cuyos caminos son pisadas de intrépidos pasados y sus ciudades, escasos asentamientos sin más. Hay lugares que ocultan, en su adversidad, bellezas incontables y hay bellezas que tampoco se dejan observar. Hay lugares crueles y despiadados donde habita, a la par, la más hermosa naturaleza con la más despiadada crueldad. En fin, hay lugares como la Guajira; hay lugares donde no te puedes quedar.

Para ser precisos—para dejar la generalidad y hacer, real, aquel “lugar”—, la Guajira es el apéndice a la inversa de Colombia. Es un ganglio de tierra que, en lugar de poner final al tracto digestivo, pone inicio al país; al continente entero. Una península amplia, que tiende hacia el Atlántico con una tangente septentrional. El punto más al norte de la América austral y el más remoto, quizá, ignorando las enmarañadas junglas del Amazonas.

Es, también, un lugar desértico. Un pueblo que hace de Colombia un país de contrastes. Si el resto de la nación es montañosa y pecando de jungla, la Guajira es un desierto desolado con espejos de sal. Contadas—muy al final—, aparecen un par de dunas que bordean, celosas, la llegada al mar. Como si el verde hiciera paso al amarillo; como si Colombia no fuera un país tropical.

En fin, un lugar sempiterno—para bien y mal—que, hace poco, pude visitar. Si quisieran hacerlo—si, con sus desiertos, se quieren encontrar—, les dejo la receta y, lo que de paso, encontré por allá.

Llegar al principio de la Guajira es relativamente sencillo. Basta con comprar un vuelo a Riohacha desde Medellín o Bogotá—al menos, esos son los únicos lugares que anuncian los tableros contados en su aeropuerto local—. Lo difícil es adentrarse en la península que se niega al encuentro.

A escasos kilómetros de la ciudad—esa de techos escasos y palmeras penosas en sus camellones—, desaparecen las carreteras y quedan, en su lugar, caminos de terracería. En contados puntos—aleatorios para el extranjero—, aparecen casas que se forman a modo de círculo. Esas que su gente—el pueblo wayuu, que hace tanto habita estas tierras—llama rancherías. Aunque no lo vea, ahí existen divisiones imperceptibles; árboles que marcan territorios donde uno ve solo planicies. Es tierra wayuu; solo ellos la entienden. Solo ellos ven, en el desierto tan amplio, las fronteras de clanes ancestrales, algunos de ellos peleados.

Si cuento esto no es porque fuese yo intrépido y me aventurara, por cuenta propia, en este desierto. Fue porque un guía me llevó por sus enredos y, en sus momentos, señalábame los lugares y sus historias. Era, temo, la única forma de adentrarse. En soledad, me habría perdido entre paisajes repetidos y, tras una vida entera deambulado por sus tierras, o me encontraría con la costa final o seguiría, exhausto, dando vuelta. Todo lo debo, por ello, a ese guía. Ese que, como Virgilio, me iba mostrando la Guajira. Iba trazando, en la arena, nuevos senderos con su camioneta. para que yo, al salir, contara parte de sus cuentos; me adentrara en sus círculos y encontrara un mundo tan ajeno.

Fue así que salí. Porque alguien me guió desde un principio.

Pero volvamos a ese viaje al principio del mundo. Duró tres días; dos noches donde el calor sugería que nunca se fue el sol. Tardamos dos en llegar a Punta Gallinas—el punto más lejano—y uno entero en el viaje de regreso. De por medio—cuanto vi de por medio—planicies que se extendían eternas con los mismos arbustos carcomidos por el sol y caminos de barro forzados por coches anteriores. Si, el primer día, aparecían pueblos contados para romper el dominio árido del desierto, con el caer de la noche se hicieron sueños inciertos.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

Al segundo, con un rigor inquebrantable, fueron surgiendo los primeros retenes locales. Eran sencillos, en verdad. Dos palos a escasos metros de distancia; en esos lugares marcados por llantas pasadas. Entre ellos, una cadena o una cuerda resistente. Al oir, a la distancia, cómo el motor rompía el orden, salían, no sé de donde, un ejército de niños a pedir peaje. El dinero no contaba; pedían paletas, galletas. Los adultos, en sus momentos, salían a pedir arroz o café. Un peaje que le seguían ocho; luego veinte; otros seis. Un pueblo entero que vive del turismo y la voluntad del viajero de dejar, a su paso, un par de residuos. Cada tanto, en el viento acalorado, se veía una bolsa correr libre por el desierto; de esas mismas que uno pagaba para hacerse camino.

Nunca pensé que la pobreza hubiera deshecho a tantos. Que hubiera puesto a un pueblo entero a la merced de un puñado de carros.

Pero no todo fue pesar. De vez en cuando, cada tantas horas, el guía bajaba de velocidad para indicar que llegábamos a un mirador o una montaña. Fueron tantos que, de enlistarlos, sería una larga letanía de hermosura. Toda ella, me temo, similar. Eran lugares donde el paisaje árido se abría a la costa; donde el desierto prometía parar y dejábanos, a los turistas, la oportunidad de soñar con la Guajira. Eso era lo difícil del lugar; el encontrarse, tras ver a familias enteras en la limosna, con cumbres audaces plagadas de la mejor de las historias: esa que no nos concierne a los hombres, mas nos dice que algo ha estado ahí por siempre. Que esas colinas áridas estaban mucho antes.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

A veces, esas paradas tomaban forma de montaña—de cerro, quizá—. Dejaban, entonces, que uno subiera y notara cuánto había avanzado. El mundo en esas cimas era tan amplio que se cubría, entero, de una impenetrable neblina; unas nubes que robaban al horizonte su caracter infinito. Ahí, en la cúspide de la Guajira—misma que viví unas tres o cuatro veces por montañas distintas—, no había más que proyectar sobre el lienzo vacío. Sentir que en esa tierra de hermosura extensa, todo era posible. Si esa neblina cubría el horizonte era para no sobre pasarse de hermosura. Sentir, por un breve instante, que en ese desierto existía la posibilidad de una inmensa dicha.

Lo cruel era saberlo imposible. Era el sentir cómo, en las cimas, el viento mismo te empujaba por el sendero de regreso. Cómo la gente, al bajar, vivía de los escasos pesos que uno dejaba por el camino. Que aún si uno lo sueña en las cimas; todo son sueños—de esos que llaman guajiros—. Eso piensas al salir, en el viaje eterno de regreso, cuando, en sucesión, pasa la naturaleza prístina con la pobreza generalizada. Es el ver la Guajira de retirada y sentir un sutil alivio al no tener que resolver sus indescifrables problemas.

Ay, esa es la Guajira.

En la vida hay lugares donde la hermosura más dulce te hace imaginar que todo es posible. Hay lugares donde la crueldad más grande te hace percatarte de lo contrario. Y, entre ambos, está la Guajira que te invita a soñar con sus montañas solo para quitarte esa dicha con su sutil y penetrante miseria.

Guajira, Colombia. Foto: José Luis Sabau.

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